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EL SEÑOR DE LOS CEMENTERIOS

Bernardo Monroy

 

If there is a God what the hell is He for?

William Faulkner, “As I Lay Dying”

 

 

 

I

DIMANCHE

 

A muchos reporteros los ayuda su talento nato para formular preguntas. A otros, sus contactos. A otros, la publicidad pagada por el gobierno. A otros, los sobornos.

A mí, una de las deidades más oscuras del vudú.

Entré a la casona ubicada a la mitad de la carretera. No habían llegado los otros medios de comunicación, pero, con toda seguridad, no tardarían. Caminé hasta el patio trasero, donde se encontraba la fosa con los cuatro cadáveres. Se trataba de un hombre de cuarenta años, una mujer de treinta y unos gemelos. Sus cuerpos, en avanzado estado de putrefacción, parecían gritar la palabra “justicia”.

De acuerdo con mi informante, se trataba de toda una familia que fue secuestrada por el crimen organizado. Cuando el padre del hombre, un empresario dedicado al negocio del calzado, no quiso pagar el rescate, dieron con él y mataron a los cuatro con un tiro de gracia per cápita. Primero a los padres y, una hora después, a los niños, quienes miraron los cuerpos de la pareja e intentaron asimilarlo en tiempo récord. Tomé unas cuantas fotografías y realicé unos apuntes. Eran las 8:00 de la noche.

—Toda la familia. ¡Completa! Lo triste del caso fue que no sufrieron. Me hubiera encantado sentir su sufrimiento.

Me di la vuelta y justo a mis espaldas estaba mi informante, mi amigo, mi patrono, mi dios y mi contacto: El Barón Samedí, Señor De Los Cementerios, loa vudú de la muerte, las encrucijadas, los vicios, las bromas de mal gusto y el sexo más enfermo que cualquier cabeza mortal puede imaginar. El Barón vestía con pantalón de casimir negro, saco del mismo color y sombrero de copa. Estaba descalzo y no tenía camisa. Usaba un bastón con un cráneo humano en la punta. Era de raza negra y tenía unos ojos enormes, sin pupilas, como las vacías cuencas de una calavera. Caminó por la casa, moviéndose en su elemento: la muerte violenta, el sufrimiento, el dolor. Se bajó los pantalones y se agachó ante el cadáver de la mujer.

Me di la vuelta y cerré los ojos. A veces es mejor pasar por alto cierta información al cubrir una nota periodística. Escuché únicamente los jadeos del Barón, seguidos de sus de carcajadas de niño inocente.

Cuando terminó, me siguió hasta el coche y se sentó en el asiento del copiloto. El Barón hizo aparecer un cigarrillo y una botella de ron. Era. además de un dios necrófilo. un vicioso de primer nivel.

—Eres un sádico.

—No. Soy un dios y tengo una naturaleza. Así como en el Antiguo Testamento Yahvé acababa con pueblos porque les gustaba el sexo anal, o los dioses griegos organizaban guerras por manzanas. Todos los dioses existimos y respondemos a una naturaleza, al igual que nuestros súbditos. Por eso me adoras, porque siempre has sido un sádico, necrófilo. Como yo. ¿O en serio haces esto por ética periodística? Eso te lo puede creer tu puta madre. Lo haces porque estás mal de la cabeza.

No dije una palabra. Encendí el auto y conduje rumbo a la ciudad, a las oficinas de “El Último Minuto”, el portal de noticias donde trabajaba. Mientras el Barón Samedí fumaba y bebía pensé en mi vida, tan grotesca como un cadáver putrefacto después de haber sido torturado: en realidad, era periodista especializado en ciencia y cultura, pero Javier, el idiota de mi jefe, un cretino que llegó a su puesto porque no había a quien más poner y los directivos de la empresa periodística le dieron autoridad a él, un blandengue con huevos de plastilina, decidió darme una sección cuyo funcionamiento yo ignoraba por completo. Sin la bendición y ayuda de un dios oscuro, no sé qué habría hecho. Lo cierto era que odiaba mi trabajo. Lo mío era escribir reseñas sobre obras de Shakespeare o realizar críticas sobre exposiciones, no correr detrás de asaltantes y policías corruptos. Mis compañeros eran despreciables. En ocasiones, tenía fantasías de orinarme sobre sus cadáveres.

En el trayecto a las oficinas, un autobús se estampó contra un muro, provocando la muerte inmediata de veinte personas. Estacioné el auto, tomé fotografías y entrevisté a las víctimas.

Sí: las entrevisté. La ventaja de ser súbdito del Señor de Los Muertos es que los cadáveres resucitan y te conceden entrevistas. Después me dirigí a las oficinas, con el fastidio y sopor del empleado que odia su ambiente laboral.

“El Último Minuto” se encontraba en el quinto piso de un edificio de oficinas. Sus colores institucionales eran anaranjado y gris. Era uno de los pocos medios informativos por internet en la pequeña ciudad en la que vivía. De hecho, era pionero, por lo que sus reporteros se sentían merecedores de Pulitzers no sólo por trayectoria, sino por artículo. Eran admiradores del periodismo de Juan Villoro, pero eran tan pedantes como los personajes que describían Tom Wolfe y Truman Capote en sus crónicas de sociales.

