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UN BOSQUE OSCURO

ramas tenebrosas, una historia que contar

 

Aglaia Berlutti

 

 

En una ocasión, se le preguntó al lingüista Wilhelm Grimm sobre el poder de los cuentos de hadas, en especial el puñado que junto a su hermano había logrado recopilar luego de años de azarosa investigación y cuya publicación los había convertido en figuras de renombre a lo largo y ancho de Europa. “Las historias siempre son las mismas”, contestó, “se repiten, se transforman, alzan vuelo, pero en realidad los relatos siempre son parte del mundo”. La respuesta no impresionó demasiado a sus lectores, a pesar de lo que podía sugerir una insinuación semejante: los relatos fantásticos y su trascendencia como herencia oral son parte no sólo de un legado colectivo de indudable valor literario, sino también antropológico. Los cuentos de hadas son una parte medular de la historia del pensamiento humano, una manera de reconciliar la identidad intelectual con algo más antiguo y poderoso de una nuestra historia en común.

Para la escritora Angela Carter, las palabras de Grimm tuvieron la suficiente resonancia como para dedicar su vida literaria a la investigación del cuento de hadas como un vehículo de conocimiento simbólico, con un considerable valor antropológico. Por supuesto, se trató de un trabajo que llevó a la autora a descubrir que más allá de las moralejas, metáforas, alegorías y de vez en cuando lecciones morales, los cuentos de hadas eran el territorio perfecto para la rebelión intelectual. A través de personajes extravagantes, animales parlantes y situaciones mágicas, buena parte de los recopiladores y narradores anónimos de todas las épocas lograron subvertir el orden del cuento de hadas hasta crear un trayecto de enorme importancia hacia la raíz del lenguaje —y lo que se construye a través de él— como una forma de independencia intelectual. Carter encontró que los cuentos de hadas eran capaces de evadir convenciones, restricciones y prohibiciones: podían crear sus propios mundos y liberarse de lo que se suponía era la regla común al narrar.

De modo que detrás de la máscara de un lobo o una princesa a la que se le mutilaban los pies, los cuentos de hadas narraban la desigualdad, el miedo y las obsesiones de sus respectivas épocas como espejos que podían reflejar de forma adecuada el recorrido del lenguaje como puente entre la identidad cultural y algo más complicado de definir. La búsqueda de Carter, además, equiparó lo prohibido con el hecho del cuento de hadas como parte de toda una tradición oral. Las narraciones rara vez se compilaban o se escribían. Solían ser transmitidas de boca en boca, de pueblo en pueblo, además de crecer a través de sus incontables versiones. De allí que fuera imposible detener la forma en que crecía o poder clasificar, dosificar o disminuir su importancia.

English Writer Angela Carter. September 23, 1987. (Photo by Doris Thomas/Fairfax Media via Getty Images).

En su largo recorrido literario, Carter encontró que los cuentos de hadas ya contenían (hace más de 600 años) análisis sobre la voz erótica femenina, narraciones pormenorizadas sobre costumbres, relatos específicos sobre el poder como herramienta de maltrato, los temores y esperanzas de las regiones a la que pertenecían. Para la autora resultó desconcertante el hecho de que los cuentos de hadas no sólo sostenían un tributo a la cultura en que se narraron por primera vez, sino también la suficiente información como para ser anecdotarios ampliados a través de la recurrencia del relato, que podían considerarse de considerable rigurosidad. Cápsulas de tiempo histórico que mostraban al mundo y que, analizadas de la manera correcta, podían reflexionar sobre la evolución del relato como una línea de conocimiento compartida en muchas formas distintas.

Claro está, el trabajo de Carter se equipara al de fabulistas como Kelly Link y Helen Oyeyemi para mezclar esa percepción sobre el entorno literario como reflejo cultural. La escritora se debate entre todo tipo de preguntas y análisis sobre lo que la mujer puede ser, lo que la historia ha hecho con su identidad y, sobre todo, con el horror, la esperanza y la belleza convertidos en piezas de orfebrería en la que la palabra es una pieza motriz para elaborar una percepción sobre lo íntimo y lo persistente de la memoria. Hasta su muerte en 1992, Carter creó un sentido sobre el poder fundacional de los cuentos de hadas que se extendió a través de una obra pulcra y cuidada sobre el tema. Desde Fireworks (1974) y The Bloody Chamber (1979) hasta el póstumo American Ghosts (1993), la obra de la escritora es una forma de reflexionar sobre cómo la literatura es capaz de unir hilos en apariencia disimiles para sostener su teoría sobre el cuento de hada como recuento de una serie de ideas invisibles, ordenadas de manera brillante y atractiva.

