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LOS CUATRO LIBROS DE GARRET MACKINTOSH

 Emiliano González

El suicidio se perfila, cada vez con más frecuencia, como uno de tantos recursos literarios: así termina el diario de Thomas Garret Mackintosh, escritor de origen gales y de celebridad escasa. Minutos, acaso segundos después, una bala de plata le perforaría el corazón. «Esa bala», nos afirma su hermana Katya, «estaba destinada según Thomas a un hombre lobo. Siempre me burlé de tal presunción. Ahora la comprendo.» Con ese gesto póstumo Garret hace dos cosas: justifica su obra (cuatro volúmenes de carácter fantástico, sin contar el mencionado Diario)  y añade un nombre más al creciente catálogo de quienes ilusoriamente piensan utilizar, por primera vez, esa otra imposición de Dios: la libertad. Si la muerte es voluntaria, declaró Garret, la vida pasa instantáneamente a serlo. Basta ese gran acto de rebelión para hacer de la vida que nos ha obligado a incurrir en él una esclavitud aceptada, es decir, una serie de opciones libres… por más desprovistas de virtud positiva que resulten (Diario secreto, pág. 68). No comparto esa idea. El suicidio me parece, todavía, una patética variación de la muerte natural. Cualquier hombre, llegado un momento, rechaza y/o es rechazado por el cosmos. Poco importa quién rechaza a quién, cuándo o de qué manera: el resultado es el mismo. Creo, eso sí, una cosa: la muerte es más la muerte si se trata de un suicidio; tiene, aparte del patetismo, una especie de majestuosidad. Y también: ese instante es la mejor pista con que contamos para descifrar a todos los anteriores, que al fin tienen número definido y se ofrecen, dóciles, a nuestro examen, peso y juicio. Los instantes que componen la vida de Garret podrán ser muchos, pero en esencia son  cuatro: el nacimiento, el primer amor, la separación y la muerte. Todos estaban de alguna manera implícitos en sus sueños… que son la otra gran clave valiosa para descifrar su vida. Las páginas que siguen, dictadas por el amor y la admiración, pretenden esbozar los rasgos de una obra que define, uno por uno, los rasgos esenciales del rostro de su creador.

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Virgil Finlay1El año de 1980 vio, con cierta alarma y aun con desprecio, la aparición de una serie de obras literarias (poesía sobre todo) de méritos desiguales y grandes ambiciones. Una sola logró llamar la atención de la crítica, que sin embargo se apresuró a advertir: «Sus atisbos brillantes son accidentales.» No se trataba, no, de poesía, sino de novela. Su título era impertinente: El coito. Su género, aventurado: science-fiction. Su autor, anónimo (ahora, los cuatro gatos que conocen a Garret la saben suya). Las líneas generales de su, argumento pueden resumirse así: una desconocida especie de arañas gigantescas, venidas de la Constelación del Martillo, invade nuestro planeta, destruye a la raza humana y consagra sus afanes a tapizar, con enormes telas, las osamentas carcomidas de Londres, Nueva York, París…

La última escena describe los ritos eróticos de una pareja, terminados los cuales la hembra devora al macho.

Lejos de ser un mero repertorio de atrocidades (capaces sólo de impresionar a los ya extintos lectores de Astounding, Amazing y demás pulps) la novela constituye «un elogio de la naturaleza en su violencia y caos esenciales»: las arañas carecen de inteligencia; la destrucción no es deliberada: es producto de las sustancias genitales excretadas por las arañas-hembra (un veneno pegajoso y aéreo), que han elegido la Tierra como habrían podido elegir cualquier otro medio ambiente propicio a su cópula con las arañas-macho. Un «atisbo brillante» del libro es el de situar en el pasado (1930) esta curiosa hecatombe mundial. Así, el autor desarma en gran medida a sus víctimas (la primera explosión atómica tiene lugar quince años más tarde) y de paso inaugura un género literario: la ciencia-ficción retrocesiva: «Digamos que soy un hacedor de novelas de anticipación de los años treinta…» Garret admiraba la obra gráfica de Virgil Finlay, el genio imaginativo de Lovecraft y las primeras ficciones de Wells. Las críticas más favorables que recibió el libro se obstinan en ignorar tales influencias. Garret consigue, a través de una prosa estrictamente visual, darnos la misma impresión que nos provoca el contemplar los dibujos y culs de lamp de Finlay.§ Ideológicamente, la novela parece un homenaje supremo a Lovecraft. En lo que se refiere a Wells, creo que su presencia es ante todo técnica: una exposición persuasiva de los hechos que nos hace sentir como el científico que descubre, poco a poco, mundos inextricables en una gota de agua con sólo pulir el cristal de su microscopio. Ese cocktail no irrita (sobre todo porque en él interviene otro licor: Garret) pero exige ser bebido con recato, a sorbos muy breves, como la menta y el anís: tal densidad hay en cada página, en cada párrafo y en cada línea que una ingestión de golpe nos emborracharía… y el vaso es grande: 350 páginas.

