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EL SEÑOR DE LOS CEMENTERIOS

Bernardo Monroy

 

I-DIMANCHE

II- LUNDI

 

III

MARDI

 

Tal vez te preguntes cómo es que yo, un reportero mediocre, autor de notas mediocres, de un medio informativo digital igualmente mediocre, rodeado de compañeros mediocres y con una vida mediocre tiene la protección del espíritu vudú (o loa) de la muerte.

Todo empezó hace un año, en la única ciudad donde puedes encontrarte con los loas caminando por las calles como si nada: Nueva Orleans.

Viaje a la cuna del jazz en diciembre. Había ahorrado durante todo un año con tal de conocerla. Era la ciudad de mis sueños desde niño cuando vi La princesa y el sapo y Entrevista con el vampiro. En vivo, la ciudad era igual de mágica y sobrenatural. Llegué al centro de la ciudad y me hospedé en un Motel 6. Vagué por las calles sin importarme la hora ni el futuro. Hay ciudades del mundo que hacen que te fusiones con ellas, que tienen magia en el aire, en las piedras, en los edificios centenarios y en su gente: Madrid, Guanajuato, Londres, París, La Habana y, claro, donde me encontraba.

Las calles de nombres franceses no habían cambiado en siglos ni lo harían: Rue Bourbon, Rue Basin, Rue Canal, Rue Duphine, Rue Carondelet… Los edificios eran diferentes a los de cualquier otra ciudad de Estados Unidos: completamente franceses. La vida nocturna era herencia de Francia: siempre luz, jamás dormía. La fiesta en Nueva Orleans nunca termina. La gente bebía en las calles y escuchaba jazz sin parar. Encontrabas con la misma constancia templos católicos y templos vudú. La Virgen María y los santos convivían sin problema alguno con Papá Legba y los loas. Había burdeles y librerías. Podías encontrar en Pirate Alley a un borracho insultándote y, al mismo tiempo, la casa de uno de mis escritores favoritos: William Faulkner.

Entré a un bar en la calle Bourbon y bebí, por supuesto, bourbon. Tomé tanto que vomité dos veces. Eran las tres de la madrugada cuando se sentó en mi mesa un hombre negro, de dos metros. Con sombrero de copa, saco y pantalón negro. Estaba descalzo y me miraba con unos ojos aterradores: como las cuencas de una calavera. Me extendió la mano y se la tomé. Había dos botellas de ron en la mesa, que aparentemente aparecieron de la nada. Supuse que ya estaba tan ebrio que no me di cuenta que las había pedido.

—Puedo hacer aparecer botellas de ron por arte de magia. No escatimes gastos. Enchante, soy el Barón Samedí.

Sonreí de forma estúpida, como sólo lo hacen los ebrios. Le dije que no sabía que hubiera barones en Nueva Orleans, pero que estaba bien siempre y cuando invitara la peda. Ni siquiera me había dado cuenta que el tipo hablaba fluidamente el castellano. Bebimos toda la botella y salimos a caminar por Bourbon Street. Entre las personas que disfrutaban del eterno relajo de la ciudad pude ver claramente a una muchacha con vestido de novia. El Barón Samedí me exigió que aceleráramos el paso.

—Ella es Madame Brigitte, mi esposa. Es una deidad de gran poder, y le molesta que yo le ande poniendo el cuerno con las mujeres humanas.

Vi a una serpiente con los colores del arcoíris, y antes de suponer que era la mascota de algún antro gay, mi acompañante me dijo que se trataban de Damballa y su esposa Ayida-Wedo, loas representantes de la naturaleza. Claro: por eso la película de Wes Craven se llama La Serpiente y el Arcoíris.

