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CANCIÓN ANIMAL

Julián Araf

Sólo Dios sabe que es el Séptimo Día.

 

En este tiempo anfibio, de sólo imágenes y “danzas rotas”, se vive en cambio, se vive de la transmutación de las ideas; del cambio vino el orden y el desorden, de estos mismos, nuestro arte. Todo lo que tenemos hoy –en el posmodernismo– se nos ha legado bajo la sola idea de no aceptar el todo como un inapelable dogma: el arte ya no es lo que fue, cambia, se transforma, se impregna en cada pequeña acción, y muchas de esas veces lo hace de forma oculta, simbólica.

Y es de estos simbolismos que se desprende en gran medida esa poesía que carece de estructuras, de signos y elementos prosaicos, anhelando algo más personal y sonoro. En la música se halla esa poesía difícil de encriptar en libros y poemarios, y son pocos los que logran ejecutar en el perfecto orden los elementos de la poesía simbólica. Lo hemos visto con Bob Dylan recientemente, quizá con Facundo Cabral, Silvio Rodríguez y hasta con Sabina; hemos visto el folk del sur de Estados Unidos y las tradiciones musicales de la zonas andina y colombiana; de ese “Bésame mucho” a aquél “Moliendo café”; “La vie en rose” hasta el tanka sinfónico de “Kōjō no Tsuki” de Rentarō Taki.

Por su parte, se ha criticado mucho, pero es que el lenguaje subversivo que utiliza la lírica musical es menos sutil que el verso medido o el verso blanco, por lo que incomoda al ser empleado de una forma “rimbombante” o hasta pretenciosa (he ahí quizás a Ricardo Arjona). Es este mundo incomprendido de poetas o trovadores (inclusive podríamos manejarlo como juglares) el cual ha sido un parteaguas en la cultura posmoderna; en un mundo en donde ya no se acostumbra a recitar poesía nos queda no más que la música con todo y emblemas.

Precisamente, en esta cultura moderna, en donde el sonido ha evolucionado con nosotros y los ritmos han pasado de la percusión primitiva a la complejidad orquestal, y de ésta a la rítmica de guitarras y percusión agresiva de baterías, hasta al fin la simulación electrónica y arreglos vocales, tenemos no más que un remedo de poesía. Pero de esta poesía musical en decadencia, hay una que deberíamos destacar: es esa que nació en el Séptimo Día, entre la luz y el abismo, en la Ciudad de la Furia; es gas y sonido, es Soda Stereo.

«Soda Stereo», por Choforo-m

Soda Stereo marcó un antes y un después en la cultura latinoamericana, independientemente de la historia del rock (en español y general); su evolución paulatina y la versatilidad de la banda los hizo merecedores del reconocimiento global. El sonido fue su gran aliado, pero fueron sus letras potentes las que los consagran hoy día. Y es que hay dos letras siempre –si no es que más–; coexisten más de una poesía en cada letra de Soda: una es una poesía clara, evidente al escucha, la otra es más oculta, entre figuras y simbolismos de los cuales se haya plagada la mitología stereofónica.

De entre tantos mitos podríamos rescatar varios, pero el motivo no es explayarse en un análisis tan profundo sino grosso modo. La evolución de Soda Stereo comienza a remarcarse más quizás a raíz de su segundo álbum (Nada personal), pero alcanzaría la cúspide de todo en Canción animal. Pero el crecimiento paulatino de su popularidad y quizá la consagración como leyendas ya la presagiaban desde Doble vida, dejando un himno de la banda. Es en la «Ciudad de la furia» donde ellos saben retratar con cierto misticismo lo mágico y oculto de Buenos Aires.  

La «Ciudad de la furia»  es un relato espectacular, con Ícaro pero sin Dédalo: un hombre alado cae en Buenos Aires, es la ciudad que lo hizo volar, es a la que se halla atado y a la cual siempre vuelve, por pasiones, por amor, por un compromiso que quizá ni siquiera él entiende: Ícaro es Cerati, es Zeta, es Charly. Con un aviso de curva, Soda sabe a qué aspira, saben quizá que serán leyendas y aun así le hacen esa promesa a Buenos Aires: me verás volar, me verás volver. Es la historia del éxito, de la vuelta, del amor. Y es que quienes dejan el hogar saben de dos destinos inciertos: caer (como un ave de presa) o volar.

De entre todos esos mensajes podemos derivar en más. De entre tantos siempre es uno recurrente: el amor. Es el amor, en todas sus facetas, el cual plaga las letras –pues qué es la poesía sino una declaración redundante de amor, a fin de cuentas–; es el sexo y la pasión que se describe casi en todas sus canciones, siempre recalcada por el erotismo (habrá que recordar el videoclip de “Zoom”).

En “Lo que sangra (la Cúpula)” se describe el acto primerizo, la pérdida de la virginidad. Es la analogía y un juego de palabras curioso entre la cúpula (copulación) y el sangrado que se produce al reventarse el himen:

Yo conozco ese lugar

Donde revientan las estrellas

Es amor lo que sangra

Desde el cielo en la cúpula

 

Por otra parte, la “Canción animal” y “Caníbales” describen el desenfreno, el descontrol del acto, cuando se es experto, cuando se sabe ya y se ansía el momento:

Una eternidad

Esperé este instante

Come de mí, come de mi carne

El más puro néctar

Nada más dulce

Que el deseo en cadenas

Cuando el cuerpo no espera lo que llaman amor

Más se pide y se vive

Abundan ejemplos como estos, al igual que existen mensajes e historias todavía más complejas como “En la ciudad de la furia” o “Cuando pase el temblor”, sólo hace falta escuchar con la mente abierta, esperando captar los mensajes de un difunto inmortal. La lírica stereofónica es una interminable canción animal, entre rasguños y sexo desenfrenado, de jadeos y víctimas, prófugos y lunas rojas. Soda Stereo es una magia interminable que sólo vio su creación en el Séptimo Día, sólo entonces Dios supo cuándo.

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En la música es acaso donde el alma se acerca más al gran fin por el que lucha cuando se siente inspirada por el sentimiento poético: la creación de la belleza sobrenatural.

―Edgar Allan Poe

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Ante todos soy Carlos Vara, pero en mis momentos más privados escribo bajo el nombre de Julián Araf. Tal vez escriba como otro porque en el fondo siempre quise ser alguien más, y la magia que hallo en las letras es la misma que me permite cumplir tan peculiar anhelo. Nací en la pequeña ciudad cuenqueña de Tuxtepec, Oaxaca, en 1997, y por razones del destino (y también gracias al ímpetu) me hallo actualmente residiendo en Guadalajara, Jalisco. Empecé a escribir por pasión desde los 15 años gracias al amor que hallé en alguien, y cuando perdí el mismo, continúe más animado que nunca, pero imagino desde antes de tener memoria; desde literatura fantástica hasta las tragedias de las que hallo la inspiración en todas partes. Emprendedor de distintos proyectos literarios pequeños, pero, sobre todo, apasionado escritor y lector.

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