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LA VANIDAD EN LA SUSTANCIA

 

Vivi Page

 

 

Al asistir a la función de cine de The Substance, de la directora Coralie Fargeat, pensé que la sala estaría vacía; para mi sorpresa, eran pocos los asientos desocupados. No entiendo el descontento de muchas personas por asistir a estas salas que son más usadas para el cine como entretenimiento que como arte. Para mí, la experiencia de masas agrega información de la película como medio de comunicación. Escuchar a las personas reír y exclamar cosas como: “¡ay!”, “¡iugh!”, “¡auch!”, o más comunicativo aún: verlas salir en medio de la funciones, es algo que en las paredes de mi casa nunca hubiera podido apreciar.

La sustancia es una película fascinante, divertida, sexy, atrevida y absurda —en el mejor sentido del género—, como absurdos —en el peor sentido de la palabra— son los cánones de belleza.

La historia de una estrella en decadencia a la que se le recuerda constantemente su edad y declive, acude sin pensar ni cuestionar a un método que promete hacerle una versión de ella misma más joven.

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Rápidamente en el filme sale a pantalla el productor Harvey (Dennis Quaid), extravagante, adinerado, sucio por fuera y por dentro. Lo vemos ir al baño mientras insiste en que la estrella de su programa de baile y ejercicio debe ser una muchacha hermosa y ya no la ex estrella ganadora de un Oscar que ha llevado el programa durante los últimos años, es decir: Elizabeth Sparkle (Demi Moore). El hombre termina sus necesidades biológicas y sale del baño, mientras en la siguiente escena aparece comiendo camarones de la manera menos fina posible, llenándose la boca y los dedos de restos de comida, en lo que le da la noticia de su despido a Elizabeth y el camarón entre sus dedos, pequeño y fálico, se tambalea de un lado a otro. Con planos detalle, montaje adecuado, vestimenta, colores y una actuación digna, conocemos al enemigo, que no es uno: es la representación de un estereotipo, de una industria, de un público y de la sociedad misma.

Es el día de su cumpleaños, Sparkle acaba de escuchar que es vieja y que está despedida y, como cereza del pastel, nuestra protagonista, que no es tampoco una heroína, tiene un accidente en su auto y no sufre daño alguno. Ella es una mujer entera, su cuerpo es fuerte, sano y atractivo, es hermoso ante los ojos del espectador y de personas como su ex compañero de escuela al que se encuentra saliendo del hospital, un sujeto normal y corriente que la mira como la estrella que es.

Y observamos su hogar: un altar a la vanidad, con grandes espejos, con cristales reflejantes, con un póster de ella en años anteriores, con la vista hacia el espectacular de su foto que están a punto de quitar. Es un altar a la vanidad de Elizabeth joven, un recuerdo constante y doloroso para la Elizabeth actual.

Entonces de manera misteriosa le presentan un método para entregarle una versión de ella misma, pero en plena juventud, una que puede acudir al casting de la vacante que ella dejó, una que pueda volver a vivir. El método consiste en inyectarse una sustancia para duplicar células, formando otro cuerpo que saldrá por la espina dorsal, porque, no olvidemos, las dos son una misma. La sustancia es un líquido verde que nos avisa lo alienados que nos sentiremos; el vómito del cuerpo resultante es amarillo para sentirnos incómodos con ella, con Sue (Margaret Qualley), a pesar de su belleza perfecta, su cuerpo preciso y su sonrisa encantadora. “Todo está en su lugar”, murmuran los directores de casting cuando la ven, palabras que no pueden ser dedicas a excelentes bailarinas con un gran cuerpo pero nariz grande. Parece ilógico preguntarnos en la vida real: ¿Por qué se habrá hecho tantas cirugías, por qué se puso tanto botox si estaba hermosa?

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Sue regresa al mundo que Elizabeth había tenido a sus pies, muestra de su obsesión. Aquí te pregunto, lector, si tuvieras una mejor versión estética de ti mismo, ¿elegirías la misma vida?, ¿regresarías al trabajo donde te despreciaron cuando dejaste de dar rating? Pues ella sí y Sue conquista a todos. Camina por aquel pasillo del foro de paredes de color violento (porque la industria lo es), donde al inicio vemos los pósters en gran tamaño de toda una carrera y vida de Elizabeth Sparkle, ahora con una sola imagen de Sue, porque tiene la vida por delante. Y tiene maravillado al productor, quien no se cansa de castigar a las mujeres mayores y de vanagloriar la mocedad, mientras él mismo y, a su lado, ancianos ejecutivos siguen ganando dinero y están cada día más en la cima de los negocios gracias a pieles tersas y sonrisas bonitas, porque una mujer no es hermosa si no sonríe y porque no importa de ellas nada más que sus cuerpos en prendas menores. Y Sue fascina también a los hombres que hacen lo que sea para complacerla y puede tener al que quiera en su cama.