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Menos copiosa y más afortunada es la segunda empresa acometida: Retratos bajo el polvo. Se trata, esta vez, de enunciar una estética propia con ejemplos extraídos ante todo del mundo del arte, pero también del de la mística y el asesinato. La colección lleva el prometedor subtítulo de «Galería del crimen y del éxtasis». No alcanza siquiera el centenar de páginas, pero ante nuestros ojos desfilan treinta y cinco personajes inolvidables, entre los cuales destacan Gilles de Rais, Ofelia y… Garret mismo. Filosofías turbadoras como la del satanista Osman Spare (cuyo Grimorio de Zos era la delicia de Garret) y películas olvidadas como El hechicero de Ingram (que un eremita del Soho, poseedor de la última copia existente, le proyectó con cierta reluctancia) reciben el entusiasmado apoyo, el elogio, la veneración de Garret. Hay un examen trémulo de la contribución de Julio Ruelas al decadentismo; una rigurosa pesquisa de los rastros de Poe en la literatura moderna; un reproche, no del todo comprensible, a los párrafos más audaces de su libro anterior; un «retablo» a Santa Rosa de Lima (la peruana que hizo votos de castidad a los cuatro años y que fue secuestrada por la Virgen cuando se disponía a contraer matrimonio) lleno de oscuras implicaciones lúbricas; una semblanza del dilettante, opiómano y dandy Eric, Count Stenbock (melancólica figura de los nineties, autor de Night Studies y gran aficionado, como todo Dorian Gray, al purple patch© y a los amores ilícitos). Extraigo, un poco al azar, fragmentos que subrayé y otros que no me atreví a subrayar, pero que adivino estimulantes para el neófito:

 

aubreyBajo la complicada sombra del peñasco de Hahoonya (gárgolas naturales, piedra cincelada por la brisa marina y los laboriosos siglos) han edificado los hombres un reducido altar, donde apenas cabe un jarro de flores amarillas y, a veces, un rollo de apretados jeroglíficos: las oraciones a Freía, diosa de la voluptuosidad. Fue ahí donde me arrodillé, urgido por el camino de la vida, por Europa y sus fantasmas, por el amor de Alanna y un poco, también, por no saber qué hacer con un alma que había perdido la noción de las esencias y que se distraía con las formas, con los meros matices y con las vacilaciones del matiz.

 

El dolor (aquello contra lo cual escribo) y la angustia (durante la cual escribo)… ¿son acaso la Musa?

 

Los bigotes de la Gioconda no hacen más que acentuar su viejo misterio.

 

Primero, el libro se escribe en la cabeza. Lo corregimos en el papel.

 

La locura es el Gran Desprendimiento, lo que constantemente evito al escribir. Trazando signos, me aferró a la realidad, a sus esencias, y así convierto en espacio habitable, y hasta confortable, a esta caverna.

 

¿Escritor fantástico? Por supuesto: siempre y cuando soportes la carga insoportable del fardo real.

 

Las palabras me conducen a tu lado, allá donde todo es verde y las enredaderas progresan en claroscuro.

Sueño: ¡devuélvemela tú, también!

 

La verdadera crítica es algo muy parecido al plagio.

No se escribe para hallar respuestas, sino para plantear aquellas preguntas que sólo la Muerte respondería… si tuviera voz.

 

Así como la hoja blanca siempre es mejor que el poema a escribir, así la Muerte posee un grado de perfección tal que cuando la Vida trata de describirlo se topa con el silencio.

De ahí que el blanco de una hoja sea amenazante. Nuestros tortuosos jeroglíficos son los intentos de exorcizar esa turbadora prefiguración del fin que es la «falta de color».

