Seleccionar página

A CORAZÓN ABIERTO

 

Amaranta Monterrubio

 

 

La abuela tenía 37 años cuando tuvo su primer infarto. Cierto señor en el pueblo se hacía llamar jardinero y cobraba barato. El abuelo lo contrató para trabajar en el gigantesco jardín de la abuela.

Después de su gente, lo que más ama la abuela son sus plantas (según ella, pero no sabemos). En más de una ocasión me ha parecido lo contrario y no la culpo: las plantas primero que los ingratos. De dárseme las plantas, yo amaría en esa misma jerarquía, probablemente.

La abuela estaba a punto de darle instrucciones al jardinero, pero él la interrumpió diciéndole que el abuelo ya le había dado las tareas precisas. Ella confió y regresó al interior de la casa. Un par de horas después, el jardinero la llamó entusiasmado para mostrarle su obra en el jardín. Ella se asomó a la mentada obra sólo para descubrir que el jardinero había podado por completo su rosal de enredadera. Con un hilo de voz preguntó:

—¿Mi rosal?

— Lo quité y lo tiré a la basura.

La abuela se desmayó. Despertó entubada en una habitación de hospital. Con la conciencia en vilo, le avisaron que tenían que hacerle una cirugía porque tuvo un infarto y, debido a un soplo y a un enredo de venas y de arterias, su corazón ya no estaba limpiando la sangre.

—Es una cirugía a corazón abierto.

—¿Quiere decir que me van a abrir el pecho?

—Le vamos a sacar el corazón para operarlo aparte, mientras un corazón artificial la mantiene viva.

La abuela palideció. Las tías se pusieron lívidas, pasaron del silencio absoluto a una explosión de voces angustiadas. La abuela con firmeza les dió órdenes y consuelo: les pidió que si algo salía mal se quedaran juntas, les dejaba la casa para que vivieran y el negocio para que comieran, les dijo que nunca le pidieran nada a nadie porque ellas solas podían. Más que palabras de aliento, la abuela estaba pronunciando un conjuro, invocando el futuro de sus hijas porque sabía que iba a morir al menos en algún sentido.

Independientemente de lo que ocurrió después, me parece que esta historia se desprende en un cuento: “Ojo izquierdo” de Daniela Tarazona (Carne de mi carne: antología de cuento; Mantis-Plural, 2018). En dicho texto, la criatura creada por el doctor Frankenstein nos comparte la rutina de limpieza que lleva a cabo con sus ojos: los saca de las cuencas y los hierve en agua con sal para despojarlos del moco y las lágrimas. Una vez ya limpios, se los vuelve a colocar.

*

*

La abuela ya tenía un par de semanas con complicaciones cardiacas, pero el rosal de enredadera podado y desechado fue la estocada que literalmente le rompió el corazón. Ese rosal lo habían cultivado ella y su padre, quien cumplía siete años de haber muerto. El bisabuelo le enseñó a la abuela los misterios de la cocina, del cuidado doméstico y la faena de las plantas. Le mostró los secretos del universo vegetal y la forma de obtener de ellos el fruto. Le reveló cómo proteger el caos de una enredadera a través de ese rosal y fue lo último que ambos cultivaron hasta que él ya no pudo levantarse de la cama. Ahora, ese rosal yacía en la basura.

Durante siete años esa enredadera pasó del jardín al pecho de la abuela, provocándole una complicación cardiaca mortal. Las venas y las arterias se habían enredado de tal forma que ninguna cumplía su función, enturbiando la sangre, mientras por un soplo se colaba la angustia. Es inútil insistir en que un duelo se realiza en seis meses, que en un par de años cicatriza la herida. Hay pérdidas que no hacen más que horadar la vida lentamente. Tal como el monstruo de “Ojo izquierdo”, si la abuela quería salvarse, tenía que extraerse el órgano, limpiarlo y volverlo a incorporar a su cuerpo para, como dice Daniela, lavar las heridas de la historia, arrancar el pellejo de las lágrimas y, mientras eso sucede, recibir la revelación.

Una vez lavados los globos oculares, el monstruo, en un ejercicio de exploración, coloca los ojos en las cuencas contrarias y descubre la más literal clarividencia. Su ojo izquierdo le permite epifanías sobre su origen hasta alcanzar la imagen numinosa de su creadora, su progenitora y madre verdadera: Mary Shelley.

*

Mary Shelley

*

Parece ser que el lado izquierdo es el intermediario en las revelaciones, pero para ello hace falta descolocar. Sacar, arrancar, quitar, vaciar, separar, extraer y volver a introducir tanto los ojos del monstruo como el corazón de la abuela, pues acaso una de las formas de lograr la epifanía y convocar a los progenitores ocurre con los órganos de fuera. Será, entonces, que lo que dejan los progenitores detrás de sí son preguntas.

La abuela a raíz de la muerte de su padre transitaba por una profunda depresión en la que solamente deseaba morirse. Psiquiatras, párrocos, amigas, incluso su propia madre le decían que era su deber continuar viva por sus hijos. Sospecho que esa respuesta no le era suficiente. Me pregunto si las epifanías y hierofanías buscan convocar a dioses no porque sean dioses, sino porque son progenitores. Preguntar: ¿qué hago aquí?, ¿por qué me creaste?, ¿por qué he de sorportar la inclemencia del mundo en el que me dejaste para después irte?

¿Madre, Padre, por qué me has abandonado? No es una pregunta que sólo se hizo en el Nuevo Testamento, también se lo hizo el moderno Prometeo, Antígona, Quasimodo y muchos otros. Probablemente nosotros nos hagamos la pregunta en algún momento de desolación, pues imagino que el nacimiento es el primer abandono que nos separa del cuerpo de los padres y la esencia de los dioses y culmina con la muerte de los primeros y la decepción que causan los segundos. La abuela quizá nunca lo pronuncie, pero la intuyo: en un estado alterado de conciencia, con el pecho abierto y el corazón de fuera preguntando ¿Padre, por qué debo seguir?

En el cuento, el monstruo recibe su respuesta en una visión. La abuela la recibió también, me figuro. La cirugía salió bien, se reparó el cauce de venas y de arterias, el agujero en el corazón se selló y se limpió la sangre. Le dejó a la abuela la cicatriz más notoria de todas: dos líneas paralelas que parten en tres el pecho, el camino atravesado por esa invocación a su progenitor, pues sabemos que todo viaje numinoso deja huella.

No sabemos si la abuela vio algo durante la cirugía, pero cuentan las tías que después de esa operación recuperó cierto gusto por vivir. Sus hijas conocieron a quienes serían sus maridos, comenzaron a casarse y a tener descendencia. La abuela perdonó al jardinero por su faena de ignorancia y al abuelo por haberlo contratado. No plantó otro rosal, pero sí varios árboles de frutas de los que años después comeríamos sus nietos.

**

AQUÍ se puede descargar gratuitamente Carne de mi carne.

***

También les dejo una fotografía que le tomé a la abuela en la fiesta del pueblo hace unas semanas:

*

*

Y para nuestra próxima columna, ¡la primera vez que la abuela vio un fantasma!

****

Amaranta Monterrubio

Ha sido sonidista, diseñadora sonora y editora de video sólo para descubrir que su vocación era preparar café para sus invitados y escribir.

Publicó el libro de cuentos Llegará el silencio (Cuadrivio Ediciones, 2020).

Los últimos viernes del mes tiene un programa de literatura de terror llamado LetrasParaNoDormir en el canal de la Brigada para Leer en Libertad.

@nemitlazohtla

 

¡LLÉVATELO!

Sólo no lucres con él y no olvides citar a la autora y a la revista.