LA INVENCIÓN DE LO FANTÁSTICO
Alexis Uqbar
He frecuentado las narraciones de Kipling y las alegorías de Chesterton; he acudido, no sin asombro, a los ámbitos de Papini y a las pesadillas de Kafka; he leído (he procurado leer) profusamente la obra de Borges y las composiciones de Poe; no he ignorado a Lugones, a Maupassant, a Buzzati, a Alfonso Reyes, a Juan Rulfo, a Bioy Casares, a Wilde, a Bécquer, a Stevenson, a Wells, a Cortázar, a Carlos Fuentes, a Gustav Meyrink, a García Márquez, a Carroll, a Emiliano González, a Henry James, al Génesis y a los Evangelios. Además de preferencias personales, el censo heterogéneo de nombres que la pluma -acaso un poco atrofiada ya por el desuso- me ha espoleado a pronunciar comporta una característica que premedita la escritura de esta página: la invención de lo fantástico.
Otros nombres hay que no he mencionado (Ray Bradbury, J. R. R. Tolkien, H. P. Lovecraft, etc.), no por una falta de escrúpulos sino por una negligencia fundamental. Wells ha escrito que un relato fantástico precisa un solo hecho insólito y los demás cotidianos. El Evangelio nos habla de un único Redentor, no de un tropel de redentores. A poco de frecuentar a Cortázar, entendemos que todos los hombres son propensos a las experiencias fantásticas. Kipling abunda en fantasmas y Borges en misteriosos y maravillosos objetos. Lugones concertó admirables juegos científicos y minuciosas reelaboraciones bíblicas. Poe detalló hechos atroces y Rulfo urdió, bajo el espectro de Faulkner, una población de descarnados. Meyrink compuso un lúcido sueño cabalístico. Kafka complicó las paradojas eleáticas y las cambió en infinitas y laberínticas pesadillas. En Felisberto Hernández los objetos -una piedra, una silla, un cigarrillo- cobran conciencia y prodigan soliloquios metafísicos. Giovanni Papini escribió los cuentos que ningún otro habría podido escribir, no por incapacidad de la lengua sino por carencia de la imaginación.
De la egregia pluma de estos autores ha surgido, como yo lo entiendo, la mejor literatura fantástica.
En el prólogo a la Antología de la literatura fantástica Bioy Casares declara que las ficciones fantásticas son anteriores a las letras, viejas como el miedo. No es injusto ese dictamen; podemos remontarlas al sueño o a la cosmogonía (es difuso el cerco que parcela ambas palabras; rigurosamente, todo sueño es una cosmogonía). Un hombre sueña en Mesoamérica que la lluvia es el atributo de un dios imponderable y otro, frente al Egeo, que el sol es una de las caras de Apolo. Aquí tenemos a los primeros precursores del relato fantástico.
Escritas, las ficciones fantásticas se encuentran originalmente en los sistemas filosóficos del oriente, en la Biblia, en Homero y en Las mil y una noches. Como género literario, aparecen hasta el siglo XIX, bajo los signos de E. T. A. Hoffmann y Edgar Allan Poe. A este último es imputable la estética de lo fantástico. Influyó a Baudelaire (quien lo tradujo y lo propaló al mundo) y a los simbolistas franceses. Ángeles, miasmas infernales, muerte y ámbitos ateridos abundan en la estética simbolista.
Poe, el desdichado Poe, vindicó el relato breve e hizo de él -como observa Cortázar- una habitación de lo fantástico, una alcoba de lo sobrenatural. No pocos relatos –La verdad sobre el caso de M. Valdemar, William Wilson, El gato negro, El retrato oval– son lacónicas y suficientes obras maestras. La fantasía -la imaginación, como corrige García Márquez- es el abrevadero del cuento. Son escasas las novelas que comportan una fantasía elemental; Drácula de Stoker, Frankestein de Shelley, El golem de Meyrink, La metamorfosis de Kafka, Dr. Jekyll & Mr. Hyde de Stevenson, Cien años de soledad de García Márquez, son algunas de las más citadas. Emilio Carrilla anota: «Las posibilidades de lo fantástico están en la esencia del cuento, en su intensidad, su predominio narrativo y su final inesperado.»