 

Seducido por el castillo al que vigila un dragón, por el bosque azul donde las hadas celebran ritos nocturnos (ritos de nieve y hojas secas), anhelando un verde que es y no es el de los follajes de Andersen (recuerdo probable de los escondrijos —cuevas de libélulas— del jardín de mi primera infancia) decidí emprender un viaje que comenzaría en el preciso instante de tu despertar, dulce Ofelia.

La concepción de «sabiduría» como un viaje hacia la «ignorancia» original: como el esfuerzo indispensable para merecerla.

Todo estado de ánimo es un espíritu elemental: estamos poseídos por el alma del bosque, la ninfa de los ríos danza en nuestro cerebro, la dolorosa ondina se digna llorar un poco en nuestro regazo.

Todo esfuerzo literario es evocación del pasado. Aun cuando se procura atrapar al vuelo el presente, hay siempre un elemento que va más rápido que nuestra pluma: el tiempo.

Los vocablos nacen muertos. Pero gracias a ellos el pasado se hace presente… para siempre, si lo quiere la Musa.

Lo único que distingue a los viejos de los nuevos artistas es el hecho de que los primeros no hacían tanta alharaca ante sus descubrimientos (del Mediterráneo) como los segundos.

El vacío del arte contemporáneo no refleja tanto el vacío de la sociedad contemporánea como el vacío del cerebro de los pintores.

 

El propósito de mi obra es corromper a la realidad.

«Somos parte de Dios», dijo el creyente.

«Somos la parte autodestructiva de Dios», corrigió el ateo.

El Mal no es un lenguaje. Pero si el Bien es, asimismo, un éxtasis, tampoco es un lenguaje.

Cuando visito Venecia no me traslado físicamente a un lugar del mundo: hago un esfuerzo mental para visitar esa región de mi cerebro llamada Venecia.

El arte es un método para embalsamar almas: embalming of the soul.

Me pregunto si esta breve colección de fragmentos logra comunicar algo del espíritu del libro, algo del universo crepuscular, poblado de fantasmas, que Garret habitaba con un remoto compañerismo y con cierta resignación. A pesar de carecer de sentido y de armonía precisos —como tantos— ese mundo era —como pocos— muy rico. Abundaba en detalles atroces y en espejismos, en miedos a peligros inexistentes y en amores absurdos. Era excesivo, complejísimo, bizarro. La nota dominante es el dolor. Si pudiéramos representarlo de manera gráfica, la forma más adecuada sería el arabesco.

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Llega el momento de registrar un hecho capital, que trasciende lo puramente literario: en 1984 Garret conoce, en la «estancia» de un amigo común, a la joven escritora argentina María Luisa Monterde. Sus veintidós relucientes años (vividos en casa de mamá), su impecable curriculum, su cultivada dulzura, su natural elegancia conquistan de inmediato a Garret. El encuentro tiene lugar en un transparente atelier situado en medio de un jardín casi tropical donde los rayos del sol, a través de sucesivas generaciones de hojas, llegan convertidos en ámbar y esmeralda hasta los cristales de diseño geométrico para estampar, en la alfombra blanca, figuras romboides, cuadradas, rectangulares…

El fonógrafo despide una extraña mezcla de tango y de bolero, de conferencia radiofónica y de gritos de pájaro. Garret toma la mano de María Luisa, que le acerca de pronto sus labios entreabiertos. Mientras se besan entra un gato en la habitación, olfatea desdeñosamente y sale, sin que ninguno de los dos lo advierta. Garret y María Luisa retoman y concluyen la conversación (que versaba, quizás, acerca del último libro de ella: Cuentos del otro lado del espejo; Buenos Aires, 1983). Quieren que el silencio, medido por la cucharilla revolviendo el azúcar del té y el mordisqueo de una galleta, lo diga todo. María Luisa, de repente, se levanta y, da vuelta al disco que hay en el fonógrafo. Éste deja salir la reconocible voz de Gardel (no trato de dar un apresurado color local, pero ocurre que la realidad procede a veces como ciertos novelistas baratos). María Luisa saca, de un librero de madera pintado de blanco, un ejemplar de El coito. Con un ceño suspicaz recorre las páginas finales: las que describen la muerte de la araña-macho entre las fauces de la araña-hembra. Con un gesto de repulsión cierra el libro y lo deposita sin cuidado en su estante. «¿Quién», pregunta, «es el autor de ese adefesio verbal?» Garret, que ignora a qué adefesio verbal alude su novísima novia, le dirige una mirada interrogante. «Me refiero a El coito, por supuesto», especifica ella. Garret tiene un sobresalto. Confesarse autor del libro puede ser motivo de un primer conflicto, que pudiera tener consecuencias fatídicas a la larga. De modo que se apresura a mentir: «Tengo entendido que el libro es anónimo. Su autor sigue prefiriendo las tinieblas, aunque las críticas ulteriores no le hayan sido del todo hostiles…»

