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LA MÁSCARA DEL MIEDO

apuntes sobre el género de terror y su capacidad para reflejar temores colectivos

 

Aglaia Berlutti

 

 

El género de terror ha evolucionado para reflejar las diversas inquietudes y temores colectivos. El resultado es una forma de indagar en los monstruos que aterrorizan —o seducen— a cada generación y el significado metafórico que esa idea puede mostrar sobre cada época.

El pensamiento moderno heredó de la tradición literaria una fascinación persistente por el mal, aunque lo reformuló en clave más íntima y ambigua. Dante habló de la atracción hacia los abismos y Milton describió al demonio con tintes de belleza insoportable. En el siglo XX, esa idea adquirió un nuevo rostro: el asesino en serie. Thomas Harris consolidó esta figura con Hannibal Lecter, protagonista de una saga publicada entre 1981 y 2006.

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En este personaje se combinan refinamiento intelectual, brutalidad y un dominio absoluto de la psicología. No se trata de un monstruo deformado ni de un espectro inmortal, sino de un ser humano con la capacidad de analizarse y reconocerse como depredador. Lecter no oculta su naturaleza: la exhibe con cinismo. Al hacerlo, encarna una forma contemporánea de monstruosidad: la que se oculta tras la normalidad y brilla precisamente porque se reconoce a sí misma como maldad consciente. Harris rompió con la tradición del terror gótico y llevó el horror a un terreno realista, donde la violencia se convierte en una elección racional y calculada.

Lo que hace inquietante a Hannibal Lecter es que no necesita disfraz sobrenatural. Su monstruosidad no proviene de maldiciones ni de experimentos fallidos, sino de una voluntad lúcida. En El dragón rojo (1981), el personaje admite que disfruta matar, y lo hace con un aire de ironía que convierte la confesión en algo aún más perturbador. La frase “me los comí” referida a las víctimas que devoraba revela una perversión elaborada con una claridad escalofriante.

A diferencia de Drácula —que se define por el deseo físico— o de la criatura de Frankenstein —que nace de la ciencia accidental—, Lecter encarna la inteligencia convertida en arma. Su peligrosidad radica en la combinación de lógica, encanto social y violencia. Así, el monstruo moderno ya no es sólo un símbolo de lo desconocido, sino alguien que podría compartir mesa contigo y pasar inadvertido. En ese desplazamiento radica lo inquietante: el mal se volvió indistinguible de lo cotidiano. Lo monstruoso ya no está en un castillo gótico ni en la tumba abierta, sino en la vida diaria, vestido con traje impecable.

El miedo en el anonimato

Otros autores exploraron esa misma idea del monstruo cotidiano. Bret Easton Ellis, con American Psycho (1991), llevó el concepto a un extremo irónico. Patrick Bateman, obsesionado con la apariencia y el consumo, es al mismo tiempo un asesino cruel. En este personaje se condensa la crítica a una sociedad donde la violencia puede coexistir con el lujo y la frivolidad sin generar contradicciones. Bateman representa la banalidad del mal en clave posmoderna: el monstruo que se esconde en la normalidad de la vida corporativa.

Si el vampiro era símbolo de miedos ancestrales y el zombi de la deshumanización colectiva, el asesino de Ellis muestra la violencia incrustada en la vida urbana. El lector reconoce en Bateman un reflejo deformado de su propio entorno: obsesión con el estatus, culto al cuerpo, indiferencia hacia el sufrimiento ajeno. De este modo, el monstruo moderno no necesita colmillos ni magia. Basta con un rostro pulcro y una tarjeta de presentación impecable para recordarnos que el mal puede ser tan rutinario como un día en la oficina.

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Un monstruo estelar

El cine de ciencia ficción también contribuyó a la redefinición de lo monstruoso. Alien, el octavo pasajero (1979), dirigida por Ridley Scott, ofreció una criatura radicalmente distinta a la tradición gótica. El ser diseñado por H.R. Giger no tenía ojos, no mostraba emociones y carecía de rasgos humanos reconocibles. Era puro instinto, un organismo perfecto creado para sobrevivir. Su estética futurista lo alejaba de los fantasmas del pasado, pero al mismo tiempo conectaba con los temores más antiguos: la oscuridad, lo desconocido, lo imposible de comprender.

El androide Ash lo resume en la película con una frase célebre: admiraba la pureza del monstruo porque carecía de moralidad, remordimiento o empatía. En otras palabras, el alienígena representaba la idea de un mal sin ataduras, un depredador que no necesita justificación. Scott trasladó al espacio un terror arquetípico y, al hacerlo, vinculó la ciencia ficción con el horror más elemental. Lo monstruoso se convertía en metáfora del miedo a la perfección hostil, a un enemigo imposible de razonar o detener.

Lo interesante es que la criatura de Alien combina dos dimensiones opuestas del miedo: lo primitivo y lo tecnológico. Su diseño remite tanto a la biología básica como a lo industrial, lo que lo convierte en un símbolo de los miedos propios del siglo XX. La humanidad, rodeada de avances científicos y exploraciones espaciales, proyecta en el alienígena su temor a perder el control sobre la creación y sobre sí misma. La tripulación del Nostromo no enfrenta a un demonio ni a un hechicero, sino a una forma de vida que expone las limitaciones humanas.

En esa mezcla de biología y máquina, el monstruo condensa la ansiedad de una era marcada por la Guerra Fría, la carrera espacial y la amenaza nuclear. La película logró que el terror dejara de situarse en bosques tenebrosos o en ruinas medievales para instalarse en el futuro. El horror ya no pertenece sólo al pasado: se proyecta hacia delante, como una advertencia de lo que la humanidad puede encontrar o incluso crear en su obsesión por avanzar.

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El lado siniestro del símbolo

En este recorrido histórico, los monstruos reflejan más que simples temores. Son espejos de cada época. Los vampiros respondían a la obsesión con la muerte y el más allá; los zombis, a la esclavitud, la plaga y la despersonalización; los asesinos sofisticados, a la desconfianza en lo humano; y los alienígenas, a la ansiedad tecnológica. El monstruo se adapta, cambia de máscara y evoluciona con la sociedad que lo imagina. Pero lo que permanece es su función simbólica: condensar lo que no queremos ver de nosotros mismos.

Lo monstruoso es la materialización de lo reprimido, del tabú, de aquello que resulta insoportable aceptar en estado puro. Por eso las narrativas de terror siguen vigentes: porque ofrecen un lenguaje para hablar de la violencia, la pérdida, la muerte y la diferencia. El monstruo no muere nunca porque el miedo tampoco desaparece. Sólo se transforma, siguiendo los movimientos de la historia y de la cultura que lo produce.

Al final, el monstruo moderno es menos un ser concreto que una metáfora flexible. Puede adoptar el rostro del aristócrata seductor, del vecino amable, del cadáver que camina o de la criatura espacial. Lo une el hecho de recordarnos lo vulnerable que somos frente a lo desconocido. En ese sentido, lo monstruoso es también un lenguaje universal que atraviesa fronteras culturales y épocas. Tal vez por eso sigue fascinándonos: porque nos ofrece una forma de pensar lo que tememos y lo que deseamos al mismo tiempo. La monstruosidad, en su versión clásica o en sus mutaciones contemporáneas, nos habla de la imposibilidad de separar del todo el bien y el mal.

Nos muestra que ambos conviven en nuestra experiencia y que, quizá, lo verdaderamente terrorífico no sea el monstruo de afuera, sino la certeza de que en lo más profundo de nosotros habita también esa sombra. Un recordatorio incómodo de que el miedo es parte constitutiva de lo humano.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

TheAglaiaWorld 

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