Seleccionar página

LADRONES DE TUMBAS

de la profanación a la autopsia

 

Aglaia Berlutti

 

La profanación de tumbas durante la Edad Media y el Renacimiento

Durante el medievo y buena parte del Renacimiento, todo contacto con cadáveres se consideraba un pecado de tal gravedad como para considerarse una herejía y una más que probable sentencia de muerte. La Iglesia prohibía no sólo cualquier manipulación de los cuerpos una vez acaecido el óbito, sino que además condenaba especialmente el hecho que fueran utilizados de “maneras impuras”, lo que por supuesto incluía prácticas médicas o proto-científicas. El resultado de un dogma tan rígido provocó que durante casi trescientos años los médicos e investigadores científicos europeos tuvieran que recurrir a métodos desconcertantes para aprender sobre la biología humana, la muerte y, sobre todo, los misteriosos procesos de la putrefacción. Un tipo de estudio a la sombra y bajo el riesgo de un severo castigo que aún ahora mismo sorprende por su cualidad morbosa e incluso desconcertante.

Por supuesto, la prohibición no detuvo la curiosidad científica: los robos de tumbas se hicieron tan habituales en Italia y Francia, que pronto la Iglesia dispuso de un pelotón de vigilancia que se dedicaba a vigilar exclusivamente los cementerios. Aun así, la profanación de todo tipo de criptas y lugares de reposo fúnebre siguió ocurriendo con la suficiente frecuencia como para resultar un crimen corriente amparado bajo la complicidad de figuras artísticas y científicas de renombre. Hay cientos de anécdotas y crónicas de la época que demuestra que la mayoría de los catedráticos, cirujanos e incluso pintores utilizaban el robo de tumbas como forma de obtener cadáveres que utilizaban en disecciones clandestinas. Uno de los casos más conocidos es el de Leonardo Da Vinci, quien en 1510 dejó Milán para trabajar en la Universidad de Pavia junto a Marcantonio della Torre, conocido como el “maestro de la muerte”. Juntos llevaron a cabo un minucioso trabajo de registro y dibujo del cuerpo humano que sólo podría haberse logrado gracias a un largo proceso de disección, prohibido por Roma y considerado por entonces como una afrenta a la Madre Iglesia.

La historia sobre la necesidad de escudriñar la muerte como una forma de conocimiento es de larga data: la primera disección de cadáveres de la que se tiene registro histórico fue llevada a cabo por Mondino de Liuzzi en Bolonia durante el año 1315. No obstante, tendrían que transcurrir casi tres siglos para que la práctica abandonara la oscuridad de la superstición y se convirtiera en un método científico por derecho propio. Uno de los primeros países en liberarse del dogma católico, y por tanto de la rígida normativa religiosa sobre la manipulación post Mortem, fue Inglaterra. En el año 1506 el Rey Jacobo IV de Escocia concedió mecenazgo y protección a la compañía de barberos y cirujanos, lo que le permitió llevar algunas prácticas básicas de disección sobre animales que fue ampliamente criticada por Roma. No obstante, cuando el Reino Británico se separó de Roma en 1534 debido al conflicto del Rey Enrique VIII con el Vaticano, la influencia católica sobre el territorio desapareció casi por completo, lo cual incluía sus severas disposiciones morales y espirituales sobre las ciencias médicas.

Las consecuencias fueran inmediatas y en la década siguiente una serie de reformas concretas sobre todo tipo de tópicos y principios transformaron por completo el rostro del dogma religioso inglés. En 1542 el Parlamento Británico permitió por primera vez una disección pública de cadáveres por motivos científicos: los cuerpos de cuatro condenados a muerte fueron entregados a la Compañía de Barberos y Cirujanos, que también admitía entre sus filas a los proto-científicos del país. No obstante, se trató de una escena dantesca que aterrorizó a la multitud que asistió al aforo como testigo del proceso. La mera posibilidad de que el cuerpo humano fuera descuartizado para ser utilizado como objeto de la curiosidad científica desconcertó no sólo a la multitud reunida sino a un grupo de juristas que prohibió que la práctica se llevara cabo en lo sucesivo. Se restringió el uso de cadáveres para fines médicos, salvo si un voluntario lo decidía al morir o si los cuerpos de los condenados a muerte no eran reclamados al término de la ejecución. Además, se especificó que sólo las Universidades y centros educativos que se dedicaran a la enseñanza de técnicas médicas podían disponer de los cadáveres, lo que restringió aún más la posibilidad del método para el aprendizaje. Además, el número de escuelas existentes hizo cada vez más complejo el uso de los muertos obtenidos de manera legal, por lo que comenzaron a hacerlo por medios propios bajo el auspicio de un insólito grupo criminal que se dedicaba a la profanación y robo de cadáveres recién sepultados, denominado “los resurreccionistas”.

