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Bitácora de navegación del Nautilus 10

FRONTERAS INFINITAS

Marina Ortiz

 

El Nautilus sube a la superficie por las noches para renovar sus tanques de aire y contemplamos la abierta inmensidad que es la esfera celeste. Es una visión sobrecogedora, pero nos llena de algo parecido a la paz. Tal vez ustedes también lo han experimentado. Cuando la vida en la ciudad dificulta el paisaje, llegan a nosotros las imágenes del telescopio espacial James Webb y la vida estelar se descifra con nuestro ingenio y tecnología.

La fascinación y esfuerzo por tocar las estrellas son inherentes a nuestra especie. En toda cultura es manifiesto que la infinitud del universo —apenas vislumbrada desde nuestro planeta— nos trastoca. Es la morada de los dioses o un lienzo donde ilustramos nuestras vidas, una brújula para transitar el tiempo y el espacio. Cosmos, cosmos, cosmos… ¡Ay de nosotros tan pequeños en una realidad tan grande!

La ficción sobre la exploración espacial precede y excede toda era, incluyendo a la Modernidad. Sin embargo, la concepción moderna de la ciencia y la realidad nos ha proporcionado un andamiaje material y epistemológico para poder imaginar aventuras allá afuera, cautivando a astrónomos y escritores de todos los lares.

En México, por ejemplo, en el siglo XVII está la magna obra de Primero sueño de Sor Juana Inés de la Cruz, donde la imaginación activa y científica impulsa su ambición de conocer y trascender.

En el siglo XVIII, Manuel Antonio de Rivas, un fraile franciscano en Yucatán, elabora su Sizigias y cuadraturas lunares… (1775), que trata sobre un encuentro entre los habitantes de la Tierra y la Luna.

Del siglo XIX al XX vemos surgir y concretarse la ciencia ficción en los contextos de Modernidad. El caso de México es diferente, ya que no fuimos generadores de procesos de modernización, pero sí los experimentamos e integramos a nuestras necesidades, proyectos y esperanzas.

Al revisar obras de ciencia ficción mexicana —desde novelas como Mejicanos en el espacio (Carlos Olvera, 1968) hasta antologías de cuento como Los viajeros (2019) y Mundos remotos y cielos infinitos. Antología de ciencia ficción contemporánea de Nuevo León (2012)—, encontramos muchos relatos sobre la exploración espacial que son consonantes con aquellos producidos en otros países y en otras épocas, pues todos son partícipes de una tradición ancestral: los relatos de viaje y aventuras, tales como Los viajes de Gulliver (1726).

Los viajes espaciales construyen un espacio cognoscible y familiar, pero sobre todo infinito. Esto significa que siempre hay elementos, lugares y seres fuera de nuestro de conocimiento (que resultan ser accesibles o inteligibles, incluso semejantes o iguales a nosotros). Aun en su infinitud el espacio es “estable”, porque es aquel que hemos comprendido, articulado y explorado gracias a la ciencia —que tampoco nos vuelve omniscientes—. Es el área donde estamos, constituida por fuerzas que las leyes científicas nos permiten vislumbrar más no absolutizar.

Esta es una visión secular de la realidad. Impersonal e imparcial, conocida pero que excede los límites de nuestro progreso. Esto último es crucial: el espacio exterior desdibuja e invalida las egoístas tendencias antropocéntricas en las que incurrimos. Nos da una lección de humildad, como dice Carl Sagan, pues lo infinito implica la descentralización, la relatividad y pluralidad de sus elementos. Se nivelan las jerarquías aun cuando insistimos que somos la especie más “inteligente” (sea lo que signifique eso), pues no hay una certeza de que lo seamos. Siempre existe la posibilidad del Otro, que no sería realmente superior, sólo diferente. El tiempo, entonces, también se relativiza y constriñe a nuestra vivencia personal: lo medimos con nuestro cuerpo y nos adscribimos a las pautas que hemos acordado como especie.

Esto da pie a relatos pesimistas, nihilistas o misántropos. Puede desmotivar o atemorizarnos el no poder aprehender o dominar la realidad porque nos excede. A la Tierra finita la podíamos moldear, no así al cosmos; pero justo ahí radica su virtud. Somos parte de él, sus leyes nos gobiernan y, como dice otra vez Carl Sagan, nos constituye la misma materia de las estrellas. No somos ni superiores ni inferiores, ni distantes ni ajenos, y por lo tanto nos podemos reconocer en el cosmos.

Esta ciencia ficción de viajes espaciales es diferente a la de la distopía, el cyberpunk o el horror cósmico. Sus eventos surgen de dos fuentes: la voluntad humana y el elemento cósmico desconocido —ya sea que se presente inusitado o que los humanos lo hayan detectado y vayan tras él—. Los sujetos se mueven, tocan y afectan el espacio, y por lo tanto no son insignificantes ni están desamparados en él. Parece paradójico que la inmensidad del cosmos no minimice el valor de lo humano. En realidad lo resalta, pues la ficción versa sobre virtudes como la valentía, la colaboración, la aceptación de la diferencia, el respeto a lo desconocido y nuestra creatividad para sobrevivir o para buscar el bienestar propio y ajeno. No dice que siempre las ejercemos con rectitud, pero su existencia permea todo contexto humano.

Es común escuchar que estas historias son sosas, cursis, ingenuas o inverosímiles. ¿Humanos que superan sus instintos destructivos? ¡Imposible! Esto me hace pensar en Ursula K. Le Guin, quien dice: “The trouble is that we have a bad habit, encouraged by pedants and sophisticates, of considering happiness as something rather stupid. Only pain is intellectual, only evil interesting” (El problema es que tenemos el mal hábito —promovido por pedantes y sofisticados— de considerar a la felicidad como algo estúpido. Sólo el dolor es intelectual; sólo lo maligno, interesante). ¿Será que mi incursión por Cosmos, de Carl Sagan, las primeras temporadas de Star Trek y las imágenes del James Webb me han motivado a dirigir al Nautilus a un territorio que se resiste a la desesperanza? Son historias donde nuestra “limitada” constitución ofrece soluciones a conflictos encontrados o autogenerados. En Star Trek es común que la resolución surja de nuestras “frágiles” emociones, nuestro “imperfecto” cuerpo o nuestra “primitiva” cultura. Y en Cosmos se nos dice que el estudio del universo es el estudio de nosotros mismos, y así marcamos un camino donde es posible querer al mundo y, como consecuencia, a nosotros. Nuestra esencia humana es lo que nos hace singulares; en nuestra simpleza y humildad somos especiales.

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AQUÍ puedes leer Primero sueño.

AQUÍ puedes leer Sizigias y cuadraturas lunares…

AQUÍ puedes leer Mejicanos en el espacio.

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Ana Marina Ortiz Baker

Soy de Monterrey, Nuevo León, México.

Desde la licenciatura estudio la ciencia ficción y la fantasía, y estoy por terminar una maestría en Literatura Hispanoamericana.

Mi tesis de investigación fue sobre el cyberpunk mexicano, en específico el tema del espacio y su relación recíproca con los personajes.

Me gustan los temas del cuerpo, la mujer, la ciudad, los mitos, la magia y la naturaleza.

Los conocimientos que tengo, que son un tesoro para mí, aún tienen mucho que crecer.

Twitter: @maro_baker

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