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ENTRE SUEÑOS

Alexis Uqbar

Si no me engaño, la raigambre que prefigura la escritura del siguiente escolio se encuentra ancestralmente en el vedismo hindú y en el idealismo de Berkeley. Schopenhauer vindicó ampliamente el primero y fue un continuador y un profuso exegeta del segundo. Famosamente escribe: «La realidad y el sueño son páginas de un mismo libro. La lectura conexa es la vida real. Pero cuando las horas de lectura (el día) han llegado a su fin y comienza el tiempo de descanso, con frecuencia hojeamos ociosos y abrimos una página aquí o allá, sin orden ni concierto: a veces es una hoja ya leída, otras veces una aún desconocida, pero siempre del mismo libro» (El mundo como voluntad y representación, I, §5).

Con poco más de un siglo de anticipación -1710-, Berkeley declara: «… el conjunto de los cielos y la innumerable muchedumbre de seres que pueblan la tierra, en una palabra, todos los cuerpos que componen la maravillosa estructura del universo, sólo tienen sustancia en una mente; su ser (esse) consiste en que sean percibidos o conocidos. Y por consiguiente, en tanto que no los percibamos actualmente, es decir, mientras no existan en mi mente o en la de otro espíritu creado, una de dos: o no existen en absoluto, o bien subsisten sólo en la mente de un Espíritu Eterno» (Principios del Conocimiento Humano, VI). Cabe conjeturar que para el filósofo irlandés la vasta componenda del universo no comporta sino el constante y afluente sueño de Dios.

En algún lugar de una conferencia sobre Odín, el escocés Thomas Carlyle arguye: «… el mundo bien mirado es manifestación, fenómeno o apariencia, mas no realidad. Tanto el Mitólogo Hindú, como el filósofo Germánico, Shakespeare, el más activo pensador, y todos los espíritus profundos, allá en donde vivieren, consideran que: “Estamos hechos de la misma materia que los sueños”» (De los Héroes, el Culto de los Héroes y lo Heroico en la Historia, Primera Conferencia).

Sin duda, las anteriores evocaciones no paliarán ni agotarán el tautológico y universal discurso que se aboca al tratamiento del sueño y su predominio en la azarosa “vida real”. Andamos entre quimeras, vivimos entre ilusiones.

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Con esta breve introducción no quise sino preparar al lector, con premeditados dictámenes filosóficos, para lo que denota el objeto de esta glosa: el sueño como argumento fantástico en la literatura. No pretendo estudiar a fondo el tema, pretendo ofrecer algunos ejemplos de la prevalencia del sueño en la literatura fantástica.

Las primeras apariciones del sueño en la literatura pueden remontarse a los lejanos palimpsestos de la Biblia. En el Génesis se lee que Dios infundió en Adán el sueño profundo y que de ese sueño o de las consecuencias de ese sueño surgió Eva (Génesis, 2:21-22). Más adelante, en el mismo libro, conocemos la historia de un hombre que es capaz de interpretar fidedignamente los sueños de la grey: José, hijo de Jacob. Cabe mencionar que una de sus interpretaciones le da la gloria y la fortuna en el arduo reino de Egipto (véase: Génesis, 41:1-45).

En la antigüedad el sueño era, además, un don divino: «Oíd mis palabras: si uno de vosotros profetizara, yo me revelaría en él en visión, y en sueños le hablaría» (Números, 12:6). La Biblia abunda en sueños y en prodigios. Bástenos recordar la fuerte componente onírica que prepondera en el libro del Apocalipsis: «Tenía en su diestra siete estrellas; de su boca salía una espada aguda de dos filos; y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza.» (Apocalipsis, 1:16) o «Los cuatro seres vivientes tenían cada uno seis alas, y alrededor y por dentro estaban llenos de ojos…» (Ibídem, 4:8).

Hablemos ahora de los sueños orientales. Dos pequeñas anécdotas me serpentean en la cabeza: El sueño de la mariposa y El sueño infinito de Pao Yu. La primera, de lacónica extensión, dice lo siguiente: «Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu». Este -escrito tres siglos antes de nuestra era- es un brevísimo apólogo de imaginería perfecta; quizá sea el primero de su especie en abordar, con tan espléndido laconismo, las indescifrables nebulosas que prevalecen entre la realidad y el sueño. Chuang Tzu ignora cuál es su realidad y cuál es su sueño, ¿hay acaso hombre que al amanecer adolezca de esa incertidumbre?

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El sueño infinito de Pao Yu opera del mismo modo que un par de espejos contrapuestos. Pao Yu se sueña en un jardín idéntico al de su casa; llega a un patio que le resulta extrañamente familiar, sube las escaleras y entra a su alcoba; en ella, encuentra a un muchacho dormido rodeado por algunas doncellas encargadas de los quehaceres, lo mira: es él, es Pao Yu. El muchacho se despierta, relata a una de sus doncellas el sueño que acaba de tener, le habla del jardín, del patio, de las escaleras, del muchacho idéntico a él dormido en su cama; entonces descubre al primer Pao Yu en el cuarto, se levanta y lo abraza. Los dos Pao Yu tiemblan. El primer Pao Yu se despierta, le cuenta a una de sus doncellas el sueño que acaba de tener, descubre a Pao Yu en el cuarto…

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Este es, a grandes rasgos, el perplejo y maravilloso argumento de la narración. Entreveo en su fundamento una convicción no ajena a los escritores fantásticos del siglo XX: el soñador que está siendo soñado.