«¿Cómo pueden gustar de un libro que es abominable desde el título? Hasta La cópula suena mejor, ¿no?»

Garret no contesta. No sabe qué contestar. Perplejo, murmura:

«No he tenido oportunidad de leerlo.» El resto de la velada transcurre bajo el peso de una desagradable tensión, que descansa principalmente sobre los hombros de Garret. María Luisa parece, incluso, algo arrepentida de haber perdido la cabeza besando a un joven que se muestra receloso una vez cometido el pequeño capricho. José Antonio, el anfitrión, intenta sin éxito mitigar la densidad de la atmósfera contando «chistes entrerrianos»,ª algunas obscenidades y anécdotas jocosas de «los círculos literarios de provincia». Dan las nueve. María Luisa observa que mamá debe empezar a preocuparse. Mecánicamente, José Antonio se ofrece para llevarla, en auto, a casa. María Luisa acepta, antes de que Garret pueda intervenir. Mientras los ve desaparecer bajo colgantes macizos de orquídeas, Garret mordisquea una tostada chorreante de jalea y sorbe un poco de té con leche. Se repantiga en un monstruoso sillón de cuero negro, luego de encender un cigarrillo. Piensa: «Ni siquiera sé dónde vive», y enseguida: «José Antonio me lo dirá al volver.» Luego recapacita: «¿Y si no vuelve?» El disco de Gardel y las ilustraciones a color de una edición gigante de Robinson Crusoe le ayudan a matar el tiempo hasta que regresa José Antonio. Éste, al principio, se muestra taciturno. Luego, mira inquisitivamente a Garret y pregunta: «¿Eres el autor de una novela de ciencia-ficción llamada El coito?» Garret, sin pestañear, contesta: «Sí. ¿Algún inconveniente?» José Antonio libera una carcajada casi pornográfica. En las pausas que le deja este acceso repentino, gimotea: «María Luisa lo sabía… lo sabía desde antes… de preguntártelo… ¿nunca… lo pensaste?..» Garret, sonriendo apenas, responde: «Lo imaginé. ¿No es un poco absurdo?» Repuesto ya del ataque, José Antonio pregunta: «¿Qué? ¿Qué es lo que es absurdo?»

«La pequeña prueba. María Luisa quería examinarme. Le mentí. Me abandonó. Quizá yo lo deseaba, en el fondo. Sospecho en María Luisa, muy bien guardado, un aspecto siniestro. Lo peor (no te vuelvas a reír) es que estoy enamorado de ella.»

