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DE MÚSICA SINIESTRA

Edna Montes

 

«¿Dónde está la décima?» Decir que mi tío Andy era fan de Beethoven sería quedarse corto: la música del compositor alemán era fundamental en su vida. Cuando no se refería a él como si se tratara de uno de sus amigos más cercanos, anteponía epítetos como «gran», «maravilloso», «inigualable» o «excelso» al nombre completo: Ludwig van Beethoven. Lo decía con un fervor que me costaba entender; claro, a mis cortos 8 años era demasiado joven para experimentar el amor hacia la música que se vuelve la banda sonora de tu vida. Justo por ese cariño desmedido me pareció extraño que alguien que presumía de tener todos los discos sólo tuviera hasta la novena sinfonía. «Es la maldición de la novena, sobri». Me dejé caer en el sofá; él se dio cuenta que era tiempo de otra de sus historias macabras.

«La maldición de la novena» es una creencia que ronda en el círculo clásico, según la cual los compositores mueren tras completar su novena sinfonía. Los más apasionados juran que tratar de componer una décima es tentar al destino. Los ejemplos más socorridos son Beethoven, Bruckner, Dvořák y Mahler. Este último estaba tan obsesionado con el maleficio que incluso ideó un plan para salirse con la suya: luego de completar su octava, escribió una pieza que era, a efectos prácticos, una, pero la tituló sin usar el término «sinfonía». Creó la novena sintiéndose aliviado. Desafortunadamente su truco no funcionó: murió en cuanto inició la décima. En realidad, hay muchos compositores clásicos que superaron la décima sin problemas, pero el ¿qué tal si…? no abandona nuestras mentes.

Mi tío decía que los músicos clásicos eran las estrellas de rock de sus tiempos. En los años noventa del siglo pasado (ajá, SIGLO PASADO) ambos veíamos a través de la TV las quemas de discos en Estados Unidos. Al parecer, un grupo extra conservador consideraba que el rock era algo satánico. «¿Por qué no queman discos de Paganini y Tartini, entonces?», era la queja de mi tío. Cuando le pregunté a qué se refería, me contó que por allá de los 1700 un compositor italiano, Guiseppe Tartini, soñó algo inquietante que daría pie a una de sus obras más famosas: “La sonata del Diablo”. Incluso dejó registrado el hecho en sus propias palabras:

Una noche, en 1713, soñé que había hecho un pacto con el Diablo y estaba a mis órdenes. Todo me salía maravillosamente bien; todos mis deseos eran anticipados y satisfechos con creces por mi nuevo sirviente. Ocurrió que, en un momento dado, le di mi violín y lo desafié a que tocara para mí alguna pieza romántica. Mi asombro fue enorme cuando lo escuché tocar, con gran bravura e inteligencia, una sonata tan singular y romántica como nunca antes había oído. Tal fue mi maravilla, éxtasis y deleite que quedé pasmado y una violenta emoción me despertó. Inmediatamente tomé mi violín deseando recordar al menos una parte de lo que recién había escuchado, pero fue en vano. La sonata que compuse entonces es, por lejos, la mejor que jamás he escrito y aún la llamo “La sonata del Diablo”, pero resultó tan inferior a lo que había oído en el sueño que me hubiera gustado romper mi violín en pedazos y abandonar la música para siempre…[1]

 

 

 

Años después, cuando Niccolo Paganini surgió en el panorama musical con su extraña técnica, la gente no dudó en afirmar que tenía un pacto con el Maligno, al cual le atribuían sus extraordinarias capacidades para ejecutar el violín. El mismo Paganini nutrió esa fama para crearse un aura de misterio y asegurar grandes entradas a sus presentaciones. La improvisación del violinista siempre tuvo algo como «de otro mundo» para sus espectadores. Ahora, siglos después, aún se le conoce como “El violinista del diablo”.

Niccolo Paganini

De entre todas esas increíbles historias, mi favorita, por mucho, es la de Alexander Scriabin. El compositor ruso era el rey de lo extravagante. Para él, sus piezas eran mucho más que música: se trataba de conexiones místicas que abrirían la percepción humana. No sólo escribía las notas, también planeaba efectos visuales, olfativos: la inmersión total del espectador. Su «Mysterium» era la cúspide de sus creencias.  La imaginaba con una duración de siete días; sería tocada en un templo especialmente construido para tal fin en los Himalaya. Además, incluiría luces, sonidos, danza, olores y todos los espectadores serían partícipes también. El gran final traería la destrucción del mundo tal y como lo conocemos: reemplazaría a la humanidad con “seres más nobles” …

Alexander Scriabin

Por fortuna (¿o desgracia?) Scriabin sólo completó 72 páginas del elusivo “Mysterium” antes de su muerte en 1915. Su compatriota Alexander Nemtin dedicó una buena parte de su vida a ordenar el material disponible. Hay quienes dicen que le obsesionaba terminarlo. Para 1998, Nemtin habría logrado dar coherencia a las partituras en una obra de tres horas de duración; no obstante, su fallecimiento en 1999 clausuró sus trabajos de manera definitiva.

 

La música clásica carga el estigma de ser “para ñoños”; nada más equivocado cuando se repara en su lado oscuro. Puede que no quede nada nuevo bajo el sol, pero los misterios encuentran la forma de reinventarse. Que la preguntas existan no significa que haya respuestas para ellas. Creo que la vida es mucho más llevadera cuando tenemos incógnitas en las cuales hurgar. Cada una es, desde luego, música para mis oídos.

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[1]  Holmen, Peter. “Sonata in G minor ‘Il trillo del Diavolo, Bg5”, Hyperion Records.

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Edna “Scarlett” Montes
Lectora, escritora y friki irredenta. Egresada de Miskatonic con tarjeta de cliente frecuente en Arkham. Tiene tantos fandoms que ya hasta perdió la cuenta. Divaga mientras espera que Cthulhu despierte de su sueño en R’lyeh o al fin le entreguen su TARDIS; lo que ocurra primero.

@Edna_Montes

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