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LUCHO CONTRA MI PROPIO SER CUENTISTA

Manuel Barroso

 

Lo dije hace poco y lo repito aquí: Ignacio Padilla es uno de los contadores de historias más interesantes que tiene las letras mexicanas. Sus cuentos son una bella máquina que funciona a la perfección y maravilla al lector. Por eso es que, ahora, habla ella de entre las voces debajo de nuestra cama.

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En La catedral de los ahogados, Si volviesen sus majestades y La teología de los fractales lo fantástico se producía desde el lenguaje y se modificaban entre los dos. Esa experimentación ya no está en tu narrativa. ¿Qué y cómo cambió?

Eres la primera persona que percibe un abandono de la búsqueda del lenguaje en esas obras. En mi obra, en realidad, lo que más me… yo sólo sé lo que he escrito a partir de lo que dicen mis lectores sobre eso. Y al contrario, sí hay algunas propuestas lingüísticas muy concretas en algunas novelas, pero si acaso, salvo Amphytrion, tanto Espiral de artillería como la propuesta lingüística que la mayoría de la gente consideró muy compleja de El daño no es de ayer, los cuentos de Los reflejos y la escarcha que tienen propuestas que a mi entender –y al entender de la crítica– son más complejas lingüísticamente hablando que las de Si volviesen sus majestades. En general son, desde mi perspectiva y la de la crítica, muy contadas las obras donde no hay una predominancia de la forma sobre el fondo. Ahorita estoy tratando de pensar porque no ubicaba esas cosas. Definitivamente no lo he abandonado. La catedral de los ahogados no me parece una propuesta compleja. Es una novela primeriza, un laboratorio de las formas y las palabras. Si volviesen sus majestades ya es una propuesta más abigarrada cuya resolución me causó cierta inquietud porque, en ese caso, la forma terminó devorando al fondo, a la historia. De ahí que, en Amphytrion en particular, hubiese buscado un equilibrio. Me hubiera gustado simplificar y hacer invisible el estilo. El único caso intencionado de esa invisibilidad es en mis cuentos. En el resto mi monstruo vuelve, resurge, pero sí hay una búsqueda de cierto equilibrio. Reconozco que tengo una manía barroca por el lenguaje, pero brego constantemente por que no acabe devorando a la historia. Casi nunca lo consigo. Y está bien que así sea. Ya he asumido que mi forma es mi fondo y que las anécdotas estarán marcadas por un lenguaje barroco. Procuro repetirme lo menos posible, encontrar nuevas herramientas, utilizarlas, invitar al lector a que las utilice.

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¿Cómo fue concebida tu tetralogía de cuentos y cómo fue cambiando de Las antípodas y el siglo hasta Los reflejos y la escarcha?

No sabría decirte estrictamente cómo surge. No soy un autor que planee mucho sus obras a priori. A medida que van surgiendo me van indicando cierta naturaleza, cierta unidad o ciertas necesidades. Entonces claro, siempre estoy escribiendo cuentos. Las antípodas y el siglo surge hace casi veinte años, y surge como un volumen en el que encuentro cierta unidad. Los libros siguientes van siendo escritos en un periodo de veinte años y terminarán siendo escritos en un periodo de treinta años. Resulta natural que haya contrastes. Sin embargo, la unidad siempre es el autor. Y ciertas coincidencias temáticas, de ambientes, de búsquedas lingüísticas. Vi que hacía falta, de mí o de cualquier otro autor, de los grandes libros cuentísticos por los que yo me formé. Tengo la desagradable sensación de que los libros de cuentos se han convertido en cajones de novelistas que, después de un rato de escribir cuentos de navidad, deciden publicarlos. Mi reacción ante eso es: “no voy a publicar un solo volumen de cuentos en memoria de Historia universal de la infamia, Ficciones, El aleph, El bestiario, La oveja negra, El llano en llamas”, que eran propuestas unitarias. Y pensé en hacer que mis cuentos estén presentados de forma volumétrica, de forma unitaria. Y no sólo uno, voy a hacer cuatro. Sólo conozco un antecedente de propuestas de trilogía, en este caso, de volúmenes cuentísticos, que es la obra de John “Verger”. Mi idea es dejar alguna especie de legado cuentistero que pueda ser percibido como una totalidad.

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El lenguaje era tu monstruo, tus libros de cuentos son bestiarios, ¿qué tanto alimenta esto tu obra ensayística?

Mi obra cuentística marca el resto de mi obra. Siempre estoy escribiendo cuentos y, en ocasiones, el cuento crece y exige otro tipo de espacio. Me pide convertirlo en una obra de teatro, o en una novela o en un ensayo. Mis ensayos son obras de cuentista. Mis novelas son relatos que crecieron, son las novelas de un cuentista. Mis obras de teatro son eso, obras de un cuentista que crecieron. Los ensayos, de hecho, siguen siendo narrativos, porque estoy tratando de articular las mismas obsesiones que antes he traducido en cuentos.

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Fuera de La gruta del Toscano (y eso es un decir), todos los monstruos de tus novelas son humanos. ¿Qué tanto cambia tu exploración en este género en relación a los otros?

Si algo quisiera, y me alegra que repares en ello, es que no me pareciera demasiado a mi yo cuentístico en los otros géneros literarios. Mi escritura de novelas es bregar contra el cuentista. No lo consigo porque estoy plenamente consciente de que la novela es imperfecta. Su belleza está en la imperfección, el ritmo de la lectura tiene que ser más fluido. Un estilo demasiado pulido en cada frase, que es necesario para el cuento, no es tolerable para un lector en una novela. Es muy difícil leer una novela con el ritmo sostenido de un cuento. Sin embargo, termino escribiendo –y puliendo– mis capítulos novelísticos como si fueran cuentos. Eso genera una lectura que, a mi entender –digo, espero que agradable–, es fatigosa. Procuro olvidarme de la corrección de la forma para contar la historia novelística, procuro recordar que en la imperfección del novelista está la belleza de la novela. Que debo dejar el chip cuentista. Creo que mis novelas son cuentos engarzados. Sigo buscando escribir una novela que no sea una serie de cuentos. Y, sin embargo, siempre me traiciona el cuentista. Lucho contra mi propio ser cuentista.

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Dime un libro que te encante y que nadie pueda pensar que te encante.

Uno de Aira, por ejemplo. Cuando surgieron las dos grandes cabezas de la nueva literatura argentina, Ricardo Piglia y César Aira, naturalmente la gente me recomendó que me acercara a Piglia porque estaba mucho más en mi universo borgesiano. Aira es un autor que escribe mucho, muy rápido, muy descuidado, publica cada seis meses, cositas muy breves, algo reiterativas. Es como el anti-Piglia. Sin embargo, en aquel entonces, me acerqué a Piglia y me costó trabajo. En cambio Varamo me gustó muchísimo. Es un tipo de autor que me gusta mucho. La gente se escandaliza que me guste tanto Arturo Pérez-Reverte, a quien respeto y admiro profundamente. Me parece un escritor necesario, un gran autor. Siempre va a haber un autor como él en todas las generaciones. De no ser por los finales de sus novelas, me parece un autor sumamente importante.

 

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manubchManuel Barroso nació, creció y murió antes de enterarse de ello. Por eso reseteó la consola y sigue aquí.

Lee como poseso, escucha rap y jazz de forma adictiva, escribe porque le duelen las historias. Odia las verduras.

Mañana comprará un rifle.