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MARY SHELLEY

Y SUS ESPACIOS DE SILENCIO

 

Aglaia Berlutti

 

 

Mary Wollstonecraft murió once días después de dar a luz a su hija, entre grandes dolores y sin reconocer a nadie, en medio de lo que solía llamarse “la locura de las parturientas”. Con toda seguridad, se trataba de una de las frecuentes infecciones puerperales que solían ser fulminantes para las parturientas. De modo que Mary Shelley jamás conoció a su madre, una extraña paradoja pues ella misma perdió a su bebé recién nacido. “Un día desperté sin madre. Otro, desperté sin un hijo”, escribió en sus notas. “Ella no me puso nombre, mi bebé tampoco lo tenía”, razonó más adelante. De modo que el anonimato era parte de su vida. Uno doloroso además.

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Mary Shelley, por Francesco Francavilla.

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Mary Shelley había mostrado aptitudes para la escritura desde que era muy joven. No sólo llevaba un diario, sino que para los quince tenía un pequeño grupo de cuentos que no mostró a nadie pero que los menciona con frecuencia en sus escritos posteriores. “El génesis de muchas cosas”, escribió en enero de 1818. Ya por entonces Frankenstein o el moderno Prometeo era un texto robusto, definitivo y profundo, lo suficientemente interesante como para que la escritora se atreviera a considerar la idea de publicarlo. No obstante, debió enfrentar todo tipo de críticas y obstáculos, en especial por la naturaleza desconcertante de la historia y por el hecho simple de que no se trataba de una novela que podría esperarse de una mujer. “Un editor me ha comentado que soy madre y escribo sobre monstruos. ¿Qué clase de engendro ha convocado la hoja?”, escribió en los duros meses en que debió luchar contra la indiferencia editorial. “Me hace reír la idea que esperan comprender a quien escribe de manera sencilla ¿sólo por los secretos que guarda?”.

En realidad, Frankenstein es todo un prodigio de la experimentación en una época en que la novela tenía firmes parámetros y se comprendía de una manera muy rígida. Analizada desde la formalidad literaria, podría decirse que son cuatro historias en una, entremezcladas y entrecruzadas, para sostener una idea sobre la naturaleza humana: lo fortuito, fugaz e inexplicable del misterio de la vida. Es una alegoría —sobre los peligros de la ciencia, los terrores inauditos que se esconden en ella—, una fábula —un monstruo que busca sus orígenes en medio de la ignorancia—, una novela epistolar —la forma en que Shelley estructuró la memoria y los dolores del misterioso Victor Frankenstein recuerda lo mejor del género— y al final, una autobiografía en la que Mary Shelley no sólo analiza su vida, las restricciones y límites con los que debió vivir sino también al monstruo que toda mujer creativa en su época estuvo condenada a ser. Entre semejante combinación, Mary Shelley tuvo verdaderas dificultades para explicar de manera comprensible el centro de su obra, mientras los críticos le atacaban y se preguntaban en voz alta cómo el alma femenina había sido capaz de crear semejante y “horrible progenie”.

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La presión para Mary Shelley fue tan insoportable que en una edición revisada en 1831 llegó a inventar una historia casi mística sobre cómo imaginó la obra y narró un supuesto “sueño”, en que vio “con los ojos cerrados, pero en una visión mental aguda, a pálido estudiante de artes misteriosas y secretas, arrodillado junto a lo que había reunido: un monstruo” y se aseguró de dejar muy claro que la novela había sido una especie de enigmática inspiración para la que no tenía explicación. No obstante, sus puntillosos diarios le traicionaron y después de su muerte fue obvio que la escritora dedicó tiempo, esfuerzo y una buena dosis de imaginación en crear la doble lectura de una novela extraordinaria que se eleva más allá de cualquier convención social. “Escribo a toda hora, el monstruo nace con una rapidez de pesadilla”, comentó en 1817. Después aseguró: “La primera versión necesita profundizarse, pero ya encontré la puerta abierta a los horrores”. Una y otra vez, Mary Shelley dejó claro que el monstruo sin nombre era una obra que le pertenecía a todo nivel, desde todos los ángulos. “Puebla mis pensamientos día y noche, como si se tratara de una nota de amor”, escribió a finales de ese mismo año.

En una época en la que la creación femenina estaba supeditada a su personalidad, a la forma en que se le concebía y a la manera en que se le restringía, una mujer capaz de crear monstruos no podía confesar el real magma que había dado origen no sólo a su obra sino a su visión del mundo. Hubo sospechas de que Mary Shelley había “adaptado” textos de su marido (una idea ridícula, siendo que Percy odiaba los temas morbosos) o de su padre (aunque William Godwin jamás analizó ni ponderó sobre la naturaleza humana del bien y del mal desde sus símbolos ancestrales). “Indudablemente, la hija de Godwin no podía evitar filosofar”, escribió alrededor de 1890, tratando de explicar la doble lectura y múltiples dimensiones de la obra. “La esposa de Shelley también conocía los misteriosos encantos de lo mórbido, lo oculto, lo científicamente extraño”. Como si fuera impensable que Mary, madre de cuatro, esposa y escritora discreta, pudiera construir una expresión sobre lo maligno, la bondad ilusoria y los dolores del cinismo sin necesidad de recurrir al consejo de los hombres de su vida.