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penumbria11He reconstruido la experiencia anterior basándome en los pocos datos que sobreviven en el Diario Secreto (libro del que no citaré una palabra más, ya que por voluntad de Garret deberá publicarse cien años después de su muerte) y añadiendo detalles psicológicos que habrían molestado a Garret.* Desde 1986, María Luisa ha abandonado la literatura para consagrarse a la danza, elección que juzgo tan desgraciada como la postrera de Garret. José Antonio publica, bajo el pseudónimo de Mercurio, críticas dramáticas en los diarios. Hace poco visité su «estancia» de las afueras, y comimos juntos en el mismo atelier del encuentro amoroso de nuestro amigo. José Antonio deploró el «fracaso sentimental» y el «ostentoso suicidio» de Garret, pero su memoria de él y de sus palabras no enriquecieron gran cosa mi propia versión de los hechos. Garret exudaba irrealidad. Sus relaciones con las personas eran una farsa o, mejor, una tragedia siempre renovada en la cual todos los papeles corrían a su cargo… sin el menor esfuerzo y con espontaneidad infalible, mecánica. Garret había cultivado al máximo algo que yo llamaría La Máscara: una delgada película de cristal entre la persona y la realidad circundante que, mientras recibe del mundo exterior sólo las quintaesencias, impide que el mundo interior se desborde en una cascada de emociones estériles; que la energía se pierda en vez de manifestarse en forma artística luego de un periodo secreto de maduración. Aunque le bastaba con su voluntad férrea, no titubeó en aplicar sustancias artificiales que reforzaran el poder de La Máscara. Opio (en forma de láudano), alcohol y sobre todo hashish le permitieron acercarse a ese tesoro infinito que vigila una gran serpiente (llamada Fafnir en la mitología germánica) e incluso robar algunas piezas de oro, algunos rubíes y algunos azabaches, todo ello efectuado con la precaución indispensable para que el sueño del monstruo no se viera perturbado. Tal vez el dragón, finalmente, advirtió la falta de esas cuantas piezas (cosa difícil, tratándose de una colección interminable) y maldijo al bandido, por medio de una corriente de aire frío que lo precipitó al suicidio.¨ Lo cierto es que su botín perdura en un folleto editado por su cuenta: Filtros y conjuros. Se trata de relatos y estampas expresionistas, de cuentos fantásticos, como siempre, y de fragmentos vagamente filosóficos, que de alguna manera giran alrededor de su experiencia con los estimulantes. A lo largo del volumen podemos rastrear el motivo principal de su decisión de embriagarse: el amor frustrado. En uno de sus cuentos, dos enamorados que han entablado relación epistolaria tratan en vano de conocerse en persona; siempre ocurre algo, banal o catastrófico, que se lo impide: una multitud, un tren descarrilado, un reloj que se atrasa o que se adelanta. En otro cuento, el lector se percata al final de que el supuesto «amante feliz» es un esquizofrénico que sufre alucinaciones en un manicomio y que las aparentes coincidencias de la realidad con sus sueños no han sido más que los manejos terapéuticos de una vieja doctora. Los ambientes cargados de color gris y la opresiva inminencia de algo atroz dominan otras piezas, que sugieren más específicamente el infierno, demasiado nítido a veces, de las drogas alucinógenas: el Hongo Sagrado y el Ácido Lisérgico, para hablar claro. Hay una, llamada Sueño negro, en la que el cuerpo de un soldado español prisionero de los turcos —que le han suministrado una pócima nauseabunda— comienza a aumentar de volumen hasta sofocar a sus compañeros de cárcel y causarle la muerte, oprimido por las paredes de su cautiverio de acero, que resisten con obstinación ese crecimiento monstruoso. Otra pieza, El elíxir de la larga vida, realiza y dilata un proyecto anotado por Lovecraft en su Commonplace book: el alquimista Rodrigo Soliardo, una noche después de haber sido condenado a muerte por hechicería, ingiere una sustancia que según él ha de darle la inmortalidad. La ejecución de la condena se lleva a cabo al día siguiente; luego la incineración y enseguida el funeral, ocurrencias con las que Soliardo no contaba. En la tumba, sus polvos se reorganizan hasta tomar la antigua forma y pasar a ser carne, visceras y huesos; recobran, en fin, la apariencia original. Soliardo no alcanza la anhelada condición divina pero sí otra… ciertamente diabólica: a lo largo de los siglos —a causa, seguro, del contacto no previsto de sus cenizas con el fuego— va convirtiéndose en una especie de lagarto. Llegado un día, la metamorfosis se detiene y lo que antes fuera el celebrado y aborrecido Soliardo es ahora un reptil semi-humano que se pudre sin remedio. Garret nos deja con la visión estremecedora del cráneo que, al pulverizarse junto, con el resto del esqueleto, descubre un cerebro vivo y palpitante… ¡Rodrigo Soliardo ha sido testigo todo ese tiempo del progreso del horror sobre su pobre carne!

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Toda la magia del último libro de Garret se encuentra resumida en el título: El reloj y la brújula. Los instrumentos sagrados que impiden al hombre extraviarse en el tiempo y en el espacio son aquí los instrumentos luciferinos que lo pierden. Hay cuentos con relojes de arena, con relojes de sol, con relojes de pared. Hay un reloj enorme, en la catedral de un pueblo neblinoso, con figuras mecánicas que de noche se animan. Hay un reloj de pulsera que, aunque marca con fidelidad las horas, vuelve siempre al día 9, que se repite al infinito sin que el personaje lo sepa: cada medianoche en que ocurre el milagro sufre de amnesia, y ese día 9 termina siempre con una misma incertidumbre llena de esperanzas: el día 10. El cuento se llama La prisión. En El gabinete de los relojes hay un anciano que vive rodeado de esas aparatosas reliquias, que marcan horas distintas —con variaciones de minutos, incluso de segundos— produciendo, con el restañar de sus péndulos, una sinfonía de extraña belleza. De repente, una tarde, la sinfonía cesa. Alguien entra en el cuarto y descubre al anciano, muerto. La vida prosigue pero años después ese mismo alguien, al volver a aquella casa empolvada, comienza a escuchar cómo, uno a uno, los relojes funcionan de nuevo.