En el afán de nuestra protagonista por ser más Sue y menos Elizabeth, rompe la regla de oro: siete días como Elizabeth, la matriz, y siete días como Sue. Entiendo la tentación. Elizabeth no hace más que comer y mirar la televisión. Y cuando sucede por primera vez que la “otra” se queda más tiempo del debido, a la “original” se le pudre un dedo. Se queja al número de atención de “La sustancia” y la voz, masculina que pone las reglas, no soluciona nada. Entonces decide que ella también puede vivir y acepta la cita con el ex compañero de escuela antes mencionado, pero cada vez que está punto de salir regresa al espejo a modificar su maquillaje o su vestimenta. Aunque nosotros, tras la pantalla, la veamos despampanante.

—¿Por eso se tardan tanto las mujeres? —preguntó mi acompañante.

—Precisamente —respondí, porque la sociedad nos indica que belleza es sinónimo de Demi Moore o de Margaret Qualley y debemos retocar, mejorar y cambiar antes de salir de casa.

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Así pasa un tiempo: Sue en asenso mientras Elizabeth cocina del recetario que Harvey le entrega. Porque cuando una mujer ya no es atractiva debe quedarse en la cocina, ¿no? La parte vieja envidia a la joven pero no puede vivir sin ella, como lo hace el ser humano con sus recuerdos. Y mientras tanto asquea y avergüenza a la parte joven hasta el punto en que la segunda decide tomar las riendas de ambas, dejando a la matriz como mera fuente de comida, porque todos los días necesita recargarse de la espina dorsal del cuerpo tirado e inmóvil como cadáver. Pero las reglas aquí no se hicieron para romperse y pronto tendrá sus consecuencias.

Contar el final está de más, es algo que se tiene que ver, es una experiencia riquísima: mares de sangre y una bola tumorosa andante dan como resultado una escena gore, chistosa, escalofriante e incómoda. Y sí, muchos espectadores salen de la sala. Pero si eres fan del género, este es un éxtasis de horror corporal imperdible.

Las dos protagonistas están maravillosas. Una reflexiva, temerosa, a veces  decidida, con planos detalle a sus ojos con experiencia, con encuadres a su cuerpo bello pero maduro; Demi Moore ofrece una de sus mejores actuaciones, en mi opinión. La otra entrega frescura; una mezcla de fuerza y ternura es lo que transmite Margaret Qualley con los planos detalle de las zonas erógenas: su boca, cuello, pecho, espalda y trasero.

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De izq a der: Coralie Fargeat, Demi Moore y Margaret Qualley.

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El arte visual, tanto la fotografía como los efectos especiales, no sólo son maravillosos sino también recalcan el discurso: los desnudos no son gratuitos, son una critica a la sexualización del medio del espectáculo. Los escenarios también hablan, como el baño: blanco, pulcro y frío como los estándares de belleza. Esta cinta es un discurso inteligente, una versión entretenida de lo que ya han planteado los vampiros con su obsesión de la vida eterna y cómo son más bellos al tomar su propia sustancia vital, por su puesto, la sangre. Desde “El retrato de Dorian Gray”, tanto por la obviedad de la historia como con el simbolismo del cuadro de la casa, hasta la dualidad del “Doctor Jekyll y el señor Hyde”, cabe destacar las múltiples referencias cinematográficas. Todo cabe en poco más de dos horas gracias a Coralie Fargeat, quien luego de dirigir Revenge* (2017) se supera en este segundo largometraje. Y ojalá siga sorprendiendo esta inteligente, divertida, voraz y tenaz directora.

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*Incluida en mi especial de Rape & Revenge.

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Vivi Page

Nací en la ciudad de Puebla, el 2 de diciembre de 1997. A muy temprana edad me enamoré de las palabras y desde entonces hasta ahora he intentado conquistarlas.

Estudié un año lingüística y literatura. Sin embargo, por azares del destino, dejé la carrera, pero no las letras. Mis relatos van desde lo erótico hasta lo escabroso, publicados en algunas revistas digitales.

Y este es solo el comienzo.

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