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EL PARAÍSO PERDIDO

El Conde de Betancourt

 

De todas las poesías en prosa que podrían interesarles, debido a que han significado un agrado para mí también, Los cantos de Maldoror, La divina comedia y El paraíso perdido sean posiblemente las más destacables. Sin embargo, el hecho de leer algunos de estos tres libros no es una tarea del todo sencilla debido a la alta exigencia que se requiere para poder entender a plenitud sus versos, y esto no me lo estoy inventando tan sólo para sonar pretencioso: es una realidad que ha sido objeto de debate desde épocas que se remontan hasta hace casi más de un siglo y que se hace patente en el prólogo del ejemplar del que hablaré en esta ocasión.

Un rasgo que dichas lecturas comparten entre sí es el de una muy estrecha relación eclesiástica, misma que, según mi opinión, puede variar en intensidad según el libro. Y algo que no debemos olvidar al momento de aventurarnos en cualquiera de estas tres historias, es que cada una es la encarnación de las diferentes interpretaciones de sus respectivos creadores, estando dos de ellas, La divina comedia y Los cantos de Maldoror, entrelazadas profundamente con las características de Dante y Ducasse. Recuerden que la literatura son pensamientos, sentimientos y deseos; sobre todo la poesía.

Si intento enfocar por entero este concepto en El paraíso perdido, que es el volumen que nos interesa, y el que recomiendo para iniciarse en esta clase de libros, seremos capaces de enterarnos que dicha variable también se encuentra presente, aunque claro, de manera un poco menos sutil, en lo relatado por John Milton, el escritor, en una etapa de su vida en la que vivió privado de la vista, empobrecido y acosado por sus enemigos políticos.

Para ello, es necesario que comente en qué edición me estoy apoyando para hablar sobre una de las obras más famosas de la literatura inglesa. Mi ejemplar sea tal vez el más añejo que haya caído en mis manos. Se trata de uno publicado por la ya extinta Biblioteca Salvatella. ¿Les suena? Seguramente no. Para que comprendan un poco mejor la esencia de este sello, recitaré a continuación un poco de la información que la página de internet Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes nos brinda. Según este sitio, la historia de la editorial es más bien confusa. Llamada en un principio Biblioteca amena e instructiva, pasó a renombrarse Biblioteca Salvatella a causa de que se le encontraron ciertas similitudes de producción con otra casa editorial de Barcelona que responde al nombre de Arte y Letras. El ilustrador que más aparece en las ediciones de Salvatella es Tomás Sala Gabriel, destacando además artistas no hispanos como el célebre Gustavo Doré que se incluye precisamente aquí.

Así pues, el encargado de dar vida a la traducción fue Don Juan Escoiquiz, un canónigo de la Santa Iglesia de Toledo y cuya biografía, aparentemente fiable, está en Wikipedia. Al menos los datos de esta entrada electrónica coinciden con algunas partes autobiográficas que el mismo Don Juan plantea en el prólogo de este ejemplar.

Mi reliquia corresponde a la tercera edición del año 1891, y un dato curioso es que la administración de la imprenta estaba ubicada en la calle Nueva San Francisco, n° 11 y 13. No sé hasta qué punto esto sea cierto. Si algún oriundo de Barcelona (o de España) pudiese iluminarme, mucho se lo agradecería.

El clérigo no solamente se encargó de la traducción: al mismo tiempo incluyó una muy surtida carga de referencias bibliográficas que me ayudaron mucho a comprender el fondo del poema. Su objetivo fue el intentar balancear el contenido al hacer uso de las referencias del ensayista Joseph Addison, en las que se encuentra una crítica juiciosa del mérito y los defectos del poema y una respuesta, al mismo tiempo, a las amargas censuras que escritores de otras naciones hicieron, con más pasión que justicia, por un odio nacional. ¿A qué me refiero con lo de odio nacional? A que regularmente, o al menos en la época antigua, los poemas solían ser censurados por mera envidia en países que no tuviesen relación política con el escritor.

Un detalle que no puedo dejar pasar (y que va de la mano con lo que he dicho) es el tan singular prólogo, ya que el religioso nos prevé de una especie de manual para que podamos disfrutar de El paraíso perdido con la finalidad de no caer en la libre interpretación y de no hacerse una idea errónea de lo que Milton intentaba decir. Por ejemplo, Escoiquiz nos dice que, al ser Milton originario de un país protestante, muchas de los preceptos teológicos planteados en el libro son inaceptables a ojos de la Iglesia católica, lo que me lleva a pensar: ¿Qué decía usted sobre la envidia y la censura? Pero esto va todavía más allá del hecho de que yo intente imitar al entrañable protagonista del poema, que es El príncipe de las Tinieblas, al querer conflictuarlos con este ilustre erudito, pues es cierto que Milton dotó de un cuerpo físico y de pasiones casi humanas a un conjunto de seres efímeros que, según el canon papista, no deberían de funcionar así. Ello lo pueden constatar si tienen la precaución de leerse el libro Svmma Daemoniaca del sacerdote José Antonio Fortea. La idea principal de todo ello se reduce, y cito el texto original:

 

A que no habrá lector tan insensato que se persuada sobre que sea posible estudiar la moral, la política, las ciencias y mucho menos los dogmas de la religión en un poema épico al que la ficción y la ilusión deben, por naturaleza, servir de adorno; y que la verdad, so pena de no ser tal poema, debe estar vestida de todas las invenciones de la fábula en términos que sea imposible desenvolverla de ellas, y que en caso que se desenvuelva, lo que quede del poema no sea más que un bosquejo informe o un esqueleto descarnado.

