EL HOMBRE QUE AMABA A LOS MONSTRUOS
notas sobre Guillermo del Toro y su Frankenstein
Aglaia Berlutti
Guillermo del Toro ha reinventado la figura del monstruo como espejo de lo humano. En su cine, lo grotesco se vuelve ternura, la oscuridad revela belleza y el miedo se transforma en lenguaje emocional. Su obra propone que el verdadero horror no habita en las criaturas, sino en la fragilidad del alma.
En varias de las escenas de su Frankenstein (2025), Victor (Oscar Isaac) oscila entre la crueldad absoluta y la humanidad desgarrada. Todo, mientras lucha como puede —y jamás con éxito— por encontrar una forma de consolar el odio y la angustia que le obsesiona a toda hora. La muerte es el enemigo y Victor está dispuesto a vencerla por cualquier medio posible, incluso los más sórdidos, depravados y antinaturales. Un impulso oscuro que le llevará a crear, no sólo su obra más audaz, violenta y brutal, sino también a comprender que todo lo que le atormenta es la medida de su propia cualidad monstruosa, oculta bajo el rostro de un hombre.
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Al otro lado, su criatura (Jacob Elordi) lucha contra la existencia sin propósito ni sentido, la necesidad de ser amado y la búsqueda de la identidad. De ser inocente y frágil a un asesino imparable, el hijo terrorífico de Victor es un reflejo del bien y del mal en el corazón del científico. La necesidad de imponer el horror primitivo que le atormenta sobre el mundo.
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Entre ambos hombres, Elizabeth (Mia Goth) es un faro de necesidad insatisfecha, pura pasión convertida en un puente entre mundos, entre la vida y la muerte, entre el deseo y la expiación.
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De la misma manera que en el libro, Guillermo del Toro logra mezclar en un mismo escenario el abismo de la creación hórrida con el horror del sufrimiento convertido en un arma venenosa. Un tópico gótico que Mary Shelley recreó con una fábula sobre la culpa y la redención. El mexicano capta esa esencia oscura, irredimible, una lección sobre la carne convertida en territorio de sombras que, además, convierte en la mejor obra cinematográfica de su larga carrera dedicada a retratar la belleza del horror.
Por supuesto, Frankenstein sólo es el punto final de una larga búsqueda del tapatío en busca de una reflexión inusual sobre la naturaleza de lo terrorífico y lo anómalo. De hecho, la filmografía de Guillermo del Toro puede leerse como un archivo visual sobre el miedo y la belleza de ser humano. Su universo no se define por los monstruos que crea, sino por lo que revelan de quienes los miran. En su cine, lo sobrenatural deja de ser un simple efecto estético para transformarse en metáfora de las emociones reprimidas. Del Toro no busca horrorizar sino conmover, desmontando el límite entre lo humano y lo abominable. En cada criatura que imagina —desde vampiros y demonios hasta fantasmas y seres anfibios— hay una pregunta sobre el alma, el deseo y la culpa. Su obra pertenece a esa corriente artística que entiende lo monstruoso como espejo moral: el reflejo de la fragilidad, la contradicción y la ternura.
El director redefine el mito clásico del monstruo para convertirlo en una forma de sensibilidad. Lo hace desde la empatía y el asombro, no desde el temor. A diferencia de muchos realizadores contemporáneos que emplean el horror como una excusa para el espectáculo, del Toro utiliza la oscuridad para hablar de humanidad. Sus criaturas no son metáforas del mal absoluto, sino cuerpos heridos que encarnan la complejidad del sentir. En ellas hay tristeza, deseo y también un tipo de belleza inquietante. El cineasta mexicano transforma lo abyecto en un lenguaje poético y político, donde la deformidad no es condena sino síntoma de verdad.
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La dualidad del monstruo
Una constante en su filmografía es la exploración de personajes que se encuentran entre dos naturalezas: la humana y la sobrenatural. Del Toro los dibuja como seres divididos, marcados por el dolor y la exclusión. No son villanos, sino víctimas de un sistema que teme lo diferente. Esta ambigüedad define el tono emocional de su obra: lo monstruoso no destruye, revela. El miedo que recorre sus películas no proviene de las criaturas, sino de la intolerancia que las rodea.
El director asume el horror como un lenguaje filosófico. Desde su mirada, lo terrible es también lo sublime. Cada encuadre, cada textura, parece decir que la oscuridad no se combate: se entiende. De ahí que sus personajes carguen con cicatrices físicas y emocionales que los hacen memorables. Del Toro construye un tipo de belleza enferma, en la que el sufrimiento es el único modo de alcanzar la verdad. Esa mezcla de piedad y crueldad define lo mejor de su estilo. Las escenas más impactantes de su cine no son las de violencia explícita, sino aquellas en que los monstruos muestran humanidad y los humanos se comportan como depredadores.
En El laberinto del fauno (2006), la mirada infantil de Ofelia (Ivana Baquero) se convierte en un prisma para analizar el horror histórico. Mientras España se desangra tras la Guerra Civil, del Toro combina realismo sucio y fantasía simbólica para indagar en la manera en que el trauma colectivo se filtra en la imaginación. Ofelia no escapa de la violencia a través del mito, sino que lo utiliza para sobrevivirla. Su viaje es el de una niña que comprende demasiado pronto que la crueldad humana supera cualquier monstruo de cuento.
