CUANDO EL HORROR ES EL CUERPO HUMANO
unas notas sobre el hagsploitation
Aglaia Berlutti
En el cine de terror, lo físico no siempre representa lo evidente. A veces, es la imagen del cuerpo envejecido, enfermo o apartado de los estándares de belleza lo que funciona como catalizador del miedo. Esta idea, desarrollada por Erin Harrington en su estudio sobre género y horror, aborda cómo los cuerpos ancianos y considerados feos se utilizan para reflejar temores sociales más profundos. Su análisis no se queda en la superficie de lo monstruoso: va más allá y sugiere que lo que provoca incomodidad no es el deterioro del cuerpo en sí, sino lo que simboliza. Lo que podría contextualizar al subgénero del hagsploitation, que utiliza la vejez y casos más amplios —cuerpos poco comunes— para provocar terror.
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En este caso, una ruptura con los ideales culturales sobre lo físico. Lo que el espectador enfrenta en la pantalla no es solamente una figura perturbadora, sino la proyección de un miedo colectivo: envejecer, perder el control, dejar de encajar. La representación del cuerpo fuera de la norma no es sólo un recurso visual, también articula una crítica sobre cómo la cultura lidia con aquello que no puede controlar ni embellecer. Desde esta perspectiva, la vejez y la fealdad no aparecen como elementos decorativos, sino como herramientas narrativas que cuestionan lo que se considera valioso en términos de imagen y funcionalidad. Esta lectura propone que cuando el cine recurre a cuerpos marginados para construir terror está reflejando ansiedades sociales más amplias, muchas veces relacionadas con el tiempo, la fragilidad y el abandono.
La película Cerdita (Carlota Pereda, 2022) toma un enfoque muy distinto, pero igual de incisivo. En vez de centrarse en la vejez, la historia sigue a Sara, una adolescente con sobrepeso que experimenta violencia cotidiana por el simple hecho de no encajar en los ideales estéticos dominantes. No es una villana ni un monstruo, pero su cuerpo es tratado por quienes la rodean como si fuera una anomalía. La protagonista intenta reducir su presencia, encogerse, volverse invisible ante una sociedad que no tolera las diferencias físicas.
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Lo más perturbador, sin embargo, no es el acoso que sufre, sino cómo ese dolor se transforma internamente. La película convierte ese proceso íntimo en una experiencia cercana al horror. No hay fantasmas ni criaturas sobrenaturales. Sólo hay un cuerpo que ha sido convertido en campo de batalla. Cuando la violencia ajena se vuelve innegable y extrema, Sara cruza un umbral simbólico: ya no es simplemente víctima, sino testigo de una realidad aún más salvaje. Carlota Pereda no estiliza ni disfraza la brutalidad, y en ese sentido el filme funciona como una crítica directa a la cultura que margina a quienes no cumplen con sus expectativas visuales. El verdadero miedo aquí no proviene de lo extraño, sino de lo que está demasiado cerca: la hostilidad constante que pesa sobre los cuerpos que no se ajustan a la norma.
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El terror está en el calendario
El caso de Old People (Andy Fetscher, 2022) lleva esa inquietud un paso más allá. Aquí, la vejez no sólo es una condición, es el epicentro del horror. Los personajes ancianos no son secundarios ni víctimas: son la amenaza. El relato gira en torno al miedo a envejecer, pero también al temor colectivo de ser testigo del deterioro mental y físico ajeno. A diferencia de otras representaciones más simbólicas, esta película transforma la fragilidad en agresión. Lo que debería despertar compasión genera rechazo.
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Y ahí radica su fuerza: desestabiliza al espectador al colocar lo que se considera débil en el centro de la violencia. El director no se limita a presentar cuerpos deteriorados como meros objetos visuales, sino que los convierte en agentes activos de una destrucción que tiene tanto de física como de emocional. Al hacerlo, la narrativa confronta los prejuicios sociales que asocian la vejez con pasividad. Fetscher utiliza la estética del cine de terror para desmontar la idea de que el envejecimiento es una experiencia lineal, triste y solitaria.
En su lugar, construye un espacio en el que la descomposición se convierte en un acto de poder. La película también lanza una crítica hacia el abandono y la marginación de los ancianos, aunque lo haga desde una perspectiva incómoda. No hay redención ni ternura: sólo cuerpos que devuelven al mundo el desprecio que recibieron.
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Hay un patrón que se repite en muchas películas de terror recientes: la idea de que un cuerpo fuera del estándar puede volverse una herramienta narrativa poderosa. No se trata sólo de mostrar lo que incomoda, sino de usarlo para explorar ideas más profundas sobre el miedo y la identidad. M. Night Shyamalan lo hace en La visita (2015), donde la figura de los abuelos funciona como un foco de tensión constante.
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El deterioro físico se combina con comportamientos erráticos y extraños que generan una sensación de peligro. La película juega con la ambigüedad: ¿están enfermos o son otra cosa? Esa incertidumbre hace que lo cotidiano se vuelva aterrador. No hay monstruos explícitos, pero sí un entorno familiar que se distorsiona. El cuerpo envejecido ya no es sólo símbolo de fragilidad, sino un espacio desde donde surge lo inquietante. Shyamalan articula el relato desde una lógica emocional: lo que temen los niños protagonistas no es simplemente lo desconocido, sino el cambio en las figuras que deberían ofrecerles seguridad.