En pocas palabras, lo que nos han intentado decir es que no debemos olvidar que esto sigue siendo una inventiva, la interpretación artística que John Milton tuvo sobre una parte del creacionismo del que se sabe poco o que, en su defecto, no está del todo bien definido y que, por consecuencia, aprovechó para poder elaborar su obra.

A pesar de que no lo he dicho, El paraíso perdido trata sobre el momento exacto de la concepción del universo por parte de Dios, pasando después por la caída de Lucifer y los ángeles rebeldes y culminando con la expulsión de Adán y Eva del Edén al ser tentados por el Demonio a causa del resentimiento que lo dominaba.

Esto me hace recordar lo que pasó hace ya algunos años con El código Da Vinci de Dan Brown, porque lo mismo que hizo Milton, Brown lo aplicó, por poner un ejemplo, en la vida del Jesucristo histórico con el protagonismo que se le da a María Magdalena, ocasionando horda tras horda de documentales conspirativos y sin fundamento por parte de las grandes cadenas de televisión; eso sin mencionar la oleada de desinformación que se suscitó porque la humanidad se creyó como cierta una historia de ficción que es secuela de otra novela de porte muy similar y que comparten hasta al protagonista. En serio no sé que diría Arthur Machen de todo esto, puesto que él tenía la faceta artística de la literatura en muy alta estima.

Por tal motivo, Escoiquiz intenta alertarnos de todo esto para que no caigamos en un error similar al leer El paraíso perdido. No es un texto apócrifo que intente desvelar detalles que no vienen en La Palabra de Dios y que el clero no quiere sacar a la luz. ¡No sean tan crédulos! Si así fuera, su traductor al castellano no habría sido un sacerdote católico, para empezar. Confieso que cuando leí por primera vez el libro, hace aproximadamente 6 años, yo mismo estuve propenso a esto, mas mi sentido común me decía que algo no cuadraba. «¿Esto viene en La Biblia?», me pregunté. Afortunadamente recibí ayuda de mi padre, quien es un ferviente lector de El buen libro sin caer en el detestable fanatismo, y un par de dudas se me fueron despejadas a tiempo. De hecho, fue mi padre quien me hizo entender que el poema de Milton es la interpretación que el autor tenía de los acontecimientos; que no mirara los versos desde un ángulo tan literal y que me concentrara únicamente en disfrutarlo.

Esto, sobre la interpretación artística que va ligado a la religión, me hace recordar un mural que está en el interior de una de las cúpulas de la iglesia del barrio de La Valenciana, acá en Guanajuato. ¡Sí! Ese templo establecido un par de kilómetros más adelante del Castillo de Santa Cecilia. En esta imagen se retrata a los tres elementos de La Divina Providencia utilizando el rostro de Cristo que actualmente conocemos, algo que me gusta mucho porque se supone que, según los santos misterios, son «Tres personas en una».

El traductor también declara que le parecieron ridículas todas las censuras que la traducción francesa de la época hizo por los motivos clericales que ya mencioné. Supongo que por eso intentó elaborar una interpretación más íntegra.

Y así como la estrechez de un prólogo es insuficiente para abarcar todo lo referente a una obra tan extensa y maravillosa como esta, una reseña resulta igualmente inútil. El canónigo declara en los párrafos finales que esta lectura apelará el sentido religioso de cualquier hombre porque tocará las verdades en que funda sus esperanzas para deleitarlo por su sublimidad, aunque también dice que el literato común la encontrará agradable por la vasta, y un poco improbable, erudición de todos los primores que caben en la epopeya.

Escenarios como la desgracia de Lucifer se han convertido realmente legendarios por la intensidad de sus palabras hasta el punto de fundirse con la ilustración de Doré, igualmente mítica. Reitero que no habrá que tomarse tan apecho la condición material que se le asigna aquí a la corte de Dios, porque su única función está orientada a que la historia pueda fluir.

Del mismo modo, el ponerse la etiqueta de «transgresores» tan sólo por leer las blasfemias que Lucifer, Adán o Eva dicen en los diálogos es algo muy tonto. Están ahí, repito, por efectos de la historia y no por otra razón. Algo muy similar ocurre en Los cantos de Maldoror y en las reseñas que he visto y leído sobre el libro. Me divierte mucho ver a la gente creyéndose unos acólitos del Diablo por pasarle la vista a unos versos en donde el protagonista creado por Lautréamont fornica con un tiburón o sobre los animales que excretan sobre un Yahvé que duerme despreocupado en el campo, todo ello sin siquiera entender el significado (a veces expuesto abiertamente) de dichas injurias. ¡Y todo por no entender el movimiento decadentista francés! Pero bueno, esto ya lo explicaré después.

Si tengo una edición más moderna que recomendarles creo que esa sería la de Galaxia Gutenberg, pues es bilingüe y está encuadernada en una bonita edición. El único libro que tengo en esta editorial son los cuentos de Hanns Christian Andersen, y créanme que el cuidado que le dan a todos los detalles físicos, tan finos, valen cada centavo. Eso sí, es un libro con un precio elevado.

¿Fue tal vez esta historia sugerida por el mismo Dios a través de un invidente? Quién sabe.

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El Conde de Betancourt

En 2015 ganó un concurso de poesía religiosa que organizó una parroquia cercana a su hogar. En 2017 su cuento «En compañía de la muerte» apareció en el número 7 de la revista Vuelo de Cuervos y «Nocturna demacración» hizo lo propio el blog de la revista Fantastique para su especial de vampiros. «Rhythmus Mortis» aparecerá en la antología splatterpunk Gritos Sucios de Ediciones Vernacci. Sus reseñas las sube a YouTube.

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