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Pero por supuesto Mary no sólo creó a una criatura sin nombre que es ella misma —y la representa a ella misma—, sino que la enlazó con la forma en que en el futuro se concebiría el riesgo de la arrogancia cultural, un planteamiento que en la actualidad sigue pareciendo desconcertante. De hecho, lo es a un nivel tan asombroso que cada año la novela de Shelley parece encontrar una nueva interpretación, siempre desconcertante. Además, Mary Shelley era una escritora que rompió las limitaciones de su época en más de una forma. Mientras la mayoría de las escritoras solían ser consideradas “solteronas y alejadas del secreto de la maternidad” (una crítica que afectaba, de hecho, la forma en que se percibía su obra), Mary era madre y esposa. Y había escrito una novela de asombrosa originalidad y fuerza mientras se encontraba embarazada, luego de la muerte de un bebé y amamantado a otro. La creadora de monstruos conocía los secretos entre la vida y la muerte, los enlazaba de una forma extraordinaria, y entre ellos elaboró un poderoso manifiesto sobre el poder y la capacidad de crear.

“Soy madre de lo inconfesable”, escribiría en su diario en 1825.

El amor, la muerte, la vida

Mary Wollstonecraft Godwin tenía quince años cuando conoció y se enamoró de Percy Bysshe Shelley, que ya estaba casado y tenía una turbulenta vida privada que se comentaba en los círculos literarios de Londres en tono burlón. Pero Shelley era un buen poeta, además de libertino, por lo que una vez que su padre lo expulsó de su casa terminó siendo una especie de hijo adoptivo de Godwin, el padre de Mary.

La atracción fue inmediata e insensata. Con esas palabras describió la adolescente Mary su interés por el veinteañero Percy. Fue un romance macabro, que incluyó largas cartas en la que ambos debatían sobre filosofía. “Mi mente y la suya se enlazan en algo más inquietante”, y daban largos paseos por el cementerio para “reclinarse” en la tumba de Wollstonecraft, en el cementerio de St. Pancras, en recorridos largos y solitarios en la que la joven pareja construyó un extraño vínculo mórbido. “Visitamos su tumba y leemos sobre ella”, escribió en su diario. Aunque obviamente hacían algo más que leer y debatir los tratados filosóficos de Godwin, porque seis meses después Mary estaba embarazada y huyó con Percy de la casa paterna, en compañía de su hermanastra Claire Clairmont.

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Mary Shelley, holy writer, por Roberto Lanznaster

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La historia se volvió una extraña mezcla entre un apasionado y clandestino romance y algo más semejante a una profunda complicidad intelectual. Percy siguió escribiendo, peleándose de manera muy pública con la familia de su mujer y con el padre de Mary y, además, escribiendo brillantes sonetos sobre el dolor de “la oscuridad moral” y otros tópicos directamente relacionados con el miedo y la opresión moral. Se trataba de un trío extraño: Mary y Claire vivían juntas y Percy las visitaba con frecuencia en un intento de mantener las formas, pero el escándalo era lo suficientemente notorio como para que decidieran huir de Londres. “Nadie nos comprende, ni querrá hacerlo”, escribió con un inusual buen humor Mary a finales de 1815.

Fue ese viaje (apresurado y desordenado) el que la llevaría a entrar en la historia. “Percy desea visitar a uno de sus héroes”, escribió Mary para describir el providencial encuentro con Lord Byron, que por entonces también escandalizaba a la sociedad inglesa con sus excesos, deslumbrantes textos y su romance muy público —jamás se molestó en ocultarlo— con su media hermana Augusta Leigh. El escritor era además el epítome del pensador del siglo, dispuesto a atravesar y destruir los límites, enfrentarse a las ideas fronterizas y crear otras nuevas. “Es aterrador en su libertad”, diría Mary sobre él.

En la primavera de 1816, Byron intentó huir de los señalamientos de indecencia que amenazaban con convertirse en acusaciones legales y viajó a Ginebra para encontrarse con Percy Shelley, Mary Godwin y Claire Clairmont. “Viviremos juntos en un retiro que seguramente asustará a mucha gente”, se burló Mary, que comenzaba a llenar sus diarios de un humor profano y extravagante, sin duda influenciada por Byron. La Villa Diodati se convirtió entonces en un retiro, una forma de mirar el futuro incierto y un lugar atemporal y más allá de los convencionalismos. Para el verano, el clima se volvió violento y tempestuoso. Clairmont estaba embarazada de Byron y el ambiente se había vuelto tenso. “Ofuscado, un poco inquietante”, describiría Mary.

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Villa Diodati

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Una noche de tormenta —y luego de que Byron discutiera a gritos con Claire durante horas—, Byron intentó retomar el ánimo de los primeros días con un reto: “Cada uno escribiremos una historia de fantasmas”. Mary comenzó a escribir de inmediato y no dejó de hacerlo en los días siguientes, para sorpresa del resto de los invitados, que abandonaron el reto muy pronto o lo tomaron como una distracción intrascendente. Pero para Mary la inspiración la hizo continuar, seguir, insistir, y para el otoño ya tenía el primer borrador. “Creo que es un libro maravilloso para una niña de diecinueve años”, escribiría después Byron, que también confesaría que le asombró la rareza de la historia. “La oscuridad que se adivina entre la agonía de un personaje sin nombre”.

Por extraño que parezca, mientras Mary escribía (y gestaba a su primer hijo), la esposa de Percy, también embarazada, se suicidó. Otra extraña sincronía que tampoco pasó inadvertida para Mary. “La muerte y la vida es un recorrido extraño que no tiene una verdadera dirección”. Una noche, en medio de una borrachera, Percy le preguntó sobre qué escribía con tanto ahínco. Hacía meses que habían abandonado la Villa y la aventura de la noche tormentosa había quedado atrás, como la vida simple en la aislada propiedad. “Le he mentido, no entendería que su dolor le hace padre de un monstruo”.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

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