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DETONADORES DE LA FICCIÓN

Iliana Vargas

 

Cuando hablamos de escritura nos referimos a diversos procesos que se desarrollan de modo particular de acuerdo con los intereses y las búsquedas de cada autor, mismos que no sólo delatan las preferencias en la expresión escrita, sino también en el ámbito de lo cotidiano. ¿Qué es aquello que propicia la reacción/acción/relación de uno con el mundo ajeno y con el propio? ¿De qué manera el exterior infecta como un virus el ingenio humano para hacerlo trabajar en torno a la escritura? En este punto habría que indicar que no precisamente todo lo que habita el exterior activa la maquinaria inventora: el instinto nos guía hacia aquello que necesita ser encontrado en el más estricto orden de cadena retroalimentaria: nuestros pasos nos llevan al lugar donde alguien/algo necesita decirnos/mostrarnos una especie de mensaje encriptado que poco a poco logra detonar la ficción, que es el código que, en el caso particular, uno usa para comunicarse –en la casa del lenguaje creativo- con lo otro.

Como sabemos, este intercambio de lenguajes no es nuevo en lo absoluto: se ha desarrollado desde múltiples puntos de exploración a partir del auge que cobró durante la época de las vanguardias artísticas del siglo XX, cuando literatura, música, pintura, cine, fotografía y teatro confluyeron gracias a la interacción de sus ejecutantes. Desde entonces se han propiciado distintos modos de dialogar entre quienes se dedican a una u otra de estas actividades, lo cual, además de ser inevitable, es enriquecedor en el sentido de que siempre hay otra cara, otro vértice desde el que puede leerse/apreciarse su trabajo.

Sin embargo, el diálogo al que yo me refiero es distinto: no se trata de emprender una revisión técnica o teórica de alguna de estas manifestaciones artísticas. De lo que quiero hablar es de la manera en que mi percepción de esas obras activa / detona la inquietud para iniciar con el proceso de ficción y transcribir esa afectación sensorial al lenguaje escrito.

 

LOS SANTOS VIVIENTES

autómatas masoquistas de Michael Landy

No puedo evitar que me inunde la idea y la sensación del masoquismo desde que saludo a monseigneur X1. ¿Qué otra cosa me aterrizaría en la cabeza cuando lo primero que veo es un autómata con pinta de santo que además corona una alcancía y que se activa al introducir una moneda para golpear su frente contra una cruz de tamaño considerable? Claro que el martirio es una característica de este tipo de personajes, pues de otra forma, la historia de la hagiografía perdería todo su sustento, pero la crudeza y la violencia con que estos actos son ejecutados por representaciones hiperrealistas de este tipo de figuras a las que por lo general se atribuyen rasgos dulces y mesurados, desata un sentimiento de contradicción que perturba el espíritu, lo cual quizá sea el cometido del autor de esta pequeña aldea. Sin embargo ello pierde relevancia mientras observamos e interactuamos con estos autómatas. En realidad, lo que acontece aquí es una reivindicación del morbo a partir de la expiación: el hecho de atravesar la línea entre ficción y realidad / lo movible y lo estático, me hace descubrir que a partir de la consciencia del movimiento se configura, en este espacio, un espacio alterno.

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¿Será que todos estamos destinados a confrontar a un enemigo que se oculta entre la misma carne y la misma sangre que uno? No estoy segura: soy un espécimen que no sabe nada de este mundo. Estoy a punto de asegurar que nunca había estado frente a un autómata de verdad, y que mi encuentro con ellos se reducía a la referencia literaria, pero… hace más de diez años, en el museo Franz Mayer, hubo una exhibición de mecanismos autómatas: objetos musicales del siglo XIX, cuya mezcla de refinamiento, detalle y misterio antiquísimo, ahora que lo recuerdo, me hizo sentir un terror muy particular al imaginar, por ejemplo, la vida en el estatismo de personajes como Olympia, en “El hombre de arena” de E.T.A. Hoffmann… De cualquier forma, los seres con los que me encuentro ahora son muy distintos, del todo ajenos a esa atmósfera sutil que rodeaba a los artefactos musicales que conocí en el 2003… Los miro y sé que se saben observados, y que en algún momento voltearán arrastrando el conjunto de su maquinaria para hacerme partícipe del sacrificio…