El fauno, ambiguo y misterioso, encarna el conflicto entre obedecer y resistir. Es guía y amenaza a la vez. La película convierte la fantasía en un terreno ético, donde cada decisión tiene un costo. Del Toro filma la guerra desde la mirada de los inocentes, y su cámara sugiere que lo real puede ser más insoportable que lo fantástico. La belleza visual —el musgo, la tierra, la penumbra azulada— convive con la brutalidad militar, recordando que lo imaginario es también un acto político. Ofelia, al final, no muere: se transforma. En su muerte hay una forma de victoria, una afirmación de que la imaginación puede sobrevivir incluso al fascismo.
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La inmortalidad y la condena
El tema de la vida eterna como maldición aparece por primera vez en Cronos (1993), su debut como director. Allí, la búsqueda de la inmortalidad se revela como una trampa que desnuda la naturaleza destructiva del deseo. Jesús Gris (Federico Luppi), un anticuario que se obsesiona con un extraño artefacto, representa la ansiedad humana por escapar del tiempo. Pero del Toro no moraliza: muestra cómo el anhelo de permanecer puede volverse tan oscuro como la muerte misma.
La película juega con los códigos del cine de vampiros sin seguirlos al pie de la letra. El hambre por la sangre se sustituye por un apetito simbólico: la necesidad de control, de poder, de dominio. La cámara observa con compasión a sus personajes mientras se corrompen lentamente. Lo sobrenatural funciona como reflejo de una verdad más simple y terrible: la imposibilidad de aceptar la finitud. En Cronos, la monstruosidad nace del deseo de no morir, y lo irónico es que, en el intento de vencer la muerte, los personajes pierden lo que los hacía humanos. Del Toro inicia con esta historia una exploración de lo prohibido que después se expandirá hacia el mito, la guerra y el amor.
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En El espinazo del diablo (2001), del Toro regresa a la España de posguerra para examinar otra forma del dolor: la memoria que no se apaga. La pregunta que formula el personaje de Casares (Federico Luppi) —“¿Qué es un fantasma?”— se convierte en una declaración de principios sobre su cine. Los fantasmas, para el director, no son apariciones malignas, sino emociones que se niegan a desaparecer. Son la persistencia del pasado en el presente, la materialización del duelo.
La historia de los niños huérfanos y del espectro que los acompaña no busca asustar, sino conmover. El terror se vuelve melancolía. Cada sombra y cada susurro expresan lo que el dolor colectivo no puede articular. Del Toro captura esa atmósfera con una elegancia que desarma: los muertos no se vengan, sólo piden ser escuchados. La película marca el momento en que su cine deja atrás el puro simbolismo del monstruo para adentrarse en lo psicológico. El espinazo del diablo es tanto una historia de fantasmas como un manifiesto sobre la necesidad de recordar.
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La poética del sufrimiento
Lo que distingue a del Toro de otros directores de fantasía es su capacidad para dotar de sentido ético al horror. Sus películas nunca son frías. Cada criatura que aparece en pantalla lleva una carga emocional que trasciende su función narrativa. Incluso cuando sus mundos son barrocos o abrumadores, hay una estructura de ternura que los sostiene. El director entiende que el miedo es un lenguaje primitivo, y lo utiliza para explorar la vulnerabilidad.
En sus filmes, el sufrimiento se vuelve una herramienta de conocimiento. No hay pureza sin sacrificio. No hay belleza sin herida. Este equilibrio convierte a su filmografía en una meditación sobre el cuerpo, la fe y la identidad. En lugar de celebrar el poder o la violencia, del Toro busca la redención en los márgenes. Sus protagonistas —ya sean niños, monstruos o soñadores— siempre están al borde de la destrucción, pero en esa fragilidad reside su grandeza. Es un cine que no pretende ofrecer respuestas, sino compartir la experiencia de mirar la oscuridad con compasión.
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La herencia del asombro
A lo largo de tres décadas, Guillermo del Toro ha tejido un imaginario coherente donde el horror y la ternura coexisten. Su legado no sólo está en sus criaturas icónicas, sino en la forma en que redefinió la sensibilidad del género. Con él, el terror se volvió emocional, el mito se volvió político y el monstruo adquirió dignidad. Su cine es una invitación a aceptar que lo temible no siempre es ajeno: muchas veces vive dentro de nosotros.
Del Toro se inscribe en la tradición de los grandes fabuladores visuales —de Mary Shelley a Jean Cocteau—, pero su mirada es contemporánea y urgente. En un mundo que idealiza la perfección, él recuerda que lo roto también puede ser hermoso. Cada una de sus películas funciona como un recordatorio de que la oscuridad no destruye: ilumina. En el corazón de sus historias late una certeza sencilla y devastadora: sólo quienes han conocido el miedo pueden comprender la belleza.
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Todavía en algunos cines y en Netflix.
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Aglaia Berlutti
Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.
Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.
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