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LA HUIDA

 

Cuento de Emiliano González (incluido en Los sueños de la bella durmiente, 1978) en el que se inspiró Sam Duarte para ilustrar la portada de Penumbria diez.

 

 

Portada

LA HUIDA

Emiliano González

 

 

 

Vitrales rotos a pedradas consumaron la pesadilla. Fui saliendo, poco a poco, de un miasma opresivo de ladridos de perro, de caras anónimas, de murmullos untuosos. La escena de los vitrales perfeccionaba mi ahogo. No pude integrarme de nuevo al sueño, por temor a reanudar la pesadilla, de la que sólo quedaban jirones púrpuras, ecos obstinados de una estridente blasfemia. Intenté leer, en vano: una pantalla de terrores indefinidos se interponía entre mis ojos y el texto. Resolví dar un paseo corto, para disipar en la calle una angustia creciente. Con mi abrigo encima y mi bufanda bajé las escaleras, encendí un cigarro y me encaminé hacia la rue de Pantin. A esa hora, las cuatro, cualquier distrito habitual se convierte en el decorado inquietante de una olvidada pieza de gran guiñol. Rue de Pantin es, de día, un museo de antigüedades jocosas, agravado por el incongruente olor a mariscos frescos y por la música de organillo. De noche aparece su rostro más íntimo, cuando todos los risueños espectáculos concluyen, suprimidos por un telón metálico verde, y el caminante esquiva los ojos de agua, temiendo que un brusco chapoteo despierte a las muñecas cojas y a los arlequines leprosos. Ocho cuadras irregulares agotan la rue de Pantin. Cruzado el Sena, llegamos a un parque público y, más allá, a una iglesia y a un teatro. Yo me detuve en el puente —cuyo nombre ignoro— y arrojé la colilla en un charco: se extinguió con un siseo de diez segundos durante los cuales mi corazón, sin motivo aparente, redobló sus latidos. Miré a mi alrededor. Bajo un farol caduco, a unos pasos de donde yo estaba, un bulto sin nombre imponía su misterio. En cualquier otra ocasión, a cualquier hora del día, bien habría podido tomarlo por un gran bote de basura o por una pila de andrajos. Entonces, me pareció un hombre de espaldas anchísimas, gigantesco y dormido, con la cabeza entre las rodillas y los brazos cruzados. «Engendro de mi fantasía», dictaminé en voz alta, «¡Esfúmate!»… Más me habría valido interrogarlo en silencio: el «engendro» se levantó pesadamente y, con los dos únicos dedos de su mano derecha, apagó la llama del farol, que le llegaba más o menos hasta la cintura. Yo di media vuelta y, con el horror pintado en el rostro, eché a correr por el puente.

Hay, en alguna parte del cuerpo de quienes no veneran el deporte, un vigor extra que sale a relucir en casos de urgencia. Gracias a él, alcancé de inmediato las rejas del parque y de un ridículo salto las traspuse. Fui a esconderme tras un quiosco, para considerar la situación: ¿estaba huyendo? Y en ese caso… ¿de qué? Una noche antes, el vecindario había celebrado un carnaval ruidoso; entre sus participantes figuraron numerosos hombres en zancos, envueltos en mortajas, parecidos al ogro del farol. Acaso se trataba sólo de un incomprensible rezagado, de un terco borracho que se resistía a dar por terminada la celebración y cuyo sueño alcohólico yo había interrumpido. Acariciaba esa hipótesis cuando un rumor oscuro, como de perros impacientes, volvió a turbarme. Poblé la opacidad geométrica de un grupo de árboles a mi derecha con hocicos espumosos, rebosantes de veneno y ávidos de morder, aunque no pude, ni quise, verificar esa imagen obscena. Mentalmente dibujé un mapa del parque, rincón asiduo de mis ocios vespertinos. Si tomaba por la vereda de los castaños y cruzaba la fuente seca (evadiendo, con ese elemental rodeo, lo que parecía ser un destacamento de sabuesos en busca de diversión) llegaría a la iglesia y, una vez ahí, todo sería más fácil. Me arrastré, como un venado herido, por la ruta de los castaños, pero cuando me disponía a cruzar la fuente advertí, justo al otro lado, a los perros: una inquieta jauría de mastines piafantes —diez o doce—, retenidos nada menos que por el monigote del farol. Con un solo vistazo pude añadir los pocos detalles que faltaban a mi retrato: un jorobado de cuatro metros, de cabeza rapada, mandíbula prominente y orejas largas. En la mano izquierda coincidían las diez o doce cadenas sujetadoras de los perros; en la mano derecha, un tubo de metal alternaba sus posibilidades de bastón o de macana. «El muy borracho», pensé, «toma su papel demasiado en serio”. Además, observé sin darme mucho crédito, «¿qué horas son estas de pasear a los perros?»

Ensayé un silbido casual —jugarreta que no da resultados ni siquiera en el cine— y me dispuse a desandar el trecho recorrido, sin mirar a la espalda. Castaños, quiosco y…

Al llegar a las rejas me detuve. Desde ahí es posible abarcar la perspectiva del puente y el comienzo de la rue de Pantin. Me froté los ojos, incrédulo, al ver que junto al farol seguía, inmóvil como un espantapájaros, el hombre de zancos, el borracho, el gigante o… lo que fuera. Un escalofrío gótico me recorrió la espalda. ¿De modo que el parque, mi barrio y, acaso, París entero sufrían la invasión de un verdadero ejército de «hombres de zancos», algunos reforzados por mastines, y con intenciones del todo misteriosas? La ingenua desmesura de la idea era una invitación a reír. Mientras lo hacía, supe con integridad que no volvería a mi casa, por lo menos esa noche: mi objetivo seguía siendo la iglesia, el refugio más seguro de momento. Enfilé hacia el grupo de árboles geométricos, doblé a la izquierda y me deslicé entre dos rejas que me eran familiares. Mi meta no estaba lejos. En la acera de enfrente, corrí. Al pasar junto a una entrada de Metro, en la esquina de la iglesia, volví a oír a los perros. Ladraban. Ladraban desde el fondo de la estación de Metro. Imaginé a los perros subiendo escaleras, enloquecidos, atropellándose, llevando a rastras a su imponente dueño, en un delirio vertiginoso. «¿Cómo se introdujeron ahí? Todas las estaciones de Metro cierran temprano, con candado…»

Empujé la puertecilla del patio de la iglesia. Golpeé con todas mis fuerzas en el portón. «Alguien», supuse, «debe ocuparse de doblar las campanas. Es una costumbre, un rito» (los ladridos de los perros eran cada vez más próximos). Entonces, con el peso de mi cuerpo, el portón cedió. Me apresuré a entrar y a dar vuelta a la llave en la cerradura.

La iglesia era mía.

Tres haces de luz lunar iluminaban el centro del recinto, formando un óvalo de plata. Me ubiqué en medio. Recogidos en el ámbito azulado de sus cuadros, me escrutaron rostros anónimos, rostros de santos. Murmullos untuosos se enroscaban alrededor de la iglesia, como una gran serpiente cuyas manchas fueran ladridos.

Vitrales rotos a pedradas consumaron la pesadilla.