Un cuento de hadas no es solamente un relato, sino también un recorrido cuidado a través de la identidad de pueblos, culturas y regiones. Carter, que solía analizar a la narración como una pieza de arquitectura literaria más amplia, compleja y dura que solo un conjunto de situaciones, plasmó en varios de sus libros la connotación de la narración oral como un resumen histórico. En The Magic Toyshop (1967), Nights at the Circus (1984) y Wise Children (1991) Carter recorre la mitología de los cuentos de hadas para otorgarles un valor simbólico, y al hacerlo crea una reflexión inevitable de la forma en que los relatos fantásticos o con connotaciones de fantasía acumulan todo tipo de información que se sustenta en un recorrido elegante a través de ideas complicadas. Desde criaturas que cambian de forma y seres alados, heroínas silenciadas, metamorfosis bestiales, viajes arduos y encuentros improbables, redescubrimientos mágicos y finales felices, Carter brinda al cuento de hadas una connotación sobre lo metafórico, que explora el origen de la literatura como recurso histórico. Según su teoría, un cuento de hadas es una pormenorizada exploración en el subconsciente colectivo y también un fragmento de algo mucho más grande, que se vincula al hecho de lo narrativo como memoria de la cultura. Una búsqueda de respuestas, incluso sobre temas tan complejos como la fe, la creencia y el dogma.

Lo que nutre, lo que sostiene y lo que asombra

en el cuento de hadas

Para Angela Carter, Kelly Link y Helen Oyeyemi los cuentos de hadas son consecuencias del anonimato, la represión de ideas culturales concretas y, en especial, la limitación de medios para narrar durante buena parte del medioevo y épocas anteriores. Sobre todo, para Carter el cuento de hadas era una personificación de lo femenino como dispositivo literario, lo que equivale a decir que las primitivas narraciones fantásticas eran una manera de narrar a la mujer desde un punto de vista que la mayoría de las veces era novedoso, inusual y prohibido por diversas razones. No en vano, Carter insistió en más de una oportunidad que los cuentos de hadas eran el equivalente a tradiciones mágicas europeas, que se transmitían de manera oral y en forma matrilineal, para evitar su contaminación con leyendas parecidas y su desaparición eventual en medio de la mezcla entre relatos de la misma índole.

Carter llegó a establecer paralelismos entre las viejas creencias de brujería italiana y rumana, para comprender la forma en que el cuento de hadas se robusteció al ser contado una y otra vez, a menudo en los límites de pueblos, aldeas, regiones y después fronteras y países, hasta convertirse en una creación literaria por derecho propio. De modo que la escritora logró encontrar la forma de emparentar el cuento de hadas con la disrupción de los valores que controlaban y sometían el comportamiento femenino y el hecho de que la mayoría de los relatos tienen a una mujer cautiva, en tránsito de libertad por heroína. Para Carter, la cualidad del relato oral fantástico para convertir lo cotidiano en un escenario en el que pudiera hablarse a la vez de costumbres, dolores, preocupaciones y provocaciones eróticas sin que sus autores sin nombre debieran sufrir censura o violencia, convirtió a la narración en algo poderoso: en una fuente de conocimiento que se sostenía sobre la posibilidad de hacerse más robusta a través del tiempo y los elementos que pudiera absorber en medio de su periplo a transformarse en pequeñas historias escritas, en herencias culturales étnicas y más adelante en libros, relatos independientes y parodias teatrales y de teatro en un alto estilo.

También, el análisis de Carter abarcó la idea de la identidad: para la mayoría de los cuentos de hadas, la mujer y su poder estaban relacionados con la forma en que su comunidad les comprendía, pero sobre todo en la forma en que eran exaltadas a través de la historia. En las versiones más antiguas de los cuentos más conocidos, las brujas y princesas están a un mismo nivel y hay un enfrentamiento entre ambas por conocimiento, dominio o comprensión de los espacios de poder que debatir, a lo que solía llamarse “duelo de brujas”. La figura literaria se repite una y otra vez en cientos de cuentos alrededor de Europa en que los poderes mágicos son también toda una declaración de intenciones sobre el poder del bien y del mal, en medio de una cruzada misteriosa hacia la búsqueda de la cualidad del individuo. Casi todas las brujas de los cuentos de hadas más antiguos poseen un espejo u objeto reflectante para contemplar su rostro. A diferencia de las versiones posteriores, Carter encontró que los primeros relatos eran aliteraciones de la misma idea. Las brujas se miraban en el espejo no para admirar su rostro, sino para encontrar respuestas a su origen y, en especial, fundamentar su poder sobre la capacidad de su identidad para ser poderosa, brillante y, al final, ejercer el poder como una herramienta de su mente y espíritu.

