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CUNNILINGÜISTA

Osvaldo Miranda

MÉXICO

 

 

El agua deja de caer con un chirrido. Las últimas gotas se apresuran para besar el rostro que se encuentra debajo, éste se aparta y van a morir al desagüe. El aroma dulzón del champú se pega a la piel como el algodón de azúcar en una boca infantil; el cálido vapor envuelve el cuerpo con suaves caricias: aprovecha el poco tiempo que le ha sido concedido para saciarse en esa forma curvilínea. Una mano delgada alcanza la toalla colgada más allá. Después de secarse, Rebeca sale del cuarto de baño y se dirige a su alcoba, acompañada de un séquito de nebulosas formas que se deshacen en jirones mientras intentan sin éxito abrazarla una vez más.

Ya en su habitación, se viste con premura. El nerviosismo la impulsa a vestir la tanga con dedos temblorosos, a embutirse en las perneras del pantalón entre tropiezos y a equivocar dos veces con la blusa. En cuanto logra estar correctamente vestida se dirige a la cocina, sirve un vaso de agua, camina hacia la sala de estar y se arroja sobre el sofá.

Pensamientos inconexos reverberan en su cabeza, bisbiseos en una gruta, tratando de ocultar la fantasía que pugna por adueñarse de su imaginación. Bebe un sorbo de agua, más por hacer algo que por saciar su sed. Deja el vaso sobre la mesita de centro, busca una postura más cómoda en el sofá y, con poca resistencia, permite que la insistente imagen resbale desde su mente hasta caer en su regazo. Un leve cosquilleo trepa ansioso hasta la sonrisa en ese rostro de ojos entornados. Una serie de escalofríos como dedos recorren su espalda. Con cada embestida de su fantasía, surge una descarga del dique roto de su entrepierna, que ha devenido en un riachuelo cada vez más caudaloso. Una embriagadora calidez la invade. La nota disonante del timbre la devuelve bruscamente a la realidad. Un velo frío cae sobre su pecho al esfumarse la fantasía y un temblor, de naturaleza distinta al engendrado por la ilusión, se apodera de sus extremidades. Se incorpora y trastabilla al ritmo de su respiración hasta alcanzar la puerta.

En el umbral, un joven. Misma edad, a juzgar por las finas facciones. Muy delgado, esboza una sonrisa en el pálido rostro. Viste todo de negro. Se ven un instante a los ojos. Con una voz muy suave, a la vez potente, como el paso ligero de alguien en una catedral vacía, el joven solicita permiso para entrar. Rebeca responde con una afirmación entrecortada por los temblores de sus piernas.

Él se adelanta y entra en la casa. Todo parece más oscuro, sus ropas parecen difuminar el color en la atmósfera. Rebeca intenta recordar palabras de cortesía para invitarle algo, la presencia de aquel es sofocante y no acierta más que a balbucear. El joven niega y la toma de la mano. Ese apretón la hace estremecer. Las manos del invitado irradian frialdad, parece que hubieran estado metidas en hielo; están, sin embargo, secas. La agitación de Rebeca aumenta cuando la fantasía retoma el asalto, incorporando la imaginaria sensación de esas manos recorriendo su cuerpo tibio.

Rebeca se dirige hacia su habitación y el joven la sigue, como el perro pastor sigue a la oveja. La serenidad de él contrasta con el nerviosismo de ella; las ropas negras invaden los espacios que la luz había reclamado para sí y la desplazan. Rebeca acalla la pequeña y persistente voz temerosa que ha comenzado a susurrar en sus oídos. Frente a la cama, el hombre la toma de la cintura con firmeza y la atrae hacia sí. Sus caderas chocan al tiempo que él le planta un beso largo, que derrumba el muro entre la fantasía y la realidad. Rebeca se abandona, tratando de abarcar con sus labios la mayor superficie posible de aquel rostro que hasta hacía un mes no era más que un avatar anónimo en una red social. Las manos del extraño recorren con avidez la orografía femenina, conquistando la cumbre de los montes, paseando tranquilamente por los valles, asomándose a las oquedades que encuentra en su camino. En cada vuelta de la mano expedicionaria el joven la despoja de sus prendas, hasta dejarla desnuda.

La arroja a la cama. Hunde su cabeza entre las piernas de ella, con voracidad; una sensación de calor ácido hace respingar a Rebeca. Percibe de manera vaga esa lengua que se detiene en la cumbre del clítoris, para bajar rápidamente en una avalancha por los angostos valles entre sus labios. El último eco de la voz desconfiada es ahogado por los gemidos que empiezan a brotar desde el vientre de Rebeca. Cosquillas suben por todo su cuerpo. Sus manos y piernas se tornan insensibles. Los fuegos artificiales de sus pensamientos lúbricos destellan en su cabeza. Más humedad. Levanta el rostro y unos ojos felinos se encuentran con los suyos. Le sostiene la mirada: una pantera pálida agazapada entre las oscuras hierbas de su pubis. Deja caer la cabeza en la almohada. Las fuerzas comienzan a faltarle. Siente que la humedad que emana de su entrepierna ha mojado ya las sábanas. Su vista está desenfocada. La presión aumenta en su clítoris. Destellos eléctricos recorren su columna y llegan a la base de su cuello, a la punta de sus adormecidos dedos. Levanta una vez más la cabeza.

Ahí está él. Disfrutando. Saciándose. En un momento alcanza a observar su roja boca. Sus labios rojos. Sus dientes rojos. Puntiagudos y rojos. Rojos. Rojo sangre. Sangre que brota de su entrepierna. Sangre que él lame sin dilación. Las fuerzas la abandonan y su cabeza cae sobre la almohada.

El placer la inunda, cerca del orgasmo. No puede pensar. Todo es blanco y acogedor. Siente la sangre escapar de su cuerpo. Llega el relámpago. Sonríe conforme el eco del trueno retumba en sus muslos y en su vientre. En el clímax, al mismo tiempo que el gemido profundo, percibe que la última gota de sangre la abandona. Y, con ella, la vida.

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Osvaldo Miranda

(Ciudad de México, 1994)

Escribo por placer. Con rabia, tristeza y dolor. Escribo para tener algo que hacer mientras llega la muerte. Escribo cuando estoy solo y cuando estoy acompañado pienso en qué escribiré después. Escribo historias para contarlas a los demonios que comparten piso conmigo; les gusta leer sobre ellos. Escribir es la cera en los oídos que me aleja de las sirenas de la locura.

Estoy convencido de que escribir es una necesidad fisiológica.

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