Lo familiar se convierte en amenaza. La película, sin grandes efectos ni explicaciones complicadas, logra algo crucial: pone en primer plano el miedo a perder el control, a que quienes amamos se transformen en algo irreconocible. En ese sentido, La visita se suma a una corriente de películas que encuentran en lo físico una vía directa para hablar de la descomposición emocional y social.
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La vejez y el elemento monstruoso
El tropo de la vejez femenina como eje del terror es una forma de horror, además relacionada con la subversión de elementos como la belleza, el deseo y la atracción. Películas como Relic (Natalie Erika James, 2020) o The Nanny (Seth Holt, 1965) trabajan sobre esa misma línea: la figura de la mujer anciana como fuente de miedo.
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En Relic, la desorientación mental de la protagonista no es sólo un síntoma clínico, se convierte en un síntoma narrativo. La casa donde vive se transforma con ella, como si el espacio absorbiera su deterioro. Lo sobrenatural y lo emocional se entrelazan.
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En The Nanny, Bette Davis crea un personaje complejo, cruel y difícil de descifrar. No hay saltos ni sustos: sólo un ambiente cada vez más tenso, donde la figura de la niñera se vuelve opresiva. Lo que ambas películas hacen es construir una atmósfera en la que la fragilidad no genera ternura, sino una amenaza sutil y persistente. Es importante notar que este tipo de terror no se apoya tanto en lo explícito como en lo sensorial. La incomodidad crece de forma lenta, alimentada por gestos, miradas, rutinas rotas. En vez de mostrar lo monstruoso como algo externo, lo hacen emerger desde lo cotidiano. Esa elección estilística le da al horror una profundidad emocional que no siempre está presente en otras variantes del género. A través de estos cuerpos fuera de la norma, el cine indaga sobre el miedo a perder el control, la memoria, la estabilidad y, en última instancia, la humanidad.
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Títulos como Barbarian (Zach Cregger, 2022) y La abuela (Paco Plaza, 2021) llevan el tema a lugares aún más extremos. En ambas, lo monstruoso ya no es sólo simbólico: toma forma física.
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En Barbarian, el horror está encarnado en una figura femenina marcada por la deformidad y la violencia heredada. La criatura que vive en el sótano representa una cadena de abusos que se arrastra a lo largo de generaciones. Su apariencia, perturbadora y explícitamente anormal, no es decorado: es testimonio.
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En La abuela, Paco Plaza va más allá de lo visual y presenta una relación de poder construida sobre la culpa, la deuda afectiva y la transmisión de lo siniestro a través del vínculo familiar.
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Aquí, la vejez no sólo es un estado del cuerpo, sino una estrategia narrativa. La figura anciana se convierte en una fuerza que no puede ser desafiada sin consecuencias. En ambas películas, la idea de lo antinatural se construye desde el parentesco, lo biológico, lo inevitable. No hay escape porque no hay manera de rechazar lo que se impone desde lo íntimo. El terror no es externo, sino una parte estructural de los lazos personales. En ese sentido, estas películas cuestionan la imagen idealizada de la familia y el cuidado. Lo que debería ser protección se transforma en un círculo de vigilancia, control y, en última instancia, horror. El cuerpo viejo, deformado o excesivo es, de nuevo, el canal que permite que ese discurso funcione.
El terror que se esconde en el miedo a envejecer
El paso del tiempo como motor del miedo ha estado siempre presente en el género, pero en películas como The Witches (Cyril Frankel, 1966) o Die, Monster, Die! (Daniel Haller, 1965) esa presencia se vuelve más explícita. No se trata ya de lo que el envejecimiento oculta, sino de lo que revela.
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En The Witches, Joan Fontaine interpreta a una mujer vulnerable enfrentada a una comunidad hostil. La amenaza no es un monstruo externo, sino la pérdida progresiva de la estabilidad mental. La película no señala su edad directamente, pero la fragilidad del personaje se vuelve central.
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Lo mismo ocurre en Die, Monster, Die!, donde los efectos de un meteorito llevan al deterioro físico y mental de los personajes.
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En ambos casos, la transformación del cuerpo no se presenta como algo misterioso, sino como un hecho tangible y angustiante. Los protagonistas se enfrentan a una verdad incómoda: su propio cuerpo puede volverse irreconocible. En vez de recurrir a villanos tradicionales, estas historias utilizan la decadencia como un detonante de horror. La imagen de lo viejo, de lo roto, no se romantiza ni se disfraza. Se muestra como una parte inevitable de la existencia que, al ser rechazada por el entorno, se convierte en amenaza. Es ahí donde el cine de terror contemporáneo encuentra una de sus líneas más consistentes: usar el cuerpo humano como un registro del miedo social. Lo que envejece, lo que se deforma, lo que deja de responder a lo que se espera de él se transforma en el escenario perfecto para que emerja el horror más incómodo: el que no se puede mirar sin enfrentarse a uno mismo.
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Aglaia Berlutti
Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.
Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.
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