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Mi cuerpo –pues aquí es imprescindible dialogar con todo el cuerpo- delata asombro y avidez. He dejado atrás a monseigneur X1 y sólo me dejo dirigir por las diversas escenas de apocalipsis en miniatura que pululan alrededor, y con las que he soñado en ocasiones específicas de mi vida. La más fuerte fue cuando tenía 21 años y estaba segura de que podría experimentar epifanías –de preferencia como las de Hildegard von Bingen en su “Voice of the blood”- si sólo me alimentaba de lo más elemental: café, verduras y quesadillas. Aunque ello derivó en mutaciones drásticas de mi cuerpo, ninguna revelación me fue mostrada, pues –con el tiempo lo descubrí- ya vivía en una. Sin embargo, hay un calor y un mareo que me hace conectar la sangre y los nervios con la angustia del cuerpo mutilado en vida: no es sólo el trazo de tinta sobre el papel // la imagen que equilibra los espacios en blanco y negro con los que inciden en la crudeza escarlata, verde, pálida carne que se somete a la tortura de una serie innumerable de híbridos punzocortantes // la necesidad de despojarse de los medios sensoriales que conectan con la realidad terrenal para convertirse en suero sensorial divino // no despojarse: pedir ser despojado: vaciar el cuerpo de aquello que provoca placer // haber sentido antes, por lo menos una vez, el placer cuyo sacrificio alimentará al Flujo Divino.

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-Pero no se trata sólo de cortarse la humanidad a pedazos –me dice la voz acuosa de un par de ojos que me observa desde una charola–. Primero debes aprender a perder el miedo a moverte fuera del cuerpo, y eso sólo se logra si comprendes cómo funciona la elasticidad atemporal de la palabra: cuando logras traspasar el límite de lo inmediato y sientes cómo la carne se desmigaja, porque no es más que un implante de lo que en realidad eres: aquello que tu palabra dice.

-¿Soy una partícula del lenguaje?

-Eres una partícula del lenguaje, que, como sabes, no tiene una sola forma.

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Los objetos punzocortantes inician un sobrevuelo sobre los cuerpos que perciben: nos olfatean a través de los dientes y el filo de sus exoesqueletos. Alcanzan a algunos: serruchan cabezas, extremidades, nervios. Tienen una colección de ojos en bandejas y corazones que flotan guiados por las flechas que les atraviesan. Yo me pregunto qué hace uno cuando es mutilado y sigue viviendo: imagino que debe ser como aceptar la transfiguración de la realidad, pero ésta sólo perdura durante el momento en el que uno fue transfigurado y se convierte en el loop de la ruptura: uno no puede seguir siendo más que en ese preciso momento, pues el que se era antes ya no es, y la realidad para el que se es ahora, no existe más que en ese instante. ¿Acaso hay elección para el ser transfigurado? No. De ahí su nueva naturaleza de autómata. De ahí que me griten con esa sonoridad mecánica cuya estridencia anuncia el nivel del dolor necesario para la transfiguración.

Los cuerpos se entregan al castigo con una determinación tan dulce, que no sé exactamente qué siento al presenciar esta forma del terror. Ellos me incitan con sus estruendos, su rechinar de nódulos, su aullido del fierro que activa otro fierro, su oquedad corpórea que emite un eco inquietante al ser golpeada contra otra oquedad de roca. Y sí, me incitan, me mesmerizan y me atraen para jugar al verdugo, a la dominatrix. Los restos de santidad se mimetizan en el atuendo, en la postración y en el gesto de entidad martirizada. Cada uno ha sido destinado a una tortura que se relaciona con la revelación que deseó experimentar: cada uno ha elegido la cantidad de carne que perderá en esta celebración de martirologio: un deseo transfigurado en el lenguaje que no se puede transcribir, pero sí experimentar.

