VANIDADES
Vivi Page
Vanidad, madre de todos los vicios, acreedora del infierno. La vanidad se esconde en las prendas, en la piel, en el maquillaje, en las horas dedicadas frente al espejo. Suena espeluznante desde ya, ¿no?
Futakuchi-onna es una mujer de la mitología japonesa, tiene una maldición que la hace tener una boca normal y otra, en la nuca. Tiene un origen inexacto y las leyendas varían dependiendo de quién la cuente, una de ellas indica que las mujeres que no comen son las que se convierten en este ser, sea por pobreza o, lo que nos atañe en este momento, por una dieta con fines estéticos. La boca sobrenatural de esta criatura grita maldiciones y reclama comida. Esto tiene una enseñanza moral: la vanidad es castigada de forma cruel e irónica.
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Lo cierto es que una mujer nunca puede elegir lo correcto y nunca es suficiente ante la sociedad: es malo si come, pero también es malo si no lo hace; está mal si habla o si se queda callada; o si se viste glamorosa o fodonga. La apariencia de una mujer da de qué hablar aun cuando ni siquiera debería ser relevante, por ende se convierte en una obsesión y, en muchos casos, su más grande miedo. Por supuesto, el cine de género no se hace esperar con este tópico.
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En 2005 se estrenó The Red Shoes, una versión terrorífica —del director Kim Yong-gyum— del cuento de Hans Christian Andersen. El relato versa sobre Karen, una niña tan pobre que no tiene zapatos, así que una zapatera del pueblo, conmovida, le regala unos hechos con restos de tela roja. Al morir su madre, la niña acude al entierro con su único calzado y no con unos adecuados al luto. No tarda siendo huérfana, pues es adoptada por una mujer que tiempo después le hace su primera comunión. La joven decide llevar sus zapatos rojos. Al salir de misa, un hombre inválido le dice “lindos zapatos para un baile” y le lanza un hechizo: ya no podrá dejar de bailar, arrepentida por su vanidad. En la película surcoreana seguimos la historia de una mujer recién divorciada que debe comenzar una vida nueva con su hija. Una noche encuentra en el metro unas zapatillas rojas (aunque claramente se ven rosas). Su hija queda peligrosamente obsesiona con el par —y no sólo ella: le sucede a cualquier mujer que las ve— y las lleva a tomar decisiones peligrosas e incongruentes, provocando varias muertes. La protagonista logra conocer el origen de la maldición. No obstante, antes de terminar, la película da un giro de tuerca sorprendente. Es una historia de amor, obsesión y el sacrificio de portar unas zapatillas soberbias.
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Bong Man-dae dirige en 2006 Cinderella, también en Corea del sur. Cuenta la historia compleja y con giros inesperados de una joven cuya madre, cirujana estética, le somete a múltiples operaciones para hacerla más bella. Su grupo de amigas están igual de obsesionadas con el aspecto de su rostro, de su cuerpo, con las cirugías y la comida saludable. Pero de pronto comienzan a morir una a una, desencadenando dudas del motivo, del culpable y de la cordura de la protagonista. Con primeros planos del rostro afligido de la chica y de la madre estricta y compungida nos llevan de la mano a una historia de amor materno que llega a los extremos en los que dicho sentimiento es fácilmente cuestionado. Llena de suspenso y sustos inteligentes, tiene una capa de vanidad que esconde en realidad la pérdida y la negación. Contar más arruinaría la experiencia de este largometraje entretenido.
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Otra prenda demoniaca la vemos en In Fabric (Peter Strickland, 2018) en forma de vestido, rojo precisamente, que cautiva a Sheila —nuestra protagonista— cuando lo ve en el aparador de una tienda aparentemente normal, o al menos lo mas normal que se puede sentir una tienda de lujo. En realidad, cuando se retira la última clienta y las luces se apagan, se convierte en el centro de algún tipo de culto con un gerente vampirezco, cual sacerdote degenerado viendo a sus empleadas lujuriosas y extasiadas. La protagonista, una mujer normal con problemas comunes —no terriblemente atractiva ni convenientemente horrorosa—, es condenada a una serie de sucesos sangrientos e hilarantes: un castigo a su pequeño deseo consumista en un afán por ser la persona del aparador, la que puede pagar vestidos sensuales, innecesarios, que llenan la vista en el espejo porque su cuerpo en sí no es capaz de hacerlo. Este es un viaje surrealista con no más que momentos divertidos y entretenidos.
