Seleccionar página

AQUÍ VIVE EL HORROR

Una corta genealogía sobre las casas embrujadas

II

Aglaia Berlutti

Primera parte

 

Una mirada a la oscuridad y a los terrores inconfensables

El fenómeno de la «casa embrujada» —esa comprensión sobre lugares capaces de ser humanizados hasta elaborar conceptos complejos sobre el miedo— es mucho más que meras aseveraciones alegóricas sobre la oscuridad psicológica y espiritual del hombre. Y lo es por su capacidad para reflejar un tipo de terror basado en algo mucho más que complejo que la capacidad del hombre para comprender el miedo o su necesidad de explicar lo desconocido. Como género literario, las «casas embrujadas» engloban un tipo de análisis muy concreto sobre la forma en que percibimos y analizamos el miedo como parte de una nueva dimensión de lo vulnerable. Después de todo, el hogar suele ser el símbolo de lo privado, y su destrucción —el ataque en el ámbito personal— destroza desde sus cimientos la comprensión básica sobre la identidad. De manera que la «casa embrujada» es, quizá, la noción más profunda sobre la violencia irreversible y la pérdida de lo privado. Más allá del horror que se sugiere — o se muestra —,  el miedo que invade el ámbito es la naturaleza más agresiva de lo desconocido.

Por ese motivo, “La caída de la casa Usher” (Edgar Allan Poe, 1839) refleja mejor que cualquier otro esa retorcida percepción sobre el miedo que tiene por único origen lo rutinario. Se trata de un relato corto (unas veinte páginas) que recorre no sólo los dolores y temores de los habitantes de una vieja casa sino también el rostro inquietante del lugar. Con frases como «los relieves de los cielorrasos, los oscuros tapices de las paredes, el ébano negro de los pisos y los fantasmagóricos trofeos heráldicos rechinaban a mi paso», «el moblaje en general era profuso incómodo, antiguo y destartalado. Había muchos libros e instrumentos musicales en desorden», Poe dotó a la vieja Mansión Usher de una tenebrosa personalidad que reconstruye el ámbito familiar en un tipo de horror nuevo y difícil de definir. Un relato angustioso y pausado, que, además, insiste en comprender al hombre —su circunstancia y vicisitudes— como una idea originaria de todo horror. El escritor redimensiona la cualidad del miedo, lo humaniza y, además, reflexiona sobre la incertidumbre de la existencia a través de todo tipo de metáforas que resultan inquietantes insinuaciones sobre la oscuridad privada: el alcoholismo de uno de los personajes, las enfermedades, la debilidad mental y la violencia disimulada en medio de las relaciones familiares convierten al relato entero en una reflexión sobre las penumbras íntimas. El ambiente triste y melancólico del caserón sugiere no sólo la devastación definitiva —como de hecho ocurre— sino también la lenta caída a los Infiernos del sufrimiento de los personajes. Todo en medio de un escenario decadente de habitaciones oscuras que se caen a pedazos y una penumbra persistente que parece aplastar de manera gradual la atmósfera en cada escena.

En el mismo estilo siniestro y levemente emocional, El hotel encantado (Wilkie Collins, 1879) reflexiona sobre el fenómeno de la casa embrujada como un reflejo de terrores oscuros e indescifrables. La novela relata los hechos naturales que ocurren en un antiguo palacio Veneciano transformado en hotel. De la misma manera que Poe, Collins avanza a través del suspenso, creando un clima malsano e inquietante que apunta directamente a conmover al lector y, sobre todo, reflexionar sobre las dimensiones de lo que se esconde detrás de una aparente normalidad. El recurso termina creando un arco argumental tan efectivo como potente: la habitación escenario de una muerte violenta no sólo provoca posteriores dolores y terrores en cualquiera que le habite sino que permite explorar y profundizar en las historias de los personajes como parte de una trama compleja cada vez más temible. En medio de los hilos de intrigas, crímenes, amores contrariados, herencias y terrores nocturnos, la novela logra convertir a los espacios habitados por el mal primigenio —el asesinato como símbolo de la absoluta pérdida de identidad— en algo mucho más denso de lo que podría suponerse.

Claro está, las criaturas y monstruos son también símbolos —y habitantes— habituales de los lugares embrujados. En El castillo de los Cárpatos (Julio Verne, 1892), el escritor no sólo utiliza el terror de las supersticiones locales sobre espíritus temibles sino que, además, los dota de un singular significado que sostiene la percepción innegable de una fuerza siniestra como motor de la narración. En esta oportunidad, la casa embrujada es en realidad el hogar de un monstruo y, aunque Verne no profundiza en los aspectos más terroríficos del género, si logra brindar una nueva perspectiva al hecho de los espacios como metáforas de la oscuridad privada. Su castillo está lleno de sombras, pero también de sangrientas historias que recorren con una original belleza el monstruo como individuo y, sobre todo, parte de la comprensión sobre lo que consideramos terrorífico. Una vuelta de tuerca sugerente no sólo al habitual espacio encantado sino a la percepción de lo siniestro como concepto complejo acerca de la personalidad moral del hombre.

