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EL ECO PAGANO

TERROR FOLCLÓRICO Y LOS FANTASMAS DE LA NATURALEZA

 

Aglaia Berlutti

 

Entre el mito y el terror escondido entre las sombras, el terror folclórico contemporáneo revive la herida entre el cuerpo y la tierra.

En el cine contemporáneo, el bosque ha dejado de ser un simple paisaje para transformarse en una especie de espejo que distorsiona nuestra idea de civilización. Películas como The Wicker Man (Robin Hardy, 1973) y Midsommar (Ari Aster, 2019) no sólo comparten un escenario natural aparentemente idílico, sino que exploran la disolución del individuo frente a una comunidad que adora fuerzas más antiguas que la razón. El terror folclórico, más que un subgénero, es una reacción estética y filosófica frente al desencanto moderno. En su centro late una tensión ancestral: la del hombre que se cree dueño de la naturaleza y termina devorado por ella. No hay monstruos escondidos entre los árboles, sino ritos que evidencian cuánto nos cuesta aceptar nuestra fragilidad. Cada canto, cada sacrificio, cada danza solar es un recordatorio de que el progreso sólo ha maquillado el miedo a lo sagrado.

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Ari Aster, al igual que Robin Hardy décadas antes, captura esa violencia en la calma, ese terror que florece bajo el sol. La luminosidad extrema, el uso de flores y los cuerpos entregados al ciclo de la tierra convierten el horror en un ritual casi estético. En ambas obras, la naturaleza no es un refugio sino una deidad exigente que reclama sangre. Lo inquietante no proviene del exterior, sino del redescubrimiento de una fe que pensábamos enterrada. Así, el terror folclórico no mira hacia el pasado con nostalgia sino con alarma: recuerda que lo primitivo sigue respirando en nosotros, esperando el momento de reclamar su lugar. Y lo hace no con gritos, sino con cantos.

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La comunidad como espejo del sacrificio

Las comunidades cerradas son el núcleo narrativo del terror folclórico. En Midsommar, la aldea sueca de Hårga parece un paraíso de orden y armonía, pero su serenidad esconde una estructura de violencia ritual. En The Wicker Man, la isla de Summerisle opera con la misma lógica: la comunidad no teme al sacrificio porque lo entiende como equilibrio.

Ambas historias plantean una inversión del mito moderno de la individualidad. El héroe, o más bien el intruso, llega convencido de que puede observar sin contaminarse, y termina absorbido por aquello que pretendía estudiar. Lo que las hace perturbadoras no es la brutalidad explícita, sino la ausencia de culpa colectiva. Nadie cree estar haciendo el mal; el sacrificio es una forma de continuidad.

El horror se vuelve ético, incluso cósmico. Frente a las narrativas clásicas donde el monstruo es externo, aquí la monstruosidad es comunal, racional, compartida con calma. La cámara se desliza entre sonrisas y flores, revelando que el orden es más terrorífico que el caos. Lo pagano no aparece como residuo del pasado, sino como una alternativa a la moral moderna, una moral que el propio cine sugiere está agotada. En esa inversión, el espectador asiste al sacrificio con un desconcierto que roza la fascinación. Tal vez por eso el terror folclórico contemporáneo resulta tan incómodo: porque insinúa que la violencia ritual tiene más sentido que nuestra rutina digital. En su mundo, la comunidad sustituye a la fe, y el sacrificio es la única forma de permanecer.

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La mujer como médium del mito

El cuerpo femenino, dentro del folclore cinematográfico, ocupa un territorio ambiguo: simultáneamente objeto de veneración y víctima sacrificial. Desde The Blood on Satan’s Claw (Piers Haggard, 1971) hasta Men (Alex Garland, 2022), la figura femenina aparece como canal de lo ancestral. No es la “bruja” en el sentido clásico de la histeria cristiana, sino la mediadora entre el orden racional y lo que el cuerpo aún recuerda del bosque. Florence PughDani en Midsommar— encarna esa transición con una precisión brutal. Su llanto colectivo, ese momento de catarsis compartida con las mujeres del culto, representa la destrucción del yo moderno.

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Lo femenino, en el terror folclórico, no es sólo víctima ni verdugo, sino el punto de contacto con lo que la cultura patriarcal quiso erradicar. En Elmet —novela de Fiona Mozley—, la naturaleza y el cuerpo femenino también se confunden hasta volverse indistintos; ambas fuerzas crecen, se defienden, sangran. Esta conexión entre mujer y tierra ha sido explotada con tintes misóginos en el pasado, pero el nuevo folclore cinematográfico lo resignifica. Ahora, la mujer no muere para restaurar el orden, sino para mostrar que el orden mismo era la enfermedad.

La estética del sacrificio se vuelve espejo de una sociedad que ha hecho del dolor femenino su espectáculo más recurrente. Lo que antes era castigo divino, hoy es gesto político. El bosque, antes prisión, se convierte en santuario. El terror, entonces, no viene de la pérdida del control, sino del descubrimiento de un poder que no necesita permiso.

