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EL PREDICADOR

Elizabeth Segoviano

MÉXICO

 

Cualquiera que more en el lugar secreto del Altísimo

se conseguirá alojamiento bajo la mismísima sombra del Todo Poderoso.

Salmos 91:1

 

—¿Acepta a Dios en su corazón, hermana?

Esa pregunta había perturbado mi pequeño universo de horarios calculados con precisión obsesivo-compulsiva, haciéndome sentir fuera de lugar. Igual a un pez colgado de un anzuelo metálico, brillante y bien afilado.

—¿Acepta a Dios en su corazón, hermana? —de nuevo aquella voz oxidada y molesta.

—¿Lo hace, hermana? ¿Lo acepta? ¿Lo hace? ¿Lo acepta? —Las palabras de aquel hombre, enfundado en un traje negro algo desvaído y sombrero de paja sucio, parecían un enjambre de abejas furiosas listas para aguijonearme . Yo no quería ser descortés. Tampoco ansiaba hablar con ese tipo pálido y enjuto que miraba meticulosamente mis movimientos. De repente me sentí como una liebre tratando de huir de un ave de presa.

—Lo siento, señor, no quiero ser grosera, tengo mucha prisa —le dije mientras paraba un taxi.

—No se preocupe, hermana —dijo el hombre, abriéndome la puerta del auto—. Dios siempre tiene tiempo para usted. Que tenga un bello día bajo las alas de Nuestro Señor.

Por el retrovisor del auto noté al predicador: miraba mi taxi y se santiguaba una y otra vez. Lo hacía tan rápido que parecía un aleteo frenético y macabro. Quizás era mi imaginación la que aleteaba, dejándose llevar por por ridículas fantasías, como tantas otras veces me había pasado y no sucedía nada fuera de lo común con aquel hombre. Aún así, un escalofrío recorrió mi espalda.

El placentero y silencioso viaje en taxi borró rápidamente todo recuerdo de aquel tipo y me sumergí en mi meticuloso día.

Por la noche, de regreso a casa, noté que por toda la ciudad había predicadores como el que me había perturbado. ¿Qué clase de nueva iglesia estarían promocionando? No eran como otros predicadores, que estaban más cerca de ser agentes de ventas que hombres de fe.

Aquellos hombres y mujeres en trajes y largos vestidos negros muy modestos definitivamente no pertenecían a esas lucrativas corporaciones religiosas que prometían la salvación, riqueza material y el Armagedón la misma semana. La palabra “culto” comenzó a danzar en mi cabeza. Sin embargo olvidé ese pensamiento al cerrar la puerta.

Mi pequeño universo ordenado y silencioso era todo lo que necesitaba. La locura del mundo podía quedarse afuera, pero había algo que me molestaba. La pregunta de aquel hombre: “¿Acepta a Dios en su corazón?” ¿Qué clase de pregunta era esa? Aquellas palabras me habían dejado un regusto metálico en la boca. Jamás he sido una persona religiosa, pero puedo considerarme cristiana. Al menos, creyente. Lo suficiente para creer ciertas cosas. Como que uno debe temer a Dios, y que él nos librará de la trampa del pajarero y de la peste que causa adversidades, y que aunque caminemos por el valle de sombras, no temeremos, porque él estará de nuestro lado, o algo así, algo así.

Decidí que el día había sido demasiado largo y yo estaba exhausta para seguir pensando en el hombrecillo del culto raro, así que bebí un trago de whiskey y me fui a la cama.

Un ruido tenue comenzó a sacarme de mi sueño: alguien tocaba la puerta mucho después de la media noche. Mi corazón comenzó a acelerarse, me levanté tratando de no hacer ruido. Sin encender las luces, me acerqué a la mirilla de la puerta: el pasillo bien iluminado no mostraba a nadie. Quizá me lo imaginé, ya iba de regreso a la cama cuando golpearon otra vez, ahora mucho más fuerte. Con el corazón en la garganta volví a mirar. Nada, no pude ver nada. Algo cubría el otro lado de la mirilla, algo oscuro, parecía una pluma de pájaro. La curiosidad me pedía abrir la puerta y mirar, pero había visto suficientes películas de terror para saber que eso era exactamente lo que no debía hacer.

Me quedé muy quieta, sentí las garras del miedo encajarse en mi cuerpo, adueñándose de mi mente, impidiéndome respirar o pensar con calma.

De nuevo golpes en la puerta, cada vez más fuertes; la pared vibra, la cerradura tiembla. Reúno lo que me queda de coraje, me acerco a la mirilla: el pasillo sigue iluminado, sólo que no está vacío. Está plagado de cuervos grandes y brillantes, todos se quitan las plumas unos a otros, hay manchas de sangre en paredes y piso. Más golpes, pero esta vez no provienen de la puerta sino de la ventana a mis espaldas. El miedo termina lo que empezó. Posa sus garras en mi cuello, sus fauces en mi pecho. Aunque no quiero voltear, mi cuerpo parece no tener voluntad y giro hacia la ventana. Afuera está, suspendido en el aire por un gigantesco par de alas negras, el predicador con su traje negro y su sombrero de paja, golpeando incesantemente con su afilado pico de cuervo. Sus inmensos ojos oscuros me miran, hurgando en mi alma. Grazna y ríe, mientras se santigua una y otra vez.

—¿Ya tiene tiempo para Dios, hermana?

«Something in the Air», de Karen Bondarchuk.

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Elizabeth Segoviano

Estudios en letras inglesas, escritora LIJ incursionando en el género del terror.

Egresada del taller de cuento del Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia.

Fanática del cine de horror y amante de los gatos.

Instagram: @gatoasustadoescribepoesia

Facebook: https://www.facebook.com/elizabeth.segoviano

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