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EN DEFENSA DE LA

LITERATURA FANTÁSTICA

Maya Jurado

 

 

La literatura fantástica nos sirve para poco. El terror, la fantasía y la ciencia ficción no conceden el más remoto brillo social ni nos condecoran como privilegiados “intelectuales”; no dan para pagar la renta o puntos para ganar una beca (pregunte a su escritor fantástico favorito) y tampoco sirve para quedar bien con profesores, padres o novias en turno. Los mal llamados “Géneros Fantásticos” tienen un largo y bien andado camino, pero al día de hoy ni siquiera cuentan con designaciones claras, definiciones precisas ni reconocimiento digno. Al final del día, para la Literatura (con L mayúscula) los -peor llamados- “Géneros Menores” son el hermano incómodo que se debe esconder en la recámara cuando llegan los invitados.

Entonces, ¿para qué queremos literatura fantástica?

 

Vayamos al principio, mucho más lejos de lo que la memoria humana nos puede llevar. Vamos con los primeros homínidos caminando por la tierra, los códigos y señas con que comunicaban sus experiencias y emociones, incipientes lenguajes con los que iban dando forma al mundo. Vamos a las noches de oscuridad total, a los amaneceres en los que el sol por fin salía de nuevo. Vamos a las lluvias, al hambre, al fuego, a una mujer pariendo, a un hombre agonizando. ¿En qué momento el ser humano se volvió narrador? Imaginemos: tal vez en el mismo segundo en que la mala memoria, la vergüenza o el terror cambiaron el rumbo de una historia tan cotidiana como aburrida, tal vez en el instante en que la imaginación dio formas nuevas a grandes animales o a las estrellas. Lo que es cierto es que el mundo era nuevo, salvaje y terrible. El hombre fue hombre porque le dio a la realidad una forma que pudiera entender, porque dictaminó causa y efecto, buscó el control sobre lo incontrolable con rituales y mitologías, se definió con lenguajes  y dejó constancia para los que vendrían después, para perdurar en la memoria nueva. Ahí nacieron las historias, ahí se plantó la semilla de la literatura. Y -tal vez- entre monstruos que rondaban las cuevas y poderosos guerreros que vigilaban los cielos nació la narración fantástica.

Siguiendo con la historia, la raza humana prevaleció. La sociedad evolucionó con sus políticas, leyes y guerras, llegaron vencedores y vencidos, las memorias, sus muertos, la asfixiante necesidad de no olvidar ni ser olvidado, de entender el universo y comprender la brevedad de la vida. Llegó la literatura y un puñado de autores locos que harían de lo imaginario su terreno de juego. Si algo se puede reconocer a la literatura fantástica y a sus cómplices es la necedad: han pasado los siglos, hombres y dioses han muerto… pero los monstruos y los guerreros aún caminan con nosotros.

Pero, ¿por qué escribir literatura fantástica?

El gran meollo de la pregunta misma es la fama fácil y frívola de la “literatura de géneros” a la que pocas veces se le reconoce el delicado funcionamiento de sus mecanismos internos. Cualquier escritor primerizo intentará forzar a un gran dragón a entrar en su cuento cuando ya no sepa llevar la narración; más de uno decidirá que un par de extraterrestres son suficientes para catalogarse dentro de la ciencia ficción; la literatura de terror tendrá que ver sus estantes llenos de vampiros llorones, remedos de abominaciones cósmicas y otros engendros tan vacíos como ilógicos bajo pretexto de buenas ventas en librerías. A primer vistazo de portada podemos creerlo, pero la literatura fantástica no funciona así. Al menos no la que es honesta, la que deja marca. Y en estos escabrosos terrenos de la “literatura basura” tenemos ejemplos de sobra de lo que una buena pluma puede hacer.

Hagamos antes una breve aclaración sobre la distinción entre los géneros, ya que la linea que los separa suele borrarse con facilidad: una misma narración puede -y suele- tomar elementos de una y otra, aunque siempre habrá un género que prevalezca. “Soy Leyenda” de Richard Matheson es un buen ejemplo: la novela danza magistralmente entre la ciencia ficción -su género base- y el terror -el tono en el que está escrita.

