Seleccionar página

LA CASA EMBRUJADA

Amaranta Monterrubio

 

Todos en la familia sabíamos que la casa de la abuela estaba embrujada. Sería acaso su estructura rarísima de pasillos intrincados que llevaban de una habitación a otra, los tragaluces en los techos o las paredes repletas de santos que no dejaban lugar a la duda. La abuela siempre ha ocupado todo el espacio disponible con plantas y flores que por alguna razón crecen más allá de lo normal. Esa casa es donde más espacio tuvo para expandir ese jardín que le florece desde adentro.

Después de que sus hijas se fueron, la abuela destinó varias de las habitaciones como bodegas para almacenar mercancía de sus múltiples negocios. Sus nietos siempre evitábamos esos cuartos porque eran los más embrujados, desde donde salían huellas, aventaban bolsas, se veían pasar sombras o flotaban visiones fantasmales.

Que entre adultos y niños se dijera que la casa estaba embrujada, nunca nos hizo visitarla menos. De hecho, podría asegurar que si alguno de nosotros aprendió alguna plegaria es porque la abuela nos aseguró que era la única arma contra los fantasmas. Los espectros no eran una anomalía, sino algo tan cotidiano que nunca nos preguntamos a qué se debía que estuvieran allí. ¿Pero por qué los fantasmas tenían predilección por los cuartos ocupados por las cosas acumuladas de la abuela?

Esther Seligson, en su cuento “Voz sin sombra” del libro Cuerpos a la deriva (Cuadrivio, 2016), recrea de forma poética la voz de Ifigenia. Según el mito griego, Agamenón mata un ciervo en una arboleda sagrada y se ufana de ser el mejor cazador. Cuando viaja para participar en la Guerra de Troya, la diosa Artemisa le impide el paso, buscando venganza por lo hecho al ciervo. Según Calcante, el adivino que acompaña a Agamenón, la única forma de apaciguar a la diosa es sacrificando a su hija Ifigenia. Agamenón acepta.

*

*

La casa de la abuela se encontraba en el pueblo de San Lorenzo Tlalmimilolpan, Teotihuacán, Estado de México. Un lugar que apareció en los medios a raíz de una noticia muy perturbadora a principios de los dosmiles. En la casa de al lado, donde vivían los dueños de una granja de pollos, secuestraron a la nuera del patriarca y dueño principal de la granja. El secuestro fue muy sonado por el tiempo tan prolongado de captura y por lo agresivo que resultó. Cuando encontraron a aquella mujer, a quien llamaremos Alma, ella aseguró reconocer una de las voces de los secuestradores. Con la investigación se descubrió que la había raptado alguien de su propia familia. ¿Qué implica para una persona ser entregada a la ignominia por su propia estirpe?

«No sé si me siento a mí misma o a otra que quisiera desperezarse por debajo de la piel que ha caído, serpiente seca, sombra de muchas sombras fenecidas…»

*

San Lorenzo Tlalmimilolpan, Estado de México.

*

En esos días, cuando patrullas y cámaras invadían la calle, el abuelo subió a la azotea. Dice que no se acuerda si lo hizo para arreglar un desperfecto o para observar el trajín de los medios y la policía. Tropezó con un tragaluz, rompió el cristal y cayó por el agujero del techo, lastimándose la pierna, las costillas y el brazo. El golpe fue tan fuerte que necesitó rehabilitación. Debía tomar terapias para recuperar la movilidad. Las dichosas terapias eran muy caras y ellos no tenían el dinero suficiente. Dice mi abuela que en ese momento decidió vender la casa. Sostiene que fue para pagar la rehabilitación del abuelo, pero intuyo que presintió el destino que le sobrevendría al pueblo.

La abuela comunicó la decisión al resto de la familia y nadie pareció inmutarse. De hecho hubo tanta indiferencia ante la noticia que ella sintió que les era intrascendente. Al día siguiente que decidió vender la casa, ya estaba alguien tocando a su puerta. Era Alma, la mujer que había sido víctima del secuestro. Dijo que iba a divorciarse y necesitaba una casa donde vivir. La abuela aceptó vendérsela, pues vio en su rostro una tristeza muy profunda que le hizo pensar que los jardines, las frutas de los árboles y las flores podrían devolverle algo de vida.

«Aquí estoy, sentada, quieta, y sin embargo me tambaleo, crujen los huesos como madera herida por un sol a plomo o ramas de tamarisco barridas por el huracán…»

*

San Lorenzo Tlalmimilolpan, Estado de México.

*

La mudanza fue muy rápida. En menos de una semana todas las memorias de infancia, las colecciones de ranas y las imágenes de santos fueron empacadas. La abuela no se llevó una sola planta, un árbol, nada. Dejó su jardín florecido a la siguiente dueña.