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Me acerco a ellos, a los enormes masoquistas. Al principio temo su monumentalidad, pero recuerdo que yo soy la dominatrix en este juego, y que a pesar de mi corta figura, ellos deberán someterse a mi fuerza. Sé que su cualidad de seres/artefacto sobrepasa mi pequeña monstruosidad, pero sé también que su posición de mártires en cautiverio me da la ventaja de dejarles huellas de transgresión más grandes, profundas, sin flujo de sangre, pero sí de polvo: la materia de su hechura.

Las voces se intercalan // me confunden // me aguijonean en su multitud de voz-avispa// Un círculo de gusanos momificados da breves grititos que remedan la voz de monseigneur X2: halo de sonido que simula más un gorjeo que una voz. Supongo que ello se debe a que su garganta se abre al aire, pues su cabeza, separada del cuerpo, sobrevuela el espacio y a cada ir y venir suelta una espuma de pájaros secos donde debía haber saliva y palabras. He ahí la partícula del lenguaje, me digo, y él, haciendo sonar la sequedad/ave de su garganta, me responde una aridez: la partícula pétrea es la vértebra del lenguaje con que digo cuerpo y tu mano es voluntad de roca contra la mía: la mía: la mía: la mía: ro-ca-ca-beza-deltiem-popen-dular.

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La santidad del sortilegio comienza a pesarme de tal forma que mis dos manos son una piedra tan grande como dos o tres cabezas mías. El corazón me pesa también. Si arrojo el corazón, arrojo la piedra, me vuelvo a decir. Y eso hago, con tal impulso, que de verdad creo que toda yo soy una nueva cabeza arrancada del cuerpo. Una raspadura como de hielo se abre en el sembradío oscuro de su frente, y sé entonces que nada me detendría para dañar al resto del machinarium /corporis /sanguis cuya resonancia siento cada vez más cercana a mis huesos: el chirriar de sus mecanismos se convierte en el crak/trak/crak/trak de mis articulaciones. La destrucción de la carne y la transfiguración del esqueleto en artefactos móviles a base de resortes, ruedas, tubos, pedales, cintas, sangre y moho, me hace notar que la aldea se ha convertido en una fantasmagoría mecanizada, en donde no hay otro ritmo más que el loop: si no se realiza cada uno de esos actos de catarsis espiritual, no se puede avanzar hacia la siguiente ejecución, en donde el nivel del castigo es cada vez más intenso y terrible.

Bastante tarde, enfebrecida por mi sádica participación en el acto de sacar los dientes y la lengua con una pinza, desollar el vacío para encontrar un corazón todavía más vacío o sincronizar el canto del golpe enfático sobre el pecho de un demonio incauto, me entrego al juego del juicio final: la rueda de la fortuna que hago girar sin escuchar los gritos de advertencia, las voces que me siguen desde el fondo de las celdas en las que había masacrado a los santos masoquistas y ahora me piden que me vaya, que siga creyendo en el azar y en la bondad del destino, que no me entregue a la furia de los enjuiciadores celestes. Pero no me detengo, y la rueda gira y gira y gira y gira hasta que se detiene en el veredicto final. Ahora espero sobre este pedestal a que llegues, sádico y complaciente, a activar la palanca que abrirá el techo de cristal por el que entrarán los ángeles que han de llevarme al Monte Sinaí, donde mi cuerpo será incinerado.

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Todas las fotografías fueron tomadas por Iliana Vargas.

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iliana_abril_015Iliana Vargas cree que nació en la ciudad de México en 1978, pero su condición de híbrido entre monstruo//fantasma le dice que no ha terminado de llegar a este mundo. Vagabundea, lee, escucha, cuestiona, se autocuestiona, imagina y se autoimagina. Ha escrito libros que, como ella, hibridan los bordes de su naturaleza narrativa: Joni Munn y otras alteraciones del psicosoma (Conaculta/Fondo Editorial Tierra Adentro, 2012) y Magnetofónica (Ediciones y Punto, Averno, 4, 2015). Sabe que saltará por la ventana cuando se canse de ficcionar.