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INTUICIÓN ARÁCNIDA

Ana Paula Rumualdo

 

 

 

Recorría los pasillos PQ de la Biblioteca Central de la UNAM en busca de alguna lectura  inquietante. Entonces me topé con un título que llamó mi atención: Los sueños de la bella durmiente. La portada era un seductor collage. De inmediato lo pedí prestado y comencé a leerlo en largo trayecto que empezó en Copilco y terminó, por hipnótica distracción, en Indios Verdes.

SUEÑOS

Un mundo fantástico (y en español) se abrió ante mis ojos. Era el año 2000. Desde entonces quise encontrar ese libro y ponerlo en mi cabecera para que me contagiara con sueños verdes.  El autor, me imaginé, debía ser un hombre famoso, asediado (lo merecía) y completamente extraño.

Los sueños de la bella durmiente fue escrito por Emiliano González en 1978, cuando tenía 23 años, y lo hizo acreedor del premio Villaurrutia. ¿Pero cómo carajos se tiene todo ese bagaje, toda esa riqueza a tan temprana edad?, me preguntaba, y en una ingenua respuesta me imaginaba a González como al mismísimo Roderick Usher, pero aquejado por una extraña enfermedad que le impedía exponerse al sol. Sus padres, cultísimos, habían decidido educarlo en casa y dejar a su disposición su maravillosa biblioteca personal.

No fue sino hasta que pasaron 9 años que el súper poder librero de Miguel puso no uno, sino dos ejemplares de Los sueños de la bella durmiente en mis manos. Con eso ya podía quedar en paz. Nunca imaginé que conocería al autor, pero la suerte quiso ponerme frente a él para darle, junto con Miguel, unos ejemplares de Penumbria.

De aspecto dulce y trato muy cortés, nos invitó a pasar a su casa, una cápsula en el tiempo en cuyas paredes conviven Toledo, Cuevas, Beardsley, Khnopff y, por supuesto, González. La amena charla de café transcurrió rápido y nos dio un montón de material impreso hace 30 años que conservaba en perfecto estado. Nos contó sus desventuras con un director editorial que, afectado de mochería, censuró sus cuentos y terminó por cerrar filas ante su escritura a la que tachó de enferma.

“A veces escribía algún texto y, años después, al leer autores hasta entonces desconocidos para mí me daba cuenta que su trabajo tenía reminiscencias con lo que yo había escrito. Eso prueba que existe la intuición literaria”, nos decía mientras yo hojeaba una de las revistas que nos había dado, la que contiene el cuento titulado «La hija del dios arácnido».

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Con un poco de nervio, le dije que justo acababa de notar el parecido entre su cuento y mi «Canción de cuna para dormir arañas». “¿Viene aquí?”, dijo señalando el ejemplar de Penumbria. “Sí”, contesté rogando por que no lo abriera, pero lo hizo. “Me gusta, es contundente, ¿me lo firma?”. A punto estuve de hacer ojo Remi, mezclado con Oliver a punto de fallar un gol en Los Súpercampeones y con Simba cuando se da cuenta que su papá está muerto. Pero qué buena onda, aunque no sea cierto, aunque tal vez me esté muriendo como en «El Sur» de Borges. Qué alegría morir en la vereda pavimentada por el autor, el mito.

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dognadiablaANA PAULA

Abogada confesa. Expía sus culpas a través del cine y la literatura de género

@DognaDiabla