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LA MIRADA FANTASMA

Rafael Villegas

 

Del 29 al 31 de mayo de 2013 se realizó en Guadalajara el VI Foro de Novela Negra, Literatura de Horror y Suspenso, organizado por la Coordinación de Artes Escénicas y Literatura de la UDG. En el evento participaron, entre otros, los escritores Cecilia Eudave, Godofredo Olivares, Bernardo Esquinca y Rafael Villegas. Este último intervino con la charla “La mirada fantasma”, cuya transcripción revisada presentamos a continuación. Cuando comienza la charla, la luz está apagada.

Quiero pedirles un favor: cierren los ojos. Ahora imaginemos que estamos a pocos años de que termine el siglo XVIII, estamos en Europa, Francia en específico. Un monasterio de capuchinos. Piedras por aquí y allá. Pasillos oscuros, largos. Muchas puertas. Caminamos. No sabemos muy bien qué esperar de nuestra visita. La gente cuenta infinidad de anécdotas, pero hay que ver para creer. Eso dicen. Buscamos las miradas de los demás visitantes. La noche nos inquieta a todos por igual. Y el frío de la noche. Y los ruidos de la noche. Y nuestras pisadas sobre la tierra, caminando junto a tumbas de monjes de otros tiempos. Pero sobre todo nos inquieta la noche, que ahora mismo es más un estado mental que una condición astronómica. Seguimos caminando y de pronto estamos aquí, en un salón amplio, iluminado por un candelabro justo sobre nuestras cabezas. Hay bancas, como de iglesia, de iglesia justamente, esperándonos. Nadie se quedará de pie, hay espacio para todos. Pasan unos cuantos minutos, ya estamos sentados, algunos entretenemos los nervios quitando, no sé, un pelo de gato de nuestra ropa. Entonces aparece ahí, al frente, un tipo de no más de cuarenta años. Una nariz grande, enormes patillas que se confunden con la barba. He aquí el hombre, que pronto comienza a hablar y nos quedamos callados.

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Dice llamarse Robertson, aunque algunos sabemos que no es inglés, sino belga, y que su nombre real es Étienne-Gaspard Robert. Robertson se oye más espectacular, supongo. Después de todo, más que un hombre de ciencia, es un hombre-espectáculo, un mago. Apenas deja de hablar y el candelabro, encima de nosotros, se apaga. Oscuridad profunda, tinieblas, no podemos ver sobre el hombro de quien está sentado adelante. Ruido de lluvia. ¿Llovía cuando llegamos? No. Es algo distinto que se hace pasar por lluvia. Efecto de lluvia. Lo que importa es que la oímos y nos convencemos de que llueve. Comienza a sonar una campana, fúnebre y profunda, y nos acordamos de las tumbas de monjes que acabamos de pasar ahí afuera. Tememos que alguno de estos monjes muertos, el más terrible de todos, el que tenía placeres más retorcidos cuando estaba vivo, salga de la tumba y se haga presente. Tonterías para reírse, ¡estamos en el siglo de las luces!, por favor. Respiramos más tranquilos, pero seguimos vigilando, incluso nuestras espaldas. Sólo por si acaso. Entonces se escucha la armónica de cristal.

Expectación. Hay que considerar que siempre es posible más oscuridad. En la lejanía, allá, al fondo del salón “aparece un punto misterioso: se dibuja una figura, primero pequeña, luego se aproxima a pasos lentos, y a cada paso parece hacerse más grande” (E.G. Robertson, en Milner, 12). Es un hombre. Insólito, nos engañan los ojos: Robespierre, líder de la revolución, gobernante de la Francia durante los dos últimos años y, lo más importante, decapitado hace apenas unas semanas. Vimos su cabeza rodar en la Plaza de la Revolución de París. Pero es él, o alguien que se le parece. Como sea, el prodigio está hecho. Si es él, se trata de su fantasma, inconcebible; si no lo es, se trata de una ilusión tan poderosa que hay quienes desenvainan sus espadas y se lanzan contra el aparecido Robespierre. La primera estocada fallida revela la inmaterialidad de su cuerpo. Robespierre está ahí y a la vez no está. Y en un instante, ante los ojos de todos (y esto es importante: ante los ojos de todos nosotros) se esfuma.

Podemos encender la luz.

Hemos sido testigos de lo fantástico. Los milagros de Robertson necesitan de ojos que den testimonio. Y la noticia corre por todos lados. El espectáculo de Robertson atrapa el corazón mismo de la imaginación de sus contemporáneos y, muchos años después, halla la forma de anidarse en el centro mismo de nuestra imaginación.

