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LA RETORCIDA Y EXQUISITA

OBSESIÓN POR LA MUERTE

III

 

Aglaia Berlutti

 

Primera parte

Segunda parte

 

¿Se trata de una evolución histórica de la morbosidad latente de una sociedad obsesionada por los símbolos de la violencia? EE.UU. insiste en una durísima mirada sobre lo que considera la bondad. A través de su historia, el país se erigió como símbolo de la modernidad, el optimismo bien intencionado y el estilo de vida basado en el progreso. Para la generación de la postguerra y, sobre todo, la que sobrevivió a la interminable guerra de Vietnam, el asesinato es un recorrido temible por la crudeza de los defectos culturales más desdeñables. Además, los asesinos en masa solían encarnar un enemigo contra que el que la sociedad estadounidense tenía el deber moral de luchar y vencer. Hitler, Pot Pot eran objetivos evidentes que contradecían el “American Life Style”, por lo que reducirles e incluso destruirlos era una manera de luchar contra la oscuridad del horror y la violencia. Luchar contra cualquiera de ellos llevaba al acto de matar a un tipo de glorificación histórica que ennoblece el mero deseo de comprender el asesinato como una maniobra política. Pero los asesinos en serie son algo más retorcido e inquietante. Son hombres comunes, educados bajo las mismas reglas y limitaciones del hombre común norteamericano. Hombres y mujeres que responden a impulsos inclasificables (o al menos no bajo la concepción del hombre promedio del país). ¿Qué son, entonces, estas pequeñas anomalías del sistema? ¿Qué simbolizan?

Con “Jack el Destripador” la idea fue clara desde el principio: lo que hizo que los asesinatos de Whitechapel saltaran a la palestra pública en la Londres de 1888 fue el conocimiento preciso del asesino sobre medicina. No eran asesinatos vulgares, perpetrados con armas comunes o en paroxismos de furia. El Destripador descuartizaba a sus víctimas y lo hacía con un cuidadoso conocimiento anatómico. Para el conservador, severo y racional Londres de la época, la posibilidad de que un hombre con conocimientos científicos y educación pudiera matar era una subversión a los límites frágiles de su comprensión de la realidad. En una ciudad llena de pobres y criminales de poca monta, la figura del destripador fue una ruptura completa con la forma como la sociedad inglesa se comprendía.

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Lo mismo podría decirse de los asesinos norteamericanos de principios del siglo XX. Tanto Lavinia Fisher como Mary Jane Jackson eran mujeres atractivas y, sin duda, educadas. Y aunque Jackson era una prostituta, era una mujer refinada que cometió su asesinatos en sus lujosas habitaciones cubiertas de sedas y sobre camas de madera costosa. El sentido de la perversión tenía un núcleo real y también la fascinación que despertaba. Tanto “El Destripador” como los asesinas norteamericanas eran la prueba real que bajo la pátina de la cultura había algo mucho más venenoso e inquietante. Un lugar en tinieblas que cautivó la imaginación colectiva.

El fenómeno se repite una y otra vez a lo largo de la historia norteamericana. Jeffrey Dahmer mató a lo largo de casi una década sin otro motivo que coleccionar cráneos para construir un trono que deseaba pintar de negro. La imagen tiene algo de delirante y surreal, casi tragicómica, hasta que se analiza la envergadura de los crímenes cometidos por un sólo hombre y un período relativamente corto. Dahmer no sólo asesinó sino que además lo hizo con un propósito extravagante que desconcertó a forenses y funcionarios policiales.

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Según el documental The Jeffrey Dahmer Files (Thompson, 2012), el asesino tenía una idea coherente y letal sobre lo que llamaba su “obra”, pero también una concepción absurda sobre sus implicaciones. De hecho, era notoriamente consciente de lo que ocurría. Llegó a decir a Pat Kennedy —el detective a cargo del caso— que estaba a punto de “tocar las puertas de la fama”, como si sus crímenes tuvieran más relación con la popularidad que la culpabilidad.

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Años después, Dahmer seguiría actuando de la misma manera: no parecía estar en realidad preocupado por su condena, sino por la forma en que podía remunerarse a través de su figura como “Asesino en serie”, algo que reconocía y de hecho disfrutaba. Algo no demasiado sorprendente cuando se analiza el hecho que Dahmer se convirtió en una curiosidad de la pornografía criminal.

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Lo mismo que Ted BundyDavid Berkowitz —“el hijo de Sam”— , John Wayne GacyDennis Rader (conocido por la abreviatura de “Bind, Torture and Kill” al firmar sus notas a la policía y periodistas), Dahmer se convirtió en un símbolo inquietante del mal moderno y una meditada reflexión sobre la fama, emparentada con el morbo cultural. Una tenebrosa y meditada visión sobre la popularidad contemporánea que no distingue el origen del asombro sino sus posibles implicaciones como metáfora del monstruo sin rostro.

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¿Qué es un asesino en serie? En la actualidad es imposible desligar la fama instantánea de cualquier hecho público. De modo que un asesino puede también acceder a la palestra de la admiración colectiva a través del temor. ¿Qué refleja eso sobre nuestra cultura? Tal vez la extraña dicotomía de la admiración en contraposición a la noción del horror. O algo más inquietante que apenas comenzamos a entender del todo. Esa tenebrosa y perversa curiosidad, relacionada con la violencia que parece ser un legado cultural difícil de definir. Una forma de primitiva convalidación que el asesino en serie encarna a la perfección.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

TheAglaiaWorld 

 

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