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ZAPATOS

Ricardo Bernal

 

 

Cuando nadie los mira, los zapatos caminan solos. Paso a paso rumbo al muro más cercano, sin apoyarse mucho para no dejar huellas, los zapatos trepan y, cuando llegan hasta arriba, caminan por el techo.

Nadie lo sabe, pero en toda habitación vacía donde hay un par de zapatos o más, estos siempre están parados en el techo. Los zapatos son muy cuidadosos, cuando sienten que alguien se acerca, regresan de prisa al sitio donde los dejó su dueño, debajo de la cama generalmente.

Los zapatos vigilan.

No conformes con subirse al techo, algunas veces los zapatos se salen por la ventana y vuelan rumbo al cielo. ¿Dónde están mis zapatos?, pregunta la mamá. No sé, no sé, dice el papá mirando la punta de sus propios zapatos; ni modo que se hayan ido caminando solos, ¿verdad? Los zapatos tenis, de agujetas voladoras y almas transparentes, se enredan en los cables de la luz y ya no pueden llegar al cielo. Se quedan ahí muy serios, como muertos. Y los cables son pentagramas, y las notas zapatos muertos. Pero no están muertos, sólo esperan.

La ciudad es tan grande, cada día desaparecen cien personas, a veces más, a veces menos. Sólo quedan los zapatos tirados a un lado de la carretera, o perdidos y tristes en un callejón que no recorren ni las ratas.

La verdad es que algunos zapatos se alimentan de carne humana.

La ciudad es tan grande, cada día desaparecen cien personas devoradas por sus propios zapatos. Y el horror les impide gritar, y en un santiamén se convierten en enanos, en enanitos, en enanitititos, y luego se esfuman para siempre en las diminutas entrañas de sus zapatos. Los zapatos se comen todo, no dejan ni una pestaña, ni una uña, ni siquiera una gotita de sangre. Los zapatos también se comen la ropa.

Los zapatos caminan solos, por eso a veces oímos pasos y creemos que son fantasmas.

Pero yo sé que los fantasmas no existen. Por eso ando descalzo. Por eso no duermo nunca. Los zapatos vigilan. Yo los vigilo a ellos.

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