Por supuesto, Robertson no estaba solo en este negocio de las ilusiones. Si las fantasmagorías (que así llamaba Robertson a sus ilusiones) tuvieron éxito fue por varias razones. La principal: el desarrollo de la investigación óptica desde el siglo XVI (Milner, 13). En 1590, Leuwenhoek inventó el microscopio; en 1609, Galileo planteó la lente astronómica; en 1644, Athanasius Kircher dio su forma última a la linterna mágica, el primer proyector de imágenes. Este último caso, el de la linterna mágica, tiene implicaciones muy profundas en la imaginación y en la forma en que miramos el mundo ahora.

La cámara oscura permitía la proyección de lo real a través de un orificio (lente convergente) en una de las paredes de la cámara (muchos pintores desde la época de Leonardo la utilizaban para pintar encima). La linterna mágica, por el contrario, era capaz de proyectar sobre el mundo visible imágenes enteramente creadas. Por ejemplo, láminas religiosas que con la fuente de luz adecuada hacían su portentosa aparición. En esta otra ilustración, la Basílica de San Pedro aparece en el escenario de un teatro neoyorkino.

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El mismo Athanasius Kircher, jesuita, invitaba en sus tratados a que se evangelizara a los naturales de América con ayuda de la linterna mágica: ningún argumento más sólido para mostrarles las delicias del Paraíso o, por el contrario, los padecimientos del Infierno.

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En estos ejemplos hay dos clases de representaciones: representaciones de lo visible (la Basílica), por un lado, y de lo invisible (el demonio), por el otro. Evito de manera muy consciente hablar de imágenes de la realidad frente a imágenes de la irrealidad. Y lo hago porque entiendo la realidad como todo aquello que puede ser pensado. No como todo aquello que existe o es, sino como todo aquello que se puede pensar. Así lo planteaba David Bohm, un físico del siglo XX que hizo importantes aportaciones a la teoría cuántica y al estudio del cerebro. Bohm hacía notar que la palabra realidad “tiene su origen en las raíces ‘cosa’ (res) y ‘pensar” (revi). ‘Realidad’ significa ‘todo aquello que se puede pensar” (Lugnani, en Ceserani, 85). El sentido etimológico puede o no ser convincente, y bien puede ir en contra del sentido común, pero no por eso deja de ser sugerente. En fin, la linterna mágica no coloca en el mundo imágenes de lo real y de lo irreal, sino imágenes de lo visible y de lo invisible. Una distinción que pudiera ser mucho más clara, pero sobre todo más útil para analizar este asunto.

La distinción entre lo visible y lo invisible pasa por ser una cuestión de la sensibilidad, lo relativo a los sentidos, a uno en específico: el ojo. Si las fantasmagorías de Robertson tienen éxito es porque se opera un cambio fundamental en el régimen de imaginación europeo. El ojo y la vista se colocan en un lugar privilegiado en nuestras formas de conocer el mundo. Y recordemos que éste es un mundo en crisis, no sólo por movimientos sociales y políticos como la revolución francesa, sino por el mismo legado de la Ilustración: este mundo está expulsando a lo sobrenatural de su imaginación. Entonces surge un impulso radical por suplir a los demonios, a los monstruos, a los dioses, a los espectros… ¿y qué mejor sustituto que las ilusiones, las fantasmagorías? La Basílica de San Pedro y el demonio son imágenes de naturaleza distinta (de lo visible, de lo invisible), pero ambas pertenecen desde entonces al reino del simulacro. Ambas son fantasmas de un nuevo mundo. Por supuesto, digo fantasmas no como aquello que muchos suponen queda de nosotros después de morir, sino como imagen de lo que no está ahí, pero pretente estar.

El mismo Robertson, quien había sido religioso, cuenta en sus memorias que tal era su afán por ver lo invisible que se encerró en su cuarto para invocar a Satanás. Le cortó la cabeza a un gallo y esperó durante ocho horas al príncipe de los demonios. Le gritó, lo molestó, lo insultó, se burló de él… pero nada pasó, el Diablo nunca se presentó. Dice Robertson: “Por fin, adopté un partido muy sabio: como el diablo se negaba a comunicarme la ciencia de hacer prodigios, me puse a hacer diablos y mi varita mágica sólo tuvo que moverse para obligar a todo el cortejo infernal a salir a la luz. Mi habitación se convirtió en un verdadero Pandemonium” (Milner, 18). Su “varita”, claro, eran los artilugios ópticos. Hace aparecer a la muerte, a monjas ensangrentadas, a curas en llamas. Esta anécdota resume bien la crisis del régimen de imaginación del hombre europeo que apenas entra al siglo XIX. Hay una ambigüedad evidente, una suerte de imaginación híbrida: estos científicos-showmen saben que los demonios no existen, pero de todos modos los imaginan y hacen como si existieran. En este como si se inaugura la condición de la imaginación fantástica moderna, que se desplegaría de diferentes formas durante los siglos XIX y XX.

