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BERNI

Antonio Malpica

Esta simbiosis fue doblemente provechosa para ambos, ya que el tener un testigo delante del que exhibirse, un nuevo aliciente para su enfermiza mente, le hizo reducir sus ansias asesinas para con las personas y seguir sin complicaciones con su vida de excesos. Los animales nunca dejaban un rastro de lagrimas tras de ellos y las autoridades jamás lo culparían de nada si tenía el suficiente cerebro para evitarlo. Además, y como extra, ahora los corpora delicti desaparecían sin dejar rastro en el estómago de Wrightson (así fue como lo llamó), que se aficionó rápidamente a devorar carne de animales vivos.

Aunque el monstruo interior seguía allí. Agazapado. Esperando pacientemente. Y el perro Wrightson era viejo. Moriría antes o después.

Una noche en que se encontraba viendo un partido de fútbol americano por la televisión, escuchó de repente un fuerte revuelo en la cocina. Se levantó pesadamente, bamboleando su vientre abultado y henchido de cerveza con un rugido de oleaje batiendo contra un acantilado. Últimamente estaba muy deteriorado físicamente, la vida disipada y llena de perversiones le habían arrastrado a ese estado. Estaba inmensamente gordo, la cabeza casi completamente calva, exceptuando unas guedejas grisáceas que le colgaban como tristes jirones de los parietales, ojos saltones enmarcados por cejas casposas y labios bembones que ocultaban una dentadura podrida y sarrótica. Al entrar en la cocina se dio cuenta enseguida de dónde provenía el estruendo. Miró al techo y sonrió con delectación. No era la primera vez que ocurría, ya que al tener un doble techo de escayola, por donde pasaban tanto el conducto de extracción de humos de la cocina como la salida de aire de la chimenea, algunos de los numerosos pájaros que en ese tiempo visitaban el estado construían allí sus nidos. Y en previsión de estas visitas tenia preparada una puertecita en la misma escayola por donde podía acceder fácilmente a cualquier zona del techo. La abrió subiéndose a una silla y observó como su fiel Wrightson se colocaba a su lado en el suelo, sentado sobre sus cuartos traseros, esperando con calma lo que sabía iba a acontecer. Introdujo la manaza y enseguida localizó un nido reciente. La pareja de aves, vencejos para más señas, intentó defender su hogar atacando con ferocidad sus dedos monstruosos y arañándole con sus garras diminutas. Los agarró a los dos a la vez cerrando su puño de gigante, mientras que con el meñique extraía el nido. Berni y Wrightson observaron sus presas con ojos perversos. Al macho le aplastó la cabeza en el mismo movimiento con el que bajó de la silla. Con frialdad. Con experiencia. Arrojó el cuerpo al perro, que lo devoró con gula, sacudiéndose con reluctancia una pluma que le había quedado entre las fauces. Al mirar el nido vio que tenía tres huevecillos parduscos. Una sonrisa cruel le deformó la boca. A la hembra, que piaba con desesperación, le rompió las alas y le quebró las patas y luego se puso a devorar los huevos mientras notaba los ojos de ésta fijos en él, en una mirada que le pareció de odio.

Aburrido por fin, arrojó el pájaro a Wrightson, que lo tragó aún vivo.

Pasaron ocho días hasta que notó los primeros síntomas. Empezaron como unas molestias en el estómago, después como unos alfilerazos que se hacían más y más dolorosos. Al poco tiempo los pinchazos aumentaron hasta que se convirtieron en punzadas que le dejaban sin aliento y posteriormente en puñaladas que le volvían loco de dolor, produciéndole como descargas eléctricas que lo dejaban paralizado.

La agonía duró dos días y tres noches.

En la última noche, tumbado desnudo sobre su cama y con el rostro contraído por el dolor, notó cómo su vientre pantagruélico se movía solo y cómo, entre convulsiones y gritos de dolor, su ombligo saltaba hacia fuera, como un viejo botón desprendido, y un pico negro aparecía por el agujero abierto. Al pico le siguió la cabeza, y a la cabeza el cuerpo, y al cuerpo las patas. Salió uno y después otro y por fin otro más, como aliens ensangrentados, desperezándose y sacudiéndose en el nido que conformaban su estómago destrozado y sus tripas cercenadas.

Un velo rojo le cubrió los ojos y lo último que percibió antes de morir fue una cabeza oscura que se cernía sobre él, con un gran agujero negro abierto justo en el centro. Un agujero negro como la muerte que unió en una comunión sacrílega a Berni y a Wrightson, el perro deslenguado.

 

Dedicado a Berni Wrightson

 

 

 

Mi nombre es Antonio Malpica. Que es mucha casualidad, ya lo sé. Pero no, no soy el famoso escritor mexicano. Soy español y escribo sólo por y para mí desde hace ya bastantes años. Suelo escribir relatos cortos de cualquier tema que me apetezca. Desde Ciencia Ficción, Fantasía, Terror, Erotismo… etc. Creo que he escrito de todos los temas conocidos y por conocer.

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