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FANTASMAS NO TAN EJEMPLARES

(II)

 

Alexis Uqbar

Primera parte

 

Al caer de la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores

de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:

—Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?

—Yo no —respondió el otro—. ¿Y usted?

—Yo sí —dijo el primero y desapareció.

George Loring Frost

 

 

Los fantasmas y sus cuentos (continuación)

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Fantasmas: ¿Materializaciones de nuestra voluntad? ¿Proyecciones de nuestra conciencia? ¿Epifanías sobrenaturales? ¿Símbolos atroces de nuestra desdicha? ¿Sombras diabólicas? ¿Vanos espejismos de nuestro deseo? ¿Almas en pena?

Ninguna de las anteriores acepciones me parece desacertada. Los fantasmas pueblan el cosmos. Sin sospecharlo, cohabitamos y departimos secularmente con ellos. Son el pábulo de nuestra imaginación, el maná de nuestra fantasía. Los espectros representan una parte fundamental de este confuso y vertiginoso sueño: la vida.

En la primera parte de este texto, recorrí y escolié las magníficas narraciones sobrenaturales de tres portentosos escritores europeos: Villiers de L’Isle Adam, H. G. Wells y Dino Buzzati. El fin de esta segunda parte es exponer lacónicamente algunos relatos fantásticos de Rudyard Kipling, Leopoldo Lugones, y Jorge Luis Borges. Doppelgängers, sombras simiescas y diálogos escatológicos abundan en las subsecuentes narraciones. Comencemos:

Al final del callejón

 

Rudyard Kipling nació en Bombay, India, a finales de 1865. No juzgo un acontecimiento casual que el demiurgo indobritánico recibiera, hacia 1907, el Premio Nobel de Literatura por su distinguida labor como narrador y poeta. Reputado como una de las grandes figuras de la literatura inglesa, Kipling desarrolló prematuramente el gusto por el arduo arte de escribir. A sus veinticuatro años ya contaba con tres volúmenes de cuentos y un poemario publicados bajo un sello editorial de la India. De sus primeras narraciones sabemos que algunas fueron fantásticas –“La extraña cabalgata de Morrowbie Jukes”, “La litera fantástica”. Su singular fascinación por las historias que desafían la realidad (o las convenciones de la realidad) lo espoleó a redactar obras de la magnitud de “La marca de la bestia”, “El portal de los cien pesares”, “Más allá de los límites” o “El cuento más hermoso del mundo”. Kipling es menos afamado por sus cuentos del imperio británico que por sus cuentos de la selva. Shere Khan, Mowgli o Baloo son, a mi parecer, nombres de amplia popularidad en el ámbito cotidiano. Kipling jamás condescendió al desdén del relato de fantasmas; “Al final del callejón” es uno de los mejores ejemplos que podemos citar al respecto. En esta admirable y aterradora historia, el fantasma se ve exaltado a doppelgänger. La trama es la que sigue: “Cuatro hombres, cada uno con derecho «a la vida, a la libertad y a la conquista del bienestar»”, juegan al whist, un popular juego de naipes, y sostienen una conversación sobre asuntos triviales y casi tediosos en el bungalow del ingeniero ayudante Hummil, el anfitrión. El termómetro señala ciento un grados de temperatura y los jugadores apenas columbran sus caras en medio de la lóbrega semioscuridad del cuarto. Al anochecer, y después de la precaria cena que brinda el ingeniero ayudante, todos los invitados se despiden, menos uno, Spurstow, el médico del ferrocarril, quien decide pernoctar en la casa de Hummil. Al rato, Spurstow no sólo descubre que Hummil es incapaz de dormir, sino que arrastra una considerable porción de días en ese infeliz estado. Casi delirante, Hummil suplica al médico que le administre una droga que lo conduzca a la dulce región del sueño. El doctor, conmocionado por la deplorable condición de su amigo, le suministra un par de dosis de morfina. Hummil duerme. Por la mañana, Spurstow se despide de Hummil y le asegura que volverá en un par de días para saber cómo sigue. Cuando Hummil por fin se queda solo en el bungalow, comienzan los atisbos espectrales:

Hummil giró sobre sus talones para enfrentarse con la desolación y los ecos de su bungalow, y lo primero que vio, de pie en la galería, fue su propia figura. […] Se acercó a la figura que, naturalmente, se mantenía a una distancia invariable de él, como ocurre con todos los espectros que nacen del exceso de trabajo. El fantasma se deslizó a través de la casa para disolverse en manchas que nadaban en sus ojos, tan pronto como llegó la luz llameante del jardín. Hummil se ocupó de su trabajo hasta la noche. Cuando entró a cenar se encontró consigo mismo sentado ante la mesa. La visión se puso de pie y salió a toda prisa. Excepto en que no proyectaba sombra, era real en todos los demás rasgos.

Al cabo de siete días, los amigos de Hummil vuelven al bungalow para la reunión semanal. Sin embargo, la escena que les depara la sofocante habitación del ingeniero es desoladora: Hummil está muerto…

El cuerpo yacía de espaldas, con los puños a los lados, tal como Spurstow lo había visto siete noches antes. En los ojos abiertos y fijos estaba escrito un terror que supera la capacidad de expresión de cualquier pluma.

Quizá la respuesta a este relato figura en las antiguas creencias germánicas. ¿Será que percibir a tu doble comporta un augurio de muerte?

Oscar Wilde denostó el estilo excesivamente realista de Kipling; H. G. Wells y Bernard Shaw lo prejuzgaron por su postura política. Tales entredichos no deslustran la indudable genialidad del autor del Libro de la selva.

