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LA ÚLTIMA SORPRESA

 

Beatriz Álvarez Klein

 

Un relato de Emiliano González que ha sido antologado en más de una ocasión (1), pero sobre el cual los críticos han hablado poco, es el que cierra su libro Los sueños de la bella durmiente. Me refiero a “La última sorpresa del apotecario”.

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The Apothecary (Pietro Longhi, 1752)

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En él, Emiliano nos presenta una faceta distinta de la que más se le conoce —como autor de horror y ciencia ficción— y constituye lo que podríamos llamar su muy personal manifiesto estético.

Abre en una soleada mañana de marzo en la que el apotecario del título, quien celebra su cumpleaños número sesenta y seis, recibe una carta que versa sobre la secta de los “feístas”, liderada por un tal Jonás. Se mencionan los “odios comunes que animaban a la secta” y su fobia por la palabra “rosa”, rasgo que nos recuerda el “¡Chopin a la silla eléctrica!” del manifiesto estridentista. La carta, cuyo contenido combina una actitud feroz con pretensiones de misticismo cristiano, está escrita con letra menuda en tinta verde; más tarde, Emiliano nos presentará otro documento cuyo inicio está escrito también en tinta verde y que narra un comienzo optimista y prometedor, en su novela corta El discípulo.

El apotecario recibe la carta al comienzo de un día de celebración, y en su inocencia, comienza a leerla, según su costumbre, en voz alta. En ella, Jonás resume la estética feísta como sigue: “Lo bonito […] implica la ausencia desoladora de lo bello. En cambio, todo lo feo espera, con sus riquezas intactas, al poeta que sepa tejer su arabesco secreto”. En esto último hay una evocación de “La figura en el tapiz” de Henry James; la búsqueda de esa figura, visible sólo al lector atento, habría de regir en buena medida la intención narrativa y la labor ensayística de Emiliano.

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Tras la lectura de la carta el apotecario queda “un poco asustado y un poco triste”. En su laboratorio, donde la magia se anuncia en una cabeza disecada de unicornio, se dispone a preparar un remedio que le han solicitado. Al asomar por su ventana percibe un mercado árabe —paisaje orientalista vívidamente animado— y distingue a lo lejos a su querido discípulo Ruggiero, quien le ofrece la segunda sorpresa del día: un precioso lienzo pintado por él mismo que conjunta rasgos del Renacimiento italiano o flamenco con un juego de espejos a lo Diego Velázquez, agregando el elemento sobrenatural de una luz proveniente del cuadro que se proyecta hacia afuera de éste. El apotecario, entusiasmado, califica el cuadro de “puro y limpio”, prometiendo que ornará su laboratorio hasta el fin de sus días para después pasar al acervo de algún museo, y a continuación se enfrasca en un diálogo con su discípulo en el que demuestra los principios del feísmo, que ya parece abrazar, en las figuras de una joven y su madre que bordan manteles en el mercado, y señala: “Con los años descubrimos encantos en el monstruo, riquezas en el diablo que dejan atrás, con un gesto de mofa, las mentiras graciosas y las vulgaridades del aprendiz de ángel”. De pronto, el debate sobre lo bello, lo feo y lo bonito se ha transformado en uno sobre el bien y el mal, recordándonos al Arthur Machen de “El pueblo blanco”, pero con un matiz que ya figura en “Rudisbroeck o los autómatas”, cuando, a la pregunta que formula una niña —“¿Qué es más difícil: entrar en el cielo o entrar en el infierno?”—, Braulio, gurú “hombre lobo” afectado por la hipertricosis, responde:  “Entrar en el infierno es tan difícil como entrar en el cielo, pero los caminos que conducen a él no son los mismos”. Ruggiero arguye que los verdaderos demonios y los verdaderos ángeles no tienen cabida en el ámbito de la pintura, pero el apotecario concluye: “¡El gran pintor es sólo alguien que logra ser más pérfido que sus demonios…!” Con lo cual cierra el diálogo y el encuentro con su discípulo, quien se aleja cabizbajo.