Una vez que la abuela se instaló en su nueva casa cerca de las Pirámides, comenzaron los sueños. Cuenta que se le presentaban dos escenas recurrentes. La primera era que aunque la casa ya estaba pagada, la abuela no la había entregado, en el sueño estaba aferrada a quedarse, pero con el pendiente de estar en deuda con Alma. Despertaba con opresión en el pecho y sudor frío. En el otro sueño, la pared que separaba a la casa de la abuela de la del patriarca había sido derrumbada, pero nosotros habíamos regresado a habitarla, invadiéndola, y dividiendo con piedras las dos casas. Tan pronto la abuela se atrevió a contar los sueños, todos le revelamos que también soñábamos constantemente con la casa, que seguíamos atravesando sus puertas y pasillos, comiendo de sus frutos y flores. Así, ella entendió que la noticia no había sido trivial, que a todos los inundaba la tristeza, pero no queríamos entrometernos en su decisión.

«Somnoleo acunada por el silencio de las voces muertas, su dulzón resabio, oleoso desfallecimiento de los músculos, oscilación de girasoles mientras el sol los encandila.»

*

El sacrificio de Ifigenia (Museo Nacional de Arqueología de Nápoles)

*

Más allá de manifestaciones oníricas del duelo, imagino que la casa extendió sus enredaderas hasta nuestros sueños para despedirse de nosotros. Siento como si nos hubiera devuelto algo, pues cada cual soñó con su lugar favorito de la casa, con una escena pasada o con un acontecimiento futuro que ya no ocurriría. Años después, Alma le aseguró a la abuela que nunca había sido molestada por un fantasma. Sospecho entonces que la casa, en esos sueños, nos devolvió a nuestros espectros. Probablemente nosotros causábamos su hechizo, pues las casas no sólo abrigan la presencia de carne, también contienen a nuestros fantasmas. El embrujo era la abuela y los que la rodeábamos.

«Quisiera que todo terminara de callar en mí, a empezar por la sangre que me provoca sed, tanta sed de tonalidades verdes, muchos verdes; y después las pisadas, sí, unos pasos como de viento mojado que me recorren en los oídos y en las sienes…»

Recuerdo que la primera vez que leí el cuento de Seligson, lo primero que pensé fue que eso estaría pronunciando la casa de San Lorenzo, era su voz, y cómo no, si su nueva dueña era una Ifigenia, una mujer que fue moneda de cambio para su linaje.

«Dijeron que un viento divino me llevó. Dijeron tantas cosas, tantos ojos me miraron y ninguno vio nada… Mi historia ni siquiera es asunto de seducción celestial, de rapto, de retar al Destino, de rebelión trágica, de castigo por hybris o transgresión: inocente soy, estúpidamente libre de culpa alguna, víctima de un capricho olímpico…»

*

El sacrificio de Ifigenia (Giaquinto, 1759-1760)

*

Por desgracia, Alma no se recuperó de la depresión. Dejó morir los jardines, los árboles no volvieron a dar frutos y la casa quedó marchita, descascarada de pintura y cubierta de polvo.

«De la muchacha Ifigenia no queda rastro, no queda nada salvo un aliento apretado a la piel que precoz se corrompe apretujada a un cúmulo de huesos que sólo ansían yacer secos, quebrados entre las raíces de estos árboles que tienen más vida y sustancia que yo…»

Ese secuestro cayó en el pueblo como una maldición, pues a partir de entonces se convirtió en un lugar de casas de seguridad a donde llevaban a secuestrados y habitaban miembros del crimen organizado. Conocidos de la abuela fueron asesinados a pleno día en la calle.

«Y nadie quiere hacerse responsable por esas sangres derramadas que huyen entre la hojarasca…»

Tapiaron el panteón y las lápidas quedaron destrozadas o enterradas bajo el cemento. La abuela ya no tuvo a qué volver, ni siquiera era posible visitar a sus muertos.

«[…] soy un túmulo vacío vaciándome día con día de luz, de esperanza, de vida, una vida que no termina por terminar de escurrirse pese a los intentos por deshabitarla de mis venas…»

Por suerte, la abuela se fue a tiempo. En su casa actual florecieron otros dos frondosos jardines y se encuentra en proceso de montar su negocio de plantas exóticas en un invernadero. Volvieron a espantar en su casa. Las presencias la habitan de nuevo. Casualmente, el espectro es una mujer vestida de verde, su color favorito.

*

A Selva le gusta este libro.

**

AQUÍ puedes leer «Voz sin sombra».

****

Amaranta Monterrubio

Ha sido sonidista, diseñadora sonora y editora de video sólo para descubrir que su vocación era preparar café para sus invitados y escribir.

Publicó el libro de cuentos Llegará el silencio (Cuadrivio Ediciones, 2020).

Dirige la productora audiovisual Gatanegra.

@nemitlazohtla

¡COMPÁRTELO!

Sólo no lucres con él y no olvides citar a la autora y a la revista.