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Un fenómeno inexplicable

 

Tengo la melancólica convicción de que a Leopoldo Lugones únicamente lo lee un reducido y casi extinto gremio de lectores de lo insólito. Hacia 1905, el argentino Lugones publicó su segundo libro de cuentos: Las fuerzas extrañas, curioso e imaginativo volumen que supuso, a mi entender, la introducción y la propagación de la literatura fantástica en América latina. De hecho, los autores hispanoamericanos deben a Lugones dos cosas: la adaptación al castellano de la métrica simbolista, de gobierno meramente francés, y la apropiación del género fantástico, de predominio europeo. El precitado volumen de relatos consta de un puñado de piezas maestras –“Yzur”, “La lluvia de fuego”, “La estatua de sal”, “Un fenómeno inexplicable”, “Los caballos de Abdera”– y de un “Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones”, que no es otra cosa que una interesantísima disertación filosófica acerca de la creación del universo.

Existe una rama de la literatura fantástica que solemos vincular o confundir con la ciencia ficción: el género de las fantasías científicas. En esta clase de ficciones, una causa científica (la implementación de algún artefacto o sustancia) conduce a un efecto fantástico que disgrega la realidad de los personajes. El origen de esta especie fantástica podemos atribuirlo al irlandés Fitz- James O’Brien, quien compuso, al promediar el siglo XIX, la extraordinaria y canónica narración “La lente de diamante”, que trata de un científico obseso que desea construir el microscopio más poderoso del mundo y cuya condena es enamorarse de una minúscula mujer que vive en una gota de agua. A dicha narración sucedió “El nuevo acelerador”, de H. G. Wells, que a su vez inspiró historias como “La metamúsica”, “El psychon” o “La fuerza omega” de Leopoldo Lugones. Los alcances de esta clase de literatura se allegaron, incluso, a Adolfo Bioy Casares –Los afanes, La invención de Morel– y a Dino Buzzati –El gran retrato. “Un fenómeno inexplicable” es, de alguna manera, una historia que condice con diversos aspectos de una fantasía científica –el tono difuso, los diálogos estrictamente cientifistas, las consecuencias paranormales. El sentido general del relato es el siguiente: El protagonista, quien es al mismo tiempo el narrador, relata y pormenoriza su lacónica estadía en la casa de un viudo inglés a quien conoce por recomendación de un juez amigo suyo. Honradamente, nos retrata la fisonomía y los hábitos conversacionales de su anfitrión. No transcurrirá demasiado tiempo antes de que nuestros personajes descubran sus rasgos afines: ambos profesan la homeopatía. Cuando el interlocutor del protagonista encuentra en su huésped a un hombre de confianza, decide referir la cuita que lo acongoja. Habla de médiums, de apariciones, de comprobaciones científicas, de desdoblamientos del alma…

Mire usted, yo conocí a Home, el médium, en Londres, allá por 1872. Seguí luego con vivo interés las experiencias de Crookes, bajo un criterio radicalmente materialista; pero la evidencia se me impuso con motivo de los fenómenos del 74. La alucinación no basta para explicarlo todo. Créame usted, las apariciones son autónomas…

Habla de sugestiones, de doppelgängers, de sombras…

Fue una tarde, casi de noche ya. El desprendimiento se produjo con la facilidad acostumbrada. Cuando recobré la conciencia, ante mí, en un rincón del aposento, había una forma. Y esa forma era un mono, un horrible animal que me miraba fijamente. Desde entonces no se aparta de mí. Lo veo constantemente. Soy su presa. A donde quiera él va, voy conmigo, con él. Está siempre ahí. Me mira constantemente, pero no se le acerca jamás, no se mueve jamás, no me muevo jamás…

Como podemos observar, la idea de Lugones repite inopinadamente la idea de Kipling: el doppelgänger como aparición, como fantasma, como desgracia. Leopoldo Lugones es un maravilloso artífice de lo insólito que, bajo ninguna circunstancia, debemos perder de vista.

 Leopoldo Lugones Apoyado contra pared empapelada

Diálogo sobre un diálogo

 

“A. –Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja… Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.

Z (burlón). –Pero sospecho que al final no se resolvieron.

A (ya en plena mística). –Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos”.

De la admirable obra de Jorge Luis Borges pude haber elegido, para ejemplificar el tema fundamental de esta página, narraciones como “Las ruinas circulares” o “Diálogo de muertos”. Más breve y conciso, he preferido la inclusión de este memorable “Diálogo sobre un diálogo”, ficción que sugiere una ambigüedad esencial entre la vida y la muerte, entre lo que es y no es, entre la realidad y la apariencia. Estoy completamente seguro de que Borges es un autor que no precisa de alocuciones liminares.

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Hasta este punto, he dilucidado humildemente un breve catálogo de historias que emplean la imagen del fantasma en sus distintas y extraordinarias acepciones. No han faltado los fantasmas nocionales (“Vera”), los fantasmas principiantes (“El fantasma inexperto”), los fantasmas tropológicos (“La capa”), los fantasmas trocados a doppelgängers (“Al final del callejón”, “Un fénomeno inexplicable”) y los fantasmas cotidianos (“Diálogo sobre un diálogo”). La tercera y última entrega de este texto no diferirá en gran medida de las entregas precedentes. Habrá otros autores, otros cuentos y un ligero exordio que tendrá por cometido introducirlos a la extraña y laberíntica doctrina idealista de George Berkeley y a las sugestivas observaciones de Thomas Carlyle sobre los espectros.

No se aparten de Penumbria.

Continuará…

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alexisAlexis Uqbar

Hace tiempo enfermé de irrealidad.

 plandeevasion.wordpress.com

@alexis_uqbar