A Garret le fascinaban los turbadores relojes sin manecillas, que para él miden el tiempo de los muertos; los relojes que andan hacia atrás, imponiendo a la realidad la tarea casi grotesca de precipitarse hacia el pasado; aquel reloj de la máquina de Wells que registra milenios en cuestión de segundos y los relojes lentos, de paciencia insoportable y segundero haragán.

La brújula, más monótona y con menos posibilidades literarias, tiene sin embargo una dignidad tan grande como la de su hermano laborioso y, a veces, una mayor exactitud, una mayor constancia. La terca brújula, enamorada de un norte coqueto y evasivo; incomprensiblemente desdeñosa de los otros puntos cardinales y de todos sus misterios…

En este libro, las brújulas pierden su monotonía: deliran, en lugar del norte indican el sur, conducen a su poseedor —un hombre taciturno de barba y turbante— hacia el Abismo o lo halagan señalándole, con su manecilla encantada, los lugares que ocultan un tesoro o los remansos de un oasis hecho de mujeres en las trayectorias del peregrino, bajo el sol o bajo la tormenta. Hay, por supuesto, una brújula quisquillosa, que cambia de opinión cada cinco minutos, que tiene días festivos o de mal talante, que hunde al barco o que trata de usurpar las junciones de su hermano mayor. No son muchas las brújulas, pero el volumen consigue rehabilitarlas un poco, sacarlas a la luz que la sombra del reloj les vedaba. Sin ti, oh amiga precisa, concluye con afecto Garret, lo que ahora es América seguiría siendo el Océano Incógnito que nos separa de China. Y, sobre todo: Los ambiciosos relojes se detienen, como el corazón de los hombres. Tú haces menos ruido y señalas a un punto: la eternidad.



  • § Dispersos en los maltratados ejemplares de Weird Tales que conserva nuestra Hemeroteca Nacional. Fuera de la experiencia, un tanto apresurada, de consultar esos especímenes, mi contacto con Finlay es nulo. Básteme destacar, pues, algunas de sus características: puntillismo utilizado para los matices fluctuantes de la sombra; tratamiento académico del cuerpo humano, del animal, del monstruo y del paisaje; irrealidad lograda a partir del encuentro de objetos familiares en un contexto insólito, que nos recuerda en ocasiones al Ernst de Une semaine de bonté; noción ornamental del arte; sensiblería de buen gusto; predominio de la burbuja, de la flora exuberante y de neblina como recursos de sugestión.

© «Retazo de púrpura»: noción acuñada en la época. Se trata de un súbito desliz, casi siempre de la prosa, hacia la opulencia extravagante con diversos propósitos… el más honorable de los cuales es el decorativo. Aubrey Beardsley y Ronald Firbank agotaron este capricho, que a la larga infunde una suerte de «pátina» en el mármol robusto del discurso apolíneo. Lejos de confundir a un mero juego de salón con la literatura barroca, podríamos afirmar sin embargo que si un Victoriano leyera párrafos de Lezama Lima creería hallarse frente a la cristalización de una de sus pesadillas: el purple patch entendido como visión del cosmos.

ª Lo de «chistes entrerrianos», como supe después, no era más que un chiste: pretendido color local de alguien que ni era argentino ni había estado nunca en Entre-Ríos.

* Cuyo ideal del «dibujo psicológico» era mostrar, simultáneamente, los estímulos de un incidente sobre un grupo de personajes, las reacciones de cada uno de ellos ante el incidente y las de cada uno de ellos entre sí. La imposibilidad de aplicar para ese fin otro método que el sucesivo le hizo romper incontables manuscritos.

¨ Tal vez murió porque el vidrio oscuro a través del cual veía el mundo fue convirtiéndose en un espejo.