El primer sueño encierra toda una filosofía; el segundo juega con las infinitas posibilidades del ámbito onírico. De ambos sueños somos irredentos deudores.

Estamos hechos de la misma sustancia que los sueños. La cita es de Shakespeare, el más ilustre poeta de Inglaterra. A fines del siglo XVIII, Samuel Taylor Coleridge recibió de un sueño los cincuenta y cuatro versos que configuran la admirable composición lírica Kubla Khan. En alguna parte anota: «Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?». El sueño se manifiesta en Coleridge como una portentosa virtud poética.

El sueño depara al siglo XIX el auge y la decadencia del romanticismo, movimiento deliberadamente onírico. E. T. A. Hoffmann es un tejedor de sueños; Edgar Allan Poe encuentra en el sueño una de las formas del horror, es harto famosa su poesía Un sueño dentro de un sueño; Henry James pondera la ambigüedad de los sueños y la entrevera fantásticamente en sus narraciones. Es fama que a R. L. Stevenson le fue dado en un sueño el argumento de Dr. Jekyll & Mr. Hyde. Recordemos asimismo que el siglo XIX engendra dos de las más importantes novelas oníricas de la literatura -otra de ellas es El Golem de Gustav Meyrink-: Alicia en el País de las Maravillas y Alicia a través del espejo del lógico y matemático inglés Lewis Carroll.

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Ya para el siglo XX, el sueño deja de ser sólo un nimbo obstinado del quehacer literario y se trueca en uno de los temas primordiales de la literatura fantástica. Rememoro tres composiciones que obran por analogía. La primera -todavía tributaria del siglo XIX- consta de un fragmento del capítulo cuarto de Alicia a través del espejo. En dicho fragmento, Tweedledee interroga a Alicia sobre los sueños del Rey Rojo; Alicia replica que nadie puede no ignorar sus sueños, empero, Tweedledee le declara que el rey la está soñando, que si él despertase, ella dejaría de existir, en pocas palabras, que ella sólo es la figura de un sueño.

La segunda pieza data de 1912 y fue escrita por el italiano Giovanni Papini. Se trata del relato que lleva por título La última visita del Caballero Enfermo. En éste, un lívido y espectral hombre -identificado por el mote de “Caballero Enfermo”- confiesa a un camarada su condición de mera apariencia: «Yo no soy -y quiero decirlo a pesar de que tal vez no quiera creerme-, yo no soy más que la “figura de un sueño”». Regresamos al tema del soñador soñado; ¿preciso agregar que Alicia y el Caballero Enfermo son esencialmente iguales?

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La tercera composición es de Jorge Luis Borges y se rotula Las ruinas circulares. Esta ficción, no menos espléndida que sus precursoras, dilucida la historia de un mago que acomete la ardua empresa de soñar un hombre y de interpolarlo a la realidad: «El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad». Borges preconizaba los textos de Carroll y de Papini y no ignoraba el sueño infinito de Pao Yu; en Las ruinas circulares entrevera todo este bagaje onírico y perdiga el que, en mi más modesta opinión, es su mejor cuento.

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El sueño se repite; el tiempo da a cada escritor una íntima y singular versión del mismo sueño. El curioso lector deberá recorrer de manera cabal las pesadillas de Kafka y las alucinaciones de Chesterton. Si hubiera de proponer algunas otras lecturas, serían las siguientes: El sueño de O. Henry, La cena de Alfonso Reyes, Ulrica de Jorge Luis Borges, En memoria de Paulina de Adolfo Bioy Casares, La noche boca arriba de Julio Cortázar y Ojos de perro azul de Gabriel García Márquez. Omitir a Las mil y una noches y a Homero sería deshonrado, pues en ellos los sueños proliferan. Asimismo, deseo conjurar a Lovecraft, cuyas pesadillas cósmicas no dejan ni dejarán de contaminar nuestras noches. Mencionar un nombre es olvidar a los demás y el espacio de este texto es limitado, mejor es interrogar una cantidad considerable de libros y erigirse una biblioteca, una biblioteca de sueños. Labor que Borges nos ha facilitado al compilar su siempre admirable Libro de sueños.

Ya dijo el filósofo que no somos sino la imagen de un sueño. Que tu soñador nunca se despierte, amable y onírico lector.

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Alexis Uqbar

alexisProfesional de la derrota. (Se inició, hace algún tiempo, un incierto proceso en su contra; no sabe quién le acusa ni por qué.) Mientras escribe, falsas e invisibles manos se tienden sobre él; lo que lo ha llevado a conjeturar que su musa es, en realidad, un demonio. Schopenhauer, Emerson, Dostoievski, Kafka, Borges, figuran en su nómina de autores predilectos.

@alexis_uqbar