Llega la hora de la comida, ocasión para la cual el apotecario debe leer algún texto para ilustrar a las hijas adolescentes de Don Lorenzo, su mecenas. El apotecario suele salir del paso de esta obligación presentando párrafos plagiados de autores clásicos grecolatinos que Emiliano González inventa al modo de Jorge Luis Borges, pero, siendo ése día el cumpleaños en el cuál dobla la edad de Cristo, siente el impulso de escribir un texto original; primero se plantea redactar un “manifiesto feísta”, pero se decide por una “diatriba contra los coleccionistas de libros”. En ésta vemos, una vez más, la estética decadentista de Emiliano, pues alude al fetichismo, en la mención la Historia de la ropa interior del igualmente imaginario Pénillière, y a las travesuras eróticas de Beardsley.

Del humor erótico pasamos al humor con el que Emiliano caricaturiza a Don Lorenzo y a la ternura, no menos provista de humor, con que presenta a las adolescentes Elena y Sarah. Tras una opípara comida, Don Lorenzo brinda al apotecario una tercera sorpresa: le obsequia un libro digno del bibliófilo más exigente: la primera edición, espléndidamente empastada, de los Estudios en sepia de Mirlitón el egipcio. Emiliano continúa la travesura erótica en los nombres de sus autores imaginarios y con el color sepia prefigura una vez más El discípulo. Estos Estudios incluyen una serie de poemas que el autor no presenta, pero sí describe, un breve tratado de botánica perversa y, dando continuidad a ésta, un diálogo titulado Frutos rancios, en que la novicia Sor Teresa y un sacristán leproso debaten sobre la naturaleza y lo sobrenatural y sobre cómo el arte requiere de un receptor para completarse, así como, para ser bella, la naturaleza necesita verse reflejada en el espejo del ser humano que la percibe como tal. Emiliano habla así de cómo, para que un texto sea plenamente, requiere de lectores activos que completen la creación iniciada por el escritor. Esta conciencia que completa el acto de creación, divino o humano, implica a la vez una condena de muerte, puesto que el ser humano es perecedero, para remediar, lo cual Emiliano retoma el sentido de la máxima de Garret Mackintosh: “El arte es un método para embalsamar almas: embalming of the soul.

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A lo largo del relato el apotecario evoca recuerdos de épocas anteriores de su vida: la carta que recibe por la mañana despide un aroma fresco de selva tropical que le recuerda su niñez. Más tarde, la mirada de una chica que vende telas en el mercado árabe y se divierte con el mono de un organillero le recuerda su juventud y le hace evocar a su asistente Topsy, con quien tiene una relación de ternura amorosa y a quien arrulla con canciones que ha inventado para ella, las cuales nos recuerdan la poesía infantil y perversa de José María Eguren. Una lágrima que Ruggiero vierte al pensar en el verdadero motivo por el que ha titulado su cuadro El jardín que florecía en invierno hace al apotecario evocar una gota de rocío en la que ha perecido ahogada una hormiga. La expectativa de recibir un regalo de cumpleaños recuerda al apotecario las navidades perfumadas de pino y, por extensión, los pinares de su natal Hahoonya, localidad que antes hemos visto descrita en los Retratos bajo el polvo del suicida Garret Mackintosh.

Y así como hay estas cinco evocaciones, hay también cinco sorpresas: la carta, el cuadro de Ruggiero, el desencuentro con el mismo, el libro de Mirlitón el egipcio y, finalmente, el hallarse el apotecario leyendo, por vez primera, en silencio.

El apotecario sospecha que este cumpleaños suyo podría ser el último. Como ya he mencionado, el propio Emiliano falleció días antes del que habría sido su cumpleaños número sesenta y seis. Deseo que haya recibido la sorpresa de que hay y habrá siempre lectoras y lectores atentos que completen con entusiasmo sus creaciones y de que su alma trascenderá la mortalidad de su cuerpo no sólo a través del riquísimo bálsamo que constituye su obra sino mediante la vida eterna.

¡Feliz cumpleaños, Emiliano!

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Emiliano & Beatriz

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(1)

El hilo del minotauro: cuentistas mexicanos inclasificables; Alejandro Toledo (selección y prólogo); FCE, 2006.

Sólo cuento X; Cecilia Eudave (compiladora); UNAM, 2018.

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Beatriz Álvarez Klein

Estudió Letras Hispánicas en la UNAM.

Es traductora y autora de cuentos, ensayos y poemas.

Ha publicado traducciones de relatos y poemas en diversas revistas.

Es coautora, junto con Emiliano González, de la antología El libro de lo insólito (FCE, 1989 y 1994).

 

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