Resulta notoria la influencia del relato en la obra cumbre de Bram Stoker, Drácula. Para el escritor, el castillo del Conde vampiro —cuyas descripciones se basan de manera tangencial en el aspecto del Castillo de Bran en Rumanía— es un elemento de enorme importancia para sustentar la aprensiva atmósfera psicológica de la novela. Durante la crucial primera parte de la novela, Stoker no duda en dotar al castillo de su misteriosa criatura, de todos los atributos del espacio gótico por excelencia. Y no obstante, hay algo más retorcido en la enorme construcción en su vetusta historia o su inquietante identidad como morada de un peligroso depredador sobrenatural: Stoker reflexiona sobre el miedo desde un punto de vista anecdótico pero, sobre todo, bajo la percepción del horror como un peligro latente. Cada habitación del castillo de Drácula parece estar sumida en sus propias anécdotas sacrílegas y sangrientas. Como si se tratara de un laberinto de lascivia, terror y algo entre ambas cosas, el recorrido por el castillo del Conde Drácula es también una forma de reconocimiento tácito sobre los horrores invisibles que habitan en la violencia y, desde luego, su capacidad de seducción.

La misma percepción nihilista sobre el terror que se esconde entre habitaciones destartaladas es el argumento de la magnífica La casa en el confín de la Tierra (William Hope Hodgson, 1908), en la que el terror parece avanzar no sólo a través de la casa sino constituirse en parte esencial de la percepción estructural y física en la que habita. La mansión no es sólo el hogar del monstruo sino también el límite físico entre el miedo, la redención y una percepción muy profunda sobre lo desconocido como una amenaza. Hodgson reconstruye la noción sobre lo siniestro que evade lugares comunes y que parece más interesada en subvertir la percepción del bien y el mal en algo más complejo. La casa deja de ser una concepción fronteriza sobre lo comprensible y avanza hacia algo más cósmico y colosal. Una concepción que sentó las bases para la percepción del horror como una forma de expresión de la maldad en estado puro y, sobre todo, la preeminencia de la conciencia humana sobre lo sobrenatural.

Por supuesto, el género de «casas embrujadas» —y su simbología— es mucho más que su análisis literario. Su influencia en la cultura popular y, sobre todo, en la interpretación del miedo como un elemento psicológico parece abarcar todo tipo de implicaciones. ¿Por qué resulta tan intrigante la comprensión de la casa o los espacios domésticos como fuente de horror? La novela Perdidos en la noche (John Boynton Priestley, 1927) analiza el tema desde la perspectiva del hogar como refugio de lo insano y lo temible. Lo hórrido en esta ocasión no se trata de un elemento sobrenatural sino algo más temible e indescifrable, que avanza a través de la percepción del miedo como un reflejo de los tortuosos horrores que habitan en la mente del hombre.

La mansión de los horrores (William Castle, 1959) hace otro tanto, pero también innova en el concepto de la casa-trampa, creando la última subversión del espacio privado como amenaza directa. A pesar de que el elemento sobrenatural se encuentra presente —y tanto como para ser una amenaza insistente dentro de la trama—, la percepción de los lugares como tétricos enemigos inanimados elabora un concepto sobre el mal —y el horror sugerido que sorprende por su eficacia—. El terror como un habitante más de un lóbrego baile de horrores.

Más allá del silencio: todos los rostros de lo desconocido

En una ocasión, un periodista le preguntó a Shirley Jackson si creía que las «casas embrujadas» eran reales. Para entonces, ya había sido publicada su célebre The Haunting of Hill House y, de pronto, el género de las construcciones malditas volvía a estar en todo su apogeo. La escritora se tomó su tiempo antes de responder: «mientras exista el mal, habrá un lugar que pueda mostrarlo, simbolizarlo, reflejarlo», respondió a su manera críptica e incluso tenebrosa. Cuando el periodista insistió en una respuesta más clara, la escritora se limitó a sonreír. «Pregúnteselo esta noche, al dormir. En la oscuridad». Muchos años después, el periodista admitiría que, por semanas, había tenido sueños inquietos y la persistente sensación que algo le vigilaba desde la oscuridad. «Como una pequeña maldición», añadió.

Shirley Jackson

«¿Qué es un fantasma?». Quizá no haya una sola manera de definir un fenómeno semejante, pero sí de analizar los terrores que invoca en nuestra mente. Una manera de mirar la oscuridad, de asumir la existencia de lo desconocido. De la frontera misma entre lo que consideramos real y el abismo de la imaginación.

****

Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

TheAglaiaWorld

 

¡LLÉVATELO!

Sólo no lucres con él y no olvides citar al autor y a la revista.