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Naturaleza y memoria: lo rural como archivo de violencia

La relación entre el campo y la memoria histórica es central en el terror folclórico británico. Cada loma, río o marisma puede ser interpretada como depósito de traumas colectivos, de atrocidades que la narrativa oficial ha preferido olvidar. Autores como Benjamin Myers o Jenn Ashworth no sólo construyen relatos de miedo, sino archivos simbólicos que reexaminan la historia social y ecológica de la isla. En The Gallows Pole —novela de Myers—, la violencia de bandas rurales de Yorkshire no es un accidente ni mera ficción: se inserta en la cartografía del crimen, la pobreza y la supervivencia. Lo rural, que la tradición romántica presentaba como refugio, se convierte aquí en un espacio donde la brutalidad se reproduce con precisión histórica.

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La tierra, los caminos embarrados, los pantanos y bosques se perciben como testigos y cómplices, capaces de retener la violencia como si fueran una memoria activa. Este enfoque no es exclusivo de la literatura: en el cine, The Wicker Man y Midsommar hacen visible la continuidad del ritual y la obediencia colectiva como manifestación de un orden premoderno que persiste bajo la apariencia de normalidad. La combinación de espacio físico, historia social y rito colectivo construye un tejido donde el miedo es tangible. La violencia se materializa en un escenario que se siente cercano, posible, verosímil, y que convierte al espectador en testigo indirecto de la perpetuación de antiguos códigos de conducta. La estética del horror rural se alimenta de esta tensión: no hay sorpresa, sino inevitabilidad.

El espectador comprende, incluso antes de que ocurra el acto final, que la historia y el territorio dictan un resultado inexorable. En este sentido, la literatura contemporánea y el cine moderno coinciden: el terror no reside en lo desconocido, sino en el conocimiento profundo de que la tradición puede ser tan cruel como fascinante.

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El campo y el mito de la redención

Uno de los temas recurrentes en la narrativa folclórica es la promesa de redención que ofrece la naturaleza. Desde los jardines de Ciro el Grande hasta los parques nacionales del Reino Unido, el paisaje ha sido percibido como espacio de restauración. La literatura y el cine contemporáneos, sin embargo, ponen esa expectativa en tensión. En Starve Acre —novela de Andrew Michael Hurley—, Juliette busca sanación en los valles de Yorkshire, convencida de que la vida rural puede reparar las heridas de la ciudad. La ilusión se quiebra rápidamente: la violencia latente del pasado emerge con fuerza, recordando que el territorio no olvida.

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De manera similar, Midsommar presenta la comuna sueca como un lugar donde el dolor puede transformarse en ritual, pero a costa del sacrificio. La narrativa folclórica demuestra que la naturaleza es tanto refugio como tribunal: ofrece consuelo, pero impone precio. La recuperación no es gratuita ni uniforme, depende de la interacción del individuo con la historia que habita el lugar. En literatura, Richard Mabey (Nature Cure), Helen Macdonald (H is for Hawk) y Raynor Winn (The Salt Path) muestran cómo la relación con el entorno puede proporcionar alivio emocional y claridad mental, pero siempre con límites. El terror folclórico toma ese principio y lo subvierte: la naturaleza es también catalizador de confrontación con los impulsos humanos más primitivos.

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La belleza y la amenaza coexisten, y cada paso por el paisaje revela su doble filo. La seducción del entorno rural es moral, estética y física: promete redención, pero exige reconocimiento de la violencia histórica que lo atraviesa. Así, lo que podría ser un refugio romántico se convierte en escenario de juicio, donde el individuo se mide frente a fuerzas ancestrales y comunitarias, y la armonía aparente se revela como fachada.

 

Fantasmas de la historia y crítica social

El terror folclórico funciona también como correctivo frente a la idealización nacionalista. La literatura y el cine recientes recuerdan que la historia de Gran Bretaña está marcada por la violencia rural, las supersticiones y las jerarquías opresivas. Obras como The Witchfinder General (Michael Reeves, 1968) o relatos de M.R. James —como “Panorama desde una colina”— muestran horcas oxidadas y linchamientos, poniendo en evidencia que el pasado rural no fue nunca pacífico ni ideal.

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Este enfoque combate la nostalgia peligrosa que suele acompañar discursos políticos contemporáneos, desde el Brexit conservador hasta movimientos xenófobos como Britain First, que reciclan mitos de decencia y valor. El terror folclórico revela que la comunidad cerrada puede ser tan cruel como armoniosa, y que la obediencia colectiva justifica rituales atroces. En The Wicker Man, la isla de Summerisle funciona como laboratorio social: el sacrificio no es un accidente sino la culminación de un orden colectivo, una moral que el protagonista, Howie (Edward Woodward), no puede comprender. En Midsommar, la cohesión de la comunidad sueca es igualmente atractiva y aterradora: Dani se siente parte de un ciclo mayor, pero a costa de la muerte y la obediencia absoluta.

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Lo que el género evidencia es la fragilidad del individuo frente a las estructuras sociales y religiosas: la fantasía de comunidad virtuosa se confronta con la brutalidad de la tradición y la fe.

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AQUÍ puedes leer «Panorama desde una colina».

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

TheAglaiaWorld 

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