El cuento es, como la poesía, un género perfecto. Es el lugar idóneo para la invención fantástica. Borges nos abruma por su densidad, por su prosa perfecta, cara a Paul Groussac y a Reyes; Leopoldo Lugones -tan olvidado y de cuya potestad no podremos desprendernos jamás los escritores fantásticos latinoamericanos- posee, por lo menos, un puñado de singularísimas obras maestras: Yzur, La lluvia de fuego, La estatua de sal y Los caballos de Abdera, compilados en el volumen de Las fuerzas extrañas. Además de trasladar los ritmos del simbolismo al arduo castellano, a Lugones debemos la creación fantástica en Latinoamérica.
Ya en el continente, el relato fantástico encuentra a sus mayores exponentes. Horacio Quiroga (tan parecido pero tan inferior a Kipling), Felisberto Hernández, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar, Juan José Arreola, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, etc.
Hasta la aparición en 1940 de la admirable Antología de la literatura fantástica, el género fantástico había sido desdeñado y menoscabado por el consenso crítico. Un grupo de intelectuales de lo irreal pergeñó, para desmedro de los naturalistas, una obra cuyo primordial precepto es (la frase es de Cortázar) el sentimiento de lo fantástico. Ese grupo lo configuran Borges, Bioy y Silvina Ocampo.
Como Inglaterra, como el Medio Oriente, Latinoamérica es y será siempre esencialmente fantástica.
Arribo aquí -tras el farragoso y misceláneo esbozo liminar que humildemente he tributado arriba- al fundamento de esta página. Bioy, Cortázar y García Marquéz condicen en un aspecto: no hay definición de “fantasía” que no sea del todo baladí. Cada escritor, cada individuo, postula sus propias leyes fantásticas (ruego se me redima el oxímoron; ley y fantasía son términos que se contradicen). La invención de lo fantástico nace con el sueño y se documenta con la vigilia, pero, entre el sueño y la vigilia, ¿qué diferencia cabe?
Julio Cortázar habla de hiatos de la realidad que se colman con fenómenos inexplicables. Análogo al sentimiento de lo fantástico de Cortázar es el sentimiento de absurdo de Camus. Sensaciones de irrealidad, perplejidad o vacilación (como asevera Todorov) son indiscutibles modos de invención fantástica. Todo el tiempo estamos urdiendo ficciones. Somos, de hecho, una ficción. Quien recorra con gravedad los volúmenes de Berkeley entenderá lo postrero.
Lo fantástico es esencia y elemento, polvo y hálito, se encuentra inevitablemente en el decurso de nuestros días, en la sucesión de nuestras horas. La fantasía es una forma de vida: es un sentimiento.
El gnosticismo nos suministra una palabra afín a fantasía: milagro. El mundo se encuentra regido por ellos. Y si -como aquilatan Emerson y Whitman- la vida es un milagro, es justo asimismo afirmar que la vida es, por definición, un hecho fantástico.
Saque el quimérico lector sus conclusiones.
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Postdata
No quiero renunciar a esta página sin ponderar a Tolkien y a Lovecraft. Si he recusado su tutela en el texto anterior es porque he aceptado y adoptado el procedimiento de Wells: un hecho fantástico y los demás cotidianos. Tolkien y Lovecraft son creadores de atmósferas, de mundos, de mitologías. Sus ámbitos no pertenecen a la realidad cotidiana, la superan. Mi negligencia es también holgazanería; me es más sencillo imaginar que un hombre a la vera de un estanque se encuentra con su yo del pasado, como han querido Giovanni Papini y Jorge Luis Borges, a imaginar una profusión de espléndidas arquitecturas en las diversas y mágicas regiones de la Tierra Media. Borges diría que el lector (yo) no se resigna a imaginar tantas cosas fantásticas a un tiempo.
Acaso me siento más propenso a despertar una mañana convertido en un deplorable insecto que a congregarme algún día con una legión de elfos.
No soy un lector metódico: leo lo que quiero cuando quiero. Desconozco a los contemporáneos. Soy clasicista.
Disculpe el lector el vértigo y los rudimentos dialécticos de las líneas precedentes.
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Alexis Uqbar (1992)
Profesional de la derrota. (Se inició, hace algún tiempo, un incierto proceso en su contra; no sabe quién le acusa ni por qué.) Mientras escribe, falsas e invisibles manos se tienden sobre él; lo que lo ha llevado a conjeturar que su musa es, en realidad, un demonio. Schopenhauer, Emerson, Dostoievski, Kafka, Borges, figuran en su nómina de autores predilectos.