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Trasladándonos a la pantalla chica, dos series antológicas —de mis favoritas— tienen sus propias historias con respecto al tema.
Primero, en 2021 Two Sentence Horror Stories lanzó en su segunda temporada el episodio «Essence», dirigido por Bola Ogun. Ahí, nuestra protagonista Mina trabaja en un salón de belleza de alto nivel. Entre problemas personales y un error cometido con un cliente VIP, entramos a un mundo de tratamientos de legalidad dudosa y efectos secundarios no especificados. Y precisamente son los trabajadores los que parecen resentirlo. Poco a poco dejan de presentarse en su trabajo tras síntomas de enfermedad. Todas menos la dueña del lugar, Kora: siempre bella, rica, distinguida, quien, por cierto, salvó a Mina de perder su empleo tras el error mencionado.
Además de la clara exposición de los excesos y los altos costos de la vanidad, también refleja la vida laboral femenina, sus propias obsesiones profesionales y personales: todas quieren tener la mejor imagen y ofrecer el mejor servicio; deben ser de alto nivel para servir a gente que lo es aún más. El suspenso de saber qué es lo que se esconde en este salón de belleza hace que los minutos que dura el episodio pasen de volada. Al final, vemos lo obvio: la belleza requiere sacrificios.
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La otra serie es, por supuesto, El gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro (2022). En su episodio «The Outside» (basado en una historia gráfica de Emily Carroll y dirigido por Ana Lily Amirpour) conocemos a Stacey, mujer sin belleza estereotípica, claramente fuera de lugar cuando convive con sus compañeras de trabajo: no encaja en su manera de vestir ni en los regalos pretenciosos que ellas ofrecen sólo por apariencia y no por aprecio. Por otro lado, los rostros, los cuerpo y la belleza de lo que mira en televisión le anuncian una crema que cambiará su vida. Es decir, eso sí sucede en la vida real, si no, no gastaríamos lo destinado en productos de cuidados de piel. La ficción se desborda cuando notamos los efectos de la crema y la incapacidad de la protagonista por dejar de consumirla aun cuando los papeles están invertidos: ella está siendo consumida por el producto. Con un mensaje repetido en varias ocasiones, este episodio se valida de primeros planos y de colores contundentes (como otros ejemplos aquí mencionados). Es importante recalcar la obsesión por medio de las miradas y los detalles estéticos corporales y de piel para darle un toque autoral.
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Hay otros ejemplos menos disfrutables, como la película Bad Hair (2020) de Justin Simien, donde nuestra heroína tiene que recurrir a extensiones de cabello sin conocer —ni importarle— su procedencia para tener un puesto soñado en la industria del negocio de la música. Con un humor negro simplista, hace una especie de crítica a la frialdad de la apariencia (“no eres nadie si no te ves de cierta manera”) y a los problemas raciales. No estaba mal la idea: un cabello con una maldición puede ser metáfora de las raíces de una cultura denigrada por años. Las creencias de su raza no tienen el impacto y la seriedad de otras creencias en ese país, pero el resultado es una película apenas divertida que pudo, quizás, haber sido un buen cortometraje.
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En la mayoría de estos ejemplos se utiliza la comicidad, pues el suspenso está de más tras saber el resultado: la vanidad destruirá su vida, ya sea de forma irónica o seriamente mortal. Sin embargo, no quedan dudas: el terror corporal es mejor si nuestra protagonista es de sexo femenino —y mejor aún si lo escribe o dirige una mujer—, porque comprendemos bien el tema: lo vivimos a diario en mayor o menor medida. Ya escribiré más adelante otros ejemplos de terror corporal protagonizados por mujeres.
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Vivi Page
Nací en la ciudad de Puebla, el 2 de diciembre de 1997.
A muy temprana edad me enamoré de las palabras y desde entonces hasta ahora he intentado conquistarlas.
Estudié un año lingüística y literatura. Sin embargo, por azares del destino, dejé la carrera, pero no las letras.
Mis relatos van desde lo erótico hasta lo escabroso, publicados en algunas revistas digitales.
Y este es solo el comienzo.
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