Desmintamos también la falsa sencillez de escribir literatura fantástica: hablemos de la coherencia interna que la narración demanda, nunca mejor explicada que en palabras de G. K. Chesterton: “Puedo creer lo imposible, pero no lo improbable”. Cada género literario tiene un engranaje propio; las formas y propósitos de la fantasía trabajan de maneras muy diferentes a las del terror, del mismo modo en que (refiriéndonos a los “géneros mayores”) la comedia funciona de modos radicalmente distintos a los del melodrama. En el caso de la literatura fantástica las convenciones del género nos indican cómo crear un mundo en el que nuestra historia imposible resulte probable.

Hablando de otros tantos mitos alrededor de la ciencia ficción, la fantasía y el terror, podemos mencionar la supuesta gratuidad de sus elementos más típicos; un buen ejemplo es la común creencia de que un cuento de horror es lo mismo que una “historia de aparecidos”.

Brujas, dragones o planetas lejanos: los elementos fantásticos en la narración jamás deben convertirse en una excusa para que la narración siga el camino que nuestra omnipotencia de escritor marca a capricho. Al momento en que se rompe el estatus quo del personaje comenzamos con el rompimiento de la realidad del lector; los elementos imposibles que le resultan lejanos y ajenos deben pasar sigilosamente a ser parte de su propio mundo, de sus más íntimas fantasías y temores; de este modo el que lee se compenetra, se compromete con la historia y con sus criaturas: la dupla que forman la cercanía con la vida diaria y la lejanía de la ficción permite al relato inmiscuirse en la intimidad del lector y desde ahí deconstruir la realidad misma.

En “Ruido Gris” (del inquietante Pepe Rojo) nos encontramos con un mundo distópico en el que las televisoras financian cámaras implantadas en los ojos de sus reporteros, buscando noticias amarillistas que les den buenos ratings. Todos nosotros hemos vivido la deshumanización de los medios, podemos identificarnos con la indiferencia del reportero y nuestra realidad se rompe al mismo tiempo que la de él, nos compenetramos con el personaje cuando se da cuenta de que ha cruzado su última linea moral y sentimos su angustia y su asco cuando trata de encontrar una salida verdadera que le permita apagar la cámara ocular.

Toda narración -novela o cuento- tiene un tema, la materia prima que el autor quiere explorar mediante el argumento. Me meto en camisa de once varas y propongo que tomemos como ejemplo el cuento “Calidoscopio” de Ray Bradbury.  ¿Cuál es el argumento? Un cohete espacial es alcanzado por un meteorito, sus tripulantes logran salir y quedan dispersos, flotando por el espacio. Pueden comunicarse a través de las radios de los trajes, todos saben que morirán sin remedio y el cuento nos narra los momentos finales de cada astronauta. ¿Cuál es el tema? Ante la triste imposibilidad de preguntarle al autor, daré mi falible interpretación: el hombre definiendo su vida a través del enfrentamiento final con la muerte. Un conflicto dolorosamente cercano llevado al más lejano espacio.

Regresemos al tema original. Hablemos del objetivo de la literatura fantástica y tomemos algunos ejemplos; no cronológicamente, no con sus máximos representantes (eso ya merecería un artículo completo por cada género) sino con datos sueltos que nos ayuden a responder nuestra pregunta.

Vamos con la fantasía y las tres obras que hoy conocemos como sus primeros orígenes registrados: “La épica de Gilgamesh”, “La Odisea” de Homero y los “Cuentos de las mil noches y una noche”. Tres historias nutridas con seres mágicos, tierras fantásticas y valientes mortales arriesgándose en heroicas empresas. Sus narradores -ya perdidos en el tiempo- se explicaban la realidad y daban fe de la historia desde el contexto que vivían: las antiguas religiones y sus ricas mitologías eran tan reales como pueden ser hoy en día el dios judeocristiano “Yahveh” o los “Devas” de hindúes y budistas.