Mientras nos perdíamos por las calles que mezclaban idiomas francés, español e inglés, El Barón me explicó un poco sobre el vudú: él es uno de los dioses (también llamados loas) más oscuros, siniestros y poderosos. También se le conoce como el Barón Cimitière, o Barón Cementerio, y su nombre se traduce, literalmente, a “sábado”. El Barón controla la muerte a voluntad, puede crear zombis y, si lo desea, matar a quien se le antoje de la manera que se le pegue la gana. El Barón Samedí es el señor de las encrucijadas, y habita en los cementerios. Es un dios del placer sexual, sadomasoquista, violento y agresivo. Es bromista y lujurioso. Sus súbditos pueden ser legiones de espíritus de muertos, o gente que comparta sus malsanos gustos.

—Precisamente por eso te busqué, Benjamín. Tú eres de mi bando. Los dioses y espíritus buscan súbditos como ellos, y un sádico deseoso de ver sangre y gozar con el sufrimiento ajeno es perfecto. Yo te acompañaré en tu trabajo, y tú simplemente tendrás que permitirlo. Mi regalo será el mayor sueño de todo reportero: estar en el lugar indicado en el momento indicado, incluso antes que la noticia ocurra, porque yo puedo hacer la noticia de la muerte. Yo puedo asesinar desde un bebé en el útero hasta un presidente con mi mera presencia.

—Gracias —dije, intuyendo que estaba ante un loco—. Pero no me interesa.

—¿Tú crees que Yahvé le preguntó a Job que lo iba a joder? ¿Tú crees que los dioses nórdicos intentaron dialogar con Siegried? No, Benjamín. No. No te estoy preguntando ni te hago un examen de opción múltiple. Sigamos caminando.

Llegamos al cementerio Saint Louis #1, el más antiguo de Nueva Orleans y, quizás, uno de los más viejos de América. La reja estaba cerrada, pero se abrió por sí sola en cuanto el Barón se paró frente a ella. Entramos y dimos una vuelta entre las tumbas.

—Es un lugar lleno de historia este cementerio —dijo el Barón—. Aquí se han desarrollado éxitos de Hollywood como La princesa y el sapo, Entrevista con el vampiro, American Horror Story y no recuerdo cuantos más, además que están enterrados los primeros muertos de la ciudad.

El Barón Samedí extendió las manos y, ante mis ojos, la tierra se empezó a mover. Manos emergieron de la tierra. Luego brazos. Cabezas. Troncos. Piernas. En pocos minutos estaba rodeado por cinco muertos vivientes. Algunos eran auténticos esqueletos, otros cadáveres ambulantes, y otros tenían un poco de ambos. Una mujer sin quijada ni mano derecha se acercó a mí y me besó. Sentí su aliento fétido y unas larvas se arrastraron a mis labios. En ese momento vomité los litros de alcohol y la cena.

—¿Sigues pensando que soy un loco? —me preguntó el Barón, pero yo no respondí.

La respuesta era obvia.

Salimos del cementerio. Al día siguiente, me dediqué a dar un tour por Nueva Orleans con mi nuevo y escalofriante amigo. Me mostró su poder al afirmar que el tranvía que recorría la ciudad se descarrilaría. Hubo diez muertos. También fui testigo de cómo un niño caía al río Mississippi y se ahogaba. Ambas situaciones no me asustaron. Al contrario: me parecieron bastante hilarantes. El Barón Samedí lo supo, y se rió con esas carcajadas infantiles que tanto lo caracterizaban.

Descubrí que toda mi vida había sido un fiel súbdito del loa de la muerte.

Continuará…

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MonroyBernardo Monroy nació en 1982 en México D.F. y actualmente vive en León, Guanajuato. Es periodista y ha publicado el libro de cuentos “El Gato con Converse” y la novela “La Liga Latinoamericana”; así como la novela electrónica “Slasher”, disponible gratuitamente en el portal Zona Literatura. Es aficionado a los videojuegos, los cómics y los géneros de terror, fantasía y ciencia ficción, y escribe porque está frustrado, ya que nunca pudo ingresar a la Escuela de Jóvenes Dotados del Profesor Xavier. Sus textos han sido traducidos al klingon y al élfico.