Max Milner, un estudioso en quien pueden encontrar una fuente de primer orden para profundizar sobre todo esto que les cuento, sugiere que el desarrollo de la óptica y la popularización de los espectáculos de fantasmagorías transforman, incluso, la representación literaria de lo fantástico. En un libro maravilloso que se llama, precisamente, La fantasmagoría, Milner plantea esta relación de la óptica con la literatura fantástica.

Antes de discutir la naturaleza de dicha relación, quisiera señalar algo que me parece fundamental. Se suele considerar, de manera me parece muy ingenua, que la imaginación no está atada a nada concreto. Cuando estudiaba la Licenciatura en Historia, se solía llamar a la imaginación “la loca de la casa”. Imagínense ustedes. Es común hablar de la imaginación, de manera negativa o positiva, en relación con la locura, por un lado, o la libertad más plena, por el otro. Muchas veces se usan imaginación y fantasía como sinónimos. Pero la imaginación es algo distinto, una actividad mucho más común y menos sublime, definitivamente menos sublime de lo que se supone: la imaginación es la facultad para retener y organizar las informaciones y estímulos que recogen los sentidos. Y esto es algo que se hace todo el tiempo. Si yo les digo las palabras “caballo” y “hombre” sus mentes generan al instante imágenes, fantasmas, de lo que podrían ser un caballo y un hombre. Si les digo “centauro”, la mente opera de otra manera, organizando los conceptos anteriores no a partir de la pura información de la experiencia y los sentidos, de lo visible, sino desde una lógica nueva, de lo que no se ve ni pertenece al espacio de lo sensible (Ferraris, 14). Esto es la fantasía, la imaginación fantástica. De ahí que toda inteligencia, toda ciencia y todo arte son prácticas de imaginación, aunque de naturaleza distinta, por supuesto.

Dicho esto, es posible pensar, como Max Milner, que la imaginación fantástica moderna, la que se desarrolla en el siglo XIX, principalmente, está condicionada por un régimen de imaginación más amplio, que no necesariamente tiene que ver con el arte. Las condiciones de la mirada estaban transformándose. La secularización del mundo moderno no significó, simplemente, la desaparición de los demonios y los monstruos. De hecho, lo invisible encontró la manera de hacerse visible. En esto consiste la mirada fantasma. En el surgimiento de una nueva forma de ver la realidad o, mejor dicho, la aparición de una forma de extender, de ampliar lo real. A los objetos visibles se agregaron simulacros cuya última pretención no fue la de sustituir al mundo por una especie de engaño, sino la de ampliarlo. Comenzar a hacer posible, ya entonces, lo que hoy entenderíamos en la cibercultura como una realidad aumentada.

Hay una historia de Ernesto Teodoro Amadeus Hoffmann (E. T. A. Hoffmann, o como yo prefiero decirle: Eta) que se llama El maestro pulga. Se publicó en 1822, un par de meses antes de la muerte de Hoffmann. No es una historia tan famosa como El hombre de arena, que sirve a Freud para su ensayo Lo siniestro, pero sí es una historia con virtudes. Quizá no la tomaron en serio en su momento por lo descabellado de su trama, pero en ella se presentan algunos elementos fundamentales para pensar la relación entre la óptica y la literatura fantástica. Aparecen, por ejemplo, dos microscopistas (Leuwenhoek y Swammerdamm, nombres de microscopistas reales del siglo anterior a Hoffmann) que en algún momento de la historia sostienen un duelo de lentes. Imagínense, para golpear al contrincante basta con enfocarlo bien, lanzándolo por el aire. Como una pelea de Dragon Ball pero entre nerds cuatro ojos. Les dije que era una novela descabellada. En otro momento, Leuwenhoek, quien maneja un espectáculo de pulgas muy famoso, decide echar a su público con ayuda de un nictascopio, que es un aparato que permite la magnificación de lo microscópico y su proyección en las paredes. De tal manera que el público sale aterrorizado, corriendo y gritando, ante la visión de insectos, con sus patas y pinzas en toda su microscópica monstruosidad.