Vamos con el terror y una noche de tormenta en Suiza en 1813. Seis amigos recluidos en la mansión “Villa Diodati”, entre ellos Lord Byron, el doctor Polidori, Percy y Mary Shelley. Para entretenerse proponen crear, cada uno, una historia de terror. El resultado fue el “Frankenstein o El moderno Prometeo” de Mary Shelly y “El Vampiro” de Polidori (cuya autoría se adjudicaría Lord Byron). Frankenstein resulta ser un examen sobre el terror del avance de la ciencia a grados que el ser humano no está listo para comprender ni manejar; Mary mezcla una vieja pesadilla infantil sobre una criatura hecha de partes humanas con el mito de Prometeo, añadiendo el terror de la época al avance impío del conocimiento. Por su lado, “El Vampiro” de Polidori reinventa la figura del No-Muerto, deja de lado la apariencia cadavérica y repulsiva de las viejas leyendas europeas, convirtiendo a su criatura en un aristócrata perturbadoramente atractivo que aprovecha la incredulidad moderna ante la existencia de seres sobrenaturales para sobrevivir. Todo ello en plena revolución industrial.

Vamos con la ciencia ficción, la década de los 80’s y el Cyberpunk. Una generación que vivió los últimos rezagos de la guerra fría, el miedo latente a una tercera guerra mundial, a las devastadoras crisis económicas y al holocausto nuclear. Los años ochenta también fueron la década que recibió de lleno las nuevas tecnologías y el acceso -casi- ilimitado a la carretera de la información. El Cyberpunk trajo consigo a una nueva camada de escritores de sci-fi con la vista fija en la pesadilla de un mundo postapocalíptico donde la tecnología dominaba el mundo; el capitalismo, sus grandes corporaciones y la guerra habían llevado a la humanidad a la ruina y la sociedad se mostraba violenta y caótica. El Cyberpunk (de muerte temprana, resurrección continua y con escritores como Bruce Sterling y William Gibson a la cabeza) retomaba los principios de la ciencia ficción dura y creó formas propias mucho más allá de su vistosa estética: lenguajes completos, manifiestos, ideologías tempranas basadas en la naciente tecnofilia y los atisbos de una posterior e inevitable tecnofobia.

Diferentes épocas y distintos autores. ¿Qué los une? Los inicios de la fantasía dieron forma y dimensión a gobiernos y religiones, trazaron fronteras, llevaron ejércitos a batallas. La gestación del incomprendido monstruo del doctor Frankenstein y Lord Ruthven (el moderno vampiro de Polidori) fueron el grito inconforme ante una época que avanzaba veloz, amenazando con dejar atrás todo lo conocido, lo seguro, lo humano. El Cyberpunk que siguió a “Neuromante” vino de las mismas personas que inauguraron las redes, cimentaron la Internet y en medio de sus promesas utópicas pudieron preveer la coraza que rodearía en pocos años a los internautas, la insensibilización que cambiaría lo humano por lo virtual.

¿Para qué nos sirve la literatura fantástica?

 

Nos sirve para reinventar el mundo. Para entenderlo, para escapar de él, para gritar cuando no tenemos voz. Nos sirve para reaccionar ante el paso del tiempo, nos ayuda a imaginar otras posibilidades, a vislumbrar el futuro y con él la esperanza, nos da fuerzas para reconciliarnos con el pasado y enfrentar nuestros demonios personales. Nos abre el camino para soñar, para recordar lo que fuimos, para reencontrar el camino, para redefinirnos, explicarnos, darnos forma y sentido.

La fantasía, en fin, nos sirve para no envenenarnos de realidad, para aprender a devolverle al abismo la mirada. Citando nuevamente a Chesterton ”Los cuentos de hadas son más que reales, no porque nos digan que los dragones existen, sino porque nos dicen que pueden ser vencidos”.

Maya Jurado

Escritora, guionista de historieta, cinéfila obsesiva, bibliófila compulsiva, melómana violenta, comiquera adicta y -todo sea dicho- cafeinómana confesa. A la fecha sigue prófuga de la SOGEM y el Centro de Capacitación Cinematográfica; puedes encontrarla en el blog “La Caja del Diablo”, en Twitter, Facebook, Pinterest o en algún oscuro tugurio haciendo tratos sucios para aumentar su colección de dinosaurios y robots. Su lema -que hace honor a la inmortal Tucita- reza: “¿Pa’ qué me dejan sola si ya me conocen?”.