Llegué a la sala de redacción. Veamos: primero estaba Javier. Un tipo que había cubierto deportes, y se sentía periodista de investigación de esos que le dicen a Woodward y Bernstein —los del Caso Watergate— que se fueran a chingar a su madre, sólo porque una vez la presidenta municipal le pidió que se retirara de una rueda de prensa… pero no fue por sus preguntas incómodas, sino porque estaba eructando.

Después, Diana y Francisco, los autonombrados reporteros estrella del medio. En realidad, su habilidad periodística se debía a que el director del periódico, un hombre que se comportaba como el ojo de Saurón (por lo malvado, oscuro y ausente), les decía todo cuanto debían hacer: qué documentos investigar, qué escribir, cómo hacerlo. Su ego era inversamente proporcional al tamaño de su creatividad.

Óscar era el editor web. Una criatura tan irrelevante para el género humano que ni su nombre aparecía en los créditos de las notas. Pero el pobre hombre tenía que decir que valía, que era útil, por eso nunca dejaba de echarme en cara mis errores. Su único tema de conversación era el futbol, por eso se llevaba con Leonardo, el responsable de deportes, cuyo nivel de relevancia era tan equiparable como el suyo.

César era el único fotógrafo del medio, pues como se trataba de un medio electrónico, los reporteros hacíamos la toma con nuestros teléfonos inteligentes. Inteligencia era precisamente de lo que César carecía. Realizaba siempre la misma toma y se creía Tina Modotti con verga. Caray, debe ser muy triste ser tu único público.

Estaba José, el practicante. Con él descubrí la ira de mis maestros cuando yo no entendía un tema en clase. El muchacho definitivamente no podía entender. Era incapaz de escribir un párrafo mayor a 140 caracteres. Era un egresado de la escuela de Periodismo Bart Simpson: párrafos de una línea, repetitivos, cortos y estructurados a la carrera, pues el timbre de salida estaba por sonar.

Lo gracioso de “El Último Minuto” era que se proclamaba un medio liberal y de izquierda, que se enfocaba en reportajes sobre abuso de autoridad y explotación… pero el director editorial hacía trabajar a sus empleados de ocho de la mañana a once de la noche y les pagaba una miseria. Así descubrí que entre los izquierdistas también hay doble moral.

Finalmente, estaba yo. El reportero de policía que debía cubrir cultura y ciencia. Si había un ejemplo de la amargura y el odio cocido a fuego lento, la representación de trabajar en un lugar que aborreces, el godinismo elevado a rencor y el rencor elevado a la categoría de arte, era yo… gracias a los cadáveres que veía a diario, gracias al sufrimiento que experimentaba por parte de mis entrevistados, a ver que tras un robo se quedaban sin comer, a que violaran a sus hijas, a que perdieran a su familia en un choque, a las pilas de cadáveres del crimen organizado, mi vida tenía algún sentido. Me había convertido en la personificación del schadenfreude (“palabra alemana intraducible que designa el placer malsano por el sufrimiento ajeno”, diría el señor N. del T.) y el tanatismo.

Pobres idiotas de mis compañeros. Se creían la plantilla de reporteros de investigación de la revista Millenium, la de Steig Larsson, pero más bien eran los zombis de El ejército de las tinieblas de Sam Raimi.

—Ash, siempre que llegas hace frío —me dijo Diana, con su tono de arrogancia inconfundible.

—¿Sí tienes la información de los cuatro cadáveres encontrados en la casa a mitad de la carretera? —preguntó Óscar, queriendo exponerme, pero la información la tenía mucho antes gracias a mi oscuro contacto.

Javier estaba muy ocupado respondiendo por correo electrónico las órdenes de su jefe. El pobre diablo siempre estaba bajo presión. Lo presionaban sus novias, su jefe, y no dudo que su hámster que tenía por mascota. Se quejaba que no podía tener novia, pues el trabajo le robaba todo su tiempo, por eso solía pasar el tiempo con las putas que rondaban el bar del primer piso. En cuanto a Leonardo, estaba muy ocupado viendo un partido, y José se esforzaba en redactar un párrafo más extenso que una línea.

—Sí, siempre hace frío cuando estoy yo.

El Barón Samedí soltó una carcajada. Me dio una palmada en el hombro mientras caminaba por la redacción y miraba a cada uno por encima del hombro. Nadie salvo yo podía verlo.

 

Continuará…

****

MonroyBernardo Monroy nació en 1982 en México D.F. y actualmente vive en León, Guanajuato. Es periodista y ha publicado el libro de cuentos “El Gato con Converse” y la novela “La Liga Latinoamericana”; así como la novela electrónica “Slasher”, disponible gratuitamente en el portal Zona Literatura. Es aficionado a los videojuegos, los cómics y los géneros de terror, fantasía y ciencia ficción, y escribe porque está frustrado, ya que nunca pudo ingresar a la Escuela de Jóvenes Dotados del Profesor Xavier. Sus textos han sido traducidos al klingon y al élfico.