A diferencia de los aparatos ópticos que aparecen en otras historias de Hoffmann, en El maestro pulga dominan aquellos que tienen que ver con las dimensiones, lo que permite ver en grande lo pequeño, como las lupas. Pero la lupa, y aquí está lo interesante, es un objeto que permite aclarar y ver mejor lo existente. Al mostrarles la monstruosidad de los insectos a su público, Leuwenhoek no pone en operación ningún tipo de engaño o ilusión. Por el contrario, les muestra lo que es, pero con mayor detalle. La lupa, como la ciencia, sirve para desmitificar y desengañar. De hecho, hay en El maestro pulga otro lente fabuloso: la lupa para ver los pensamientos. Un cristal cien veces más pequeño que un grano de arena, que al colocarse en la pupila permite al portador ver lo que pasa en la mente de los demás. Para Max Milner, que discute esto en su libro La fantasmagoría, esta historia de Hoffmann es un síntoma de los límites de la mirada fantasma o fantástica. Al plantear un objeto óptico desmitificador, considera Milner, Hoffmann deja fuera de la imaginación a la incertidumbre y al misterio, que están en el corazón de lo fantástico moderno.

Mi opinión al respecto es otra y con esto quiero cerrar. En los siglos XVIII, XIX e, incluso, XX, no era posible prestar suficiente atención a los alcances fantásticos del simulacro. La lupa de Hoffmann, de alguna manera, nos proporciona una imagen más real de lo real. Acaso una hiperrealidad en ciernes. La función desmitificadora de la lupa, en el siglo XXI, no era tal. Recordemos lo que la ciencia ha encontrado al sumergirse a las escalas subatómicas: las reglas convencionales de la física se rompen y se generan nuevas inquietudes. Entre mejor vemos, más extraño se pone todo. Lo hiperreal, el simulacro, se colocan ahora, me parece, en el centro de las inquietudes de lo fantástico. Quiero que vean esta imagen. Las cinco de la derecha son unas muñecas japonesas cuyas caras fueron “clonadas” a partir de personas reales y construidas con una impresora 3D. Nunca una muñeca se había visto tan parecida a nosotros. Y eso resulta profundamente inquietante.

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En la década de 1970, el japonés Masahiro Mori planteó la Teoría del Valle Inquietante. La teoría postulaba una curva de empatía humana respecto a los autómatas. Habría empatía con el robot en dos momentos: cuando éste fuera claramente distinto en apariencia al ser humano y, por el otro lado, cuando fuera absolutamente idéntico, indistinguible de nosotros. Entre estos dos puntos de empatía se establecería el así llamado “Uncanny Valley” (uncanny es la traducción al inglés de unheimlich, término revisado por Freud en Lo siniestro; es traducido al español, de manera inexacta, como inquietante), en el que se manifestarían sentimientos de incomodidad, ambigüedad e incertidumbre respecto al robot casi humano. Es decir, entre más sutil, apenas perceptible, fuera la diferencia entre el ser humano y su simulacro robótico, mayor perturbación despertaría. Por eso es más sencillo aceptar a la primera muñeca a su izquierda que a las otras. Entre más distinto del ser humano, menos inquietante será el simulacro (WALL-E sería un buen ejemplo de esto).

Aventuremos algo: la imaginación fantástica de este siglo se verá profundamente afectada por las tecnologías que nos permitan hacer ver simulacros más exactos ya no de lo invisible, sino de lo visible. En la mirada fantástica de nuestro tiempo, tal vez los fantasmas ya no se harán presentes con gran escándalo, como en las fantasmagorías de Robertson o en la teoría de lo fantástico de Todorov. Los fantasmas, como el Diablo de la física cuántica, ahora se aparecerán en los detalles. El discurso fantástico, una verdadera máquina de hacer ver, una lupa para leer lo inquietante, nos permitirá sacar a la luz esos fantasmas discretos, los mostrará en toda su belleza y monstruosidad.

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Algunas fuentes:

CESERANI, Remo. Lo fantástico, Madrid: Visor, 1999.
FERRARIS, Maurizio. La imaginación, Madrid: Visor, 1996.
FREUD, Sigmund. Lo siniestro, en E. T. A. Hoffman, El hombre de arena (precedido de Lo siniestro, por Sigmund Freud), Barcelona: Hesperus, 1991.
MILNER, Max. La fantasmagoría, Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1980.
MORI, Masahiro. “Bukimi no tani (The Uncanny Valley)”, en Energy, 7 (4), pp. 33-35.
TODOROV, Tzvetan. Introducción a la literatura fantástica, Buenos Aires: Tiempo Contemporáneo, 1972.

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villegasRafael Villegas (Tepic, 1981)

Su libro más reciente es Juan Peregrino no salva al mundo (Paraíso Perdido, 2012).

www.apocrifa.net / @villegas