Siglo XVIII y siglo XIX: la era dorada de los ladrones de tumbas, “los resurrecionistas”

Durante casi tres siglos, la mayoría de los científicos y Universidades europeas acudió a “los resurreccionistas” para obtener cadáveres lo suficientemente frescos y en buen estado para llevar a cabo procedimientos quirúrgicos de envergadura. Se trataba de un secreto a voces, amparado bajo la complicidad oficial — los funcionarios a cargo de la guardia y custodia de cementerios recibían una lucrativa ganancia por ignorar las prácticas de profanación — y, sobre todo, la necesidad académica de comprender el cuerpo humano más allá de los modelos anatómicos incompletos (y la mayoría de las veces superficiales) que llenaban laboratorios y centros de estudio oficiales. De hecho, la venta de cadáveres se hizo cada vez más habitual y para mediados del siglo XVIII la mayoría de los estudiantes de medicina de Inglaterra recurrían a “los resurreccionistas” como una forma válida de estudiar órganos y tejidos. Además, para la Ley Inglesa, el robo de cadáveres se consideraba un delito menor, por lo que el riesgo aparejado al crimen era mucho menor que la ganancia total. Las facultades de anatomía del Reino Unido competían entre sí para lograr los mejores restos humanos —hombres sanos, mujeres embarazadas, niños pequeños —,  lo que aumentaba el precio y la disputa entre los grupos criminales. La lucha entre bandas se hizo tan encarnizada que incluso hubo casos en que los cuerpos eran robados desde el mismo lecho mortuorio doméstico. Para comienzos del siglo XIX, se trataba de un fenómeno tan habitual que formaba parte de la superstición callejera y ante todo un mal menor que las autoridades a cargo toleraban con cierto pesimismo pragmático. En 1828 el cirujano Astley Cooper admitió ante una comisión del Parlamento que el precio de un cadáver en buen estado era de 8 guineas — seis veces más de lo que ganaba un obrero manual durante una semana—, lo que hacía del robo de cuerpos un negocio muy lucrativo. Pronto, las leyendas sobre la tétrica figura del “resurreccionista” pasó a formar parte del imaginario tétrico de una Inglaterra aterrorizada por la muerte de sus viejos dioses.

El fenómeno se volvió un quebradero de cabezas para los parientes y amigos de los recién fallecidos. Hay relatos pormenorizados de guardias nocturnas llevadas a cabo en cementerios por hermanos y parientes, en un intento de evitar que las criptas fueran saqueadas. No obstante, “los resurreccionistas” habían creado un método infalible para el robo y saqueo de tumbas: la mayoría dormía en los cementerios — incluso dentro de los monumentos y construcciones funerarias — y conocían los campos santos con tanto detalle que llegaron a dibujar pequeños mapas para los miembros de sus bandas de sorprendente exactitud. Conocían con enorme detalle los movimientos de los funcionarios y vigilantes encargados de la zona, pero, sobre todo, les beneficiaba la precariedad de las sepulturas de la época: la mayoría de los ataúdes eran enterrados bajo una fina capa de tierra, en previsión al terror ancestral de ser enterrado vivo. La combinación de la inquietud colectiva por un tema que de pronto llenaba todo tipo de relatos y cuentos terroríficos, no sólo facilitó las maniobras de “los resurreccionistas”, sino que además los convirtió en parte de la imaginería popular. Se trataba de una escena de pesadilla que poblaba el sueño inquieto de un Londres aterrorizado por lo que ocurría en los cementerios durante la noche. Los relatos sobre cómo “los resurreccionistas” cavaban con palas de madera para no hacer ruido y robaban los cadáveres a través de un rápido método de poleas que llegó a popularizarse en la Londres de la época con el nombre escalofriante de “el mecanismo de la muerte” estaban en todas partes. Para mediados del siglo XIX, la labor desalmada y paciente de “los resurreccionistas” fascinaba y aterrorizaba a buena parte de Inglaterra.

 

El asesinato como método para obtener lucrativos cadáveres

En 1828 dos inmigrantes irlandeses (Burke y Hare) fueron detenidos y condenados por el homicidio de dieciséis personas. Durante el juicio, ambos declararon que habían llevado a cabo la serie de asesinatos para llevar los cadáveres al doctor Robert Knox, famoso por las disecciones que realizaba durante sus célebres clases de anatomía. Se trataba de un caso único: Knox no sólo mostraba a sus estudiantes su habilidad como cirujano, sino admitía oyentes e invitados de varios lugares de Europa para debatir sobre su pulcro método de disección. El escándalo que rodeó el caso  —Knox fue acusado de complicidad, aunque nunca pudo probarse los casos en su contra—  provocó que el Parlamento inglés investigara los robos de cadáveres y considerara la importancia de la Ciencia anatómica. La Ley de Anatomía promulgada en 1832 — también llamada ley de Henry Warburton, autor del informe de la Comisión— democratizó el uso de cadáveres para fines médicos y científicos, lo que puso fin  (al menos en apariencia ) a las grotescas prácticas de “los resurreccionistas”.

No obstante, su rastro macabro puede seguirse a través de las novelas y escritos de la época, que detallan con especial detalle los terrores oscuros de la profanación. Desde R. L. Stevenson hasta Mary Shelley y Edgar Allan Poe, la huella del más siniestro de los oficios siguió viva mucho después de su supuesta desaparición. Una huella indeleble que aún resulta sorprendente e inquietante por su extraño simbolismo y quizá por reflejar una mirada profundamente inquietante sobre el más viejo de los terrores de la humanidad.

****

Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

TheAglaiaWorld 

 

¡LLÉVATELO!

Sólo no lucres con él y no olvides citar al autor y a la revista.