Otro tanto ocurría con las princesas, que más allá de representar un reino o un linaje antiguo, eran la encarnación de la historia de su país como un sustrato vivo. Esta percepción de la bruja en busca de sus capacidades esenciales —la mujer que se cuestiona su lugar en la familia, la tribu o el mundo—, en contraposición a la connotación de lo poderoso como una forma de trayecto interior semejante al camino del héroe campbelliano, creó varios de los nudos argumentales tradicionales de los cuentos de hadas originarios, en los que la princesa y la bruja se enfrentan para lograr el triunfo, ya sea sobre el amor, el dominio final del trono o incluso de algo tan subjetivo como el reconocimiento mutuo. Varias de estas historias coinciden en elaborar una percepción sobre la identidad de la mujer mágica y sabia en contraste con la mujer de poder secular, como trozos de la misma historia que se emparentan y se sostienen sobre connotaciones más profundas y elaboradas acerca de la mujer. En mitad de las luchas y contiendas había transformaciones físicas y mentales, en medio de los cuales la bruja y la princesa se enfrentaban a su propio reflejo. Tanto una como la otra se enzarzaban en una batalla a través de los dotes de la Tierra y de lo misterioso, unidos a los de la virtud y el poder de la voluntad. Mezclados ambos extremos, los personajes terminaban por sostener un relato inquietante sobre la naturaleza dual del hombre y, en especial, sobre la concepción elaborada y potente de lo moral como una serie de graduaciones sobre el espíritu humano.

En una ocasión, la artista Malvina Hoffman comentó que su obra estaba basada en el centro mismo de los cuentos de hadas: la búsqueda de lo salvaje, por lo que había esculpido esa percepción de lo primitivo en la visión salvaje de cuerpos, generalmente desnudos de personas de todo el mundo. Con frecuencia, Hoffman representaba motivos idénticos con apenas diferencias entre sí: grupos de mujeres regordetas y poderosas, rodeadas de hijos o en solitario, los brazos levantados hacia el cielo. La artista representaba su versión sobre lo antiguo de las grandes historias —el dilema fundacional del arte— sobre la enjuta pantorrilla del cazador, los largos pechos de la Madre con dos hijos mayores, las espléndida esbeltez de la virgen, los testículos del anciano colgando hasta medio muslo, la nariz con unas ventanas más grandes que los ojos, la nariz curvada como el pico de un halcón, la nariz como un ángulo recto. Se había enamorado de las orejas enormes de los etíopes, de los rostros esquivos y exquisitamente redondeados de los indígenas australianos. Le encantaban cada uno de los cabellos enroscados como los cestos de las serpientes y cada uno de los cabellos ondulados como unas cintas que se desdoblaran o los cabellos lisos como la hierba. Sentía el amor salvaje del cuerpo. Comprendía el poder que había en nuestra piel y nuestro concepto de carnalidad.

Malvina Hoffman

Angela Carter podría haber descrito, en cualquiera de sus ensayos sobre los cuentos de hadas, la motivación de Hoffman para escupir cuerpos humanos de tamaño natural y con una belleza rotunda, colosal, en ocasiones carente de cualquier referencia y noción sobre la identidad moderna. Carter narró al cuento de hadas desde su objetivo primario: el de mostrar, especular y profundizar en las diversas variaciones de la identidad como algo más potente y, sobre todo, como una variación más amplia y menos compleja de las reflexiones de Freud sobre la búsqueda del poder iniciático del ser humano. Con humor, en ocasiones con expresiones solemnes sobre el terror y haciendo un recorrido casi malicioso por la capacidad del cuento para transformarse en una variedad incontable de géneros, llegó a demostrar que la fantasía no sólo es una búsqueda de excepciones y connotaciones sobre el individuo enfrentado a su origen y frente a la concepción de su espacio geográfico, temporal o cultural. Para Carter, el cuento de hadas era un recorrido por el transcurrir de un tipo de historia seminal imposible de datar de inmediato, pero con una extraordinaria importancia; una búsqueda de intención sobre la necesidad del hombre de contar historias para entender mejor su complejidad.

Angela Carter

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

TheAglaiaWorld 

 

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