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CARUSO

el profeta de las sensaciones

 

No Hilda

 

 

…seguí recorriendo el segundo sótano,

intermitentemente escoltado

por la bandada solícita de los ecos,

 multiplicadamente solo.

Bioy Casares

 

Las manos de los artistas son extensiones de lo inconsciente. Al final de estas manos, en el abismo de los dedos, anida casi siempre una herramienta preferida: pinceles, plumas, barro, tela o un instrumento musical. La herramienta es preferida, pero a veces no es la indicada para expresar aquello que bulle en la criatura inconsciente, es entonces cuando los artistas dejan el pincel para tomar una pluma. La redondez deja de estar en un rostro para formar una ‘c’ y los colores se dualizan, blanco y negro: hoja y tinta.

Santiago Caruso es ilustrador, pero tiene anidados, debajo de su piel, todos los significados de unas palabras que, irreverentes, a veces salen sin color, ni sombra, ni perspectiva. En la hoja en blanco sus letras se avivan dispuestas a ser significadas por otros, por nosotros.

Caruso nos comparte “El último profeta”, un cuento que se desgaja en fuga. Palabras que tras el punto final saben a metal oxidado, a inexistencia o a uno mismo. El valor de un cuento, para muchos escritores, está precisamente en el hueco que deja después de haber sido leído; en esos caminos internos que se forman cuando se traga saliva y que, sin voluntad aparente, nos llevan a descarapelar la idea de realidad, aquellos que nos dejan la pregunta: ¿qué fue lo que (me) pasó? En este texto de Caruso ocurre precisamente eso.

En sus letras yacen imágenes impacientes, esperando tomar forma en nuestras mentes. Cuando un pintor escribe, una inversión de signos se suscita, nos ceden los trazos que antes han esbozado sólo con la lengua. Esta lectura tan distinta increíblemente nos lleva a interpretaciones similares, es como si, sin importar las herramientas que utilice el autor, sus obras nos siguen transmitiendo el mismo mensaje. Santiago nos lleva a los mismos lugares por senderos semejantes.

Santiago Caruso (foto: Hernán F. García)

Lo que Cortázar llama “sentimiento de lo fantástico” es lo que a Santiago le sobra. Los límites de lo real los utiliza para oscurecer e intensificar las sensaciones plasmadas, es maestro de los escalofríos y resquemores, de las crepitaciones y de la picazón. Esa sensación que no has podido nombrar, ya ha sido plasmada en alguna de sus obras.

Entre la infinidad de libros que ha ilustrado se encuentran algunos autores como Amparo Dávila, Kafka, Alfonso Reyes, Lovecraft y Pizarnik, y títulos tales como Los cantos de Maldoror (Conde de Lautréamont), El rey de amarillo (Robert W. Chambers) y La hija de Rapaccini (Octavio Paz).

Sus obras se pueden conseguir directamente en su página  o en cualquier librería con buen surtido.

http://santiagocaruso.com.ar/

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EL ÚLTIMO PROFETA

Santiago Caruso

Hacer temblar las alturas y resquebrajar sus cimientos:

traer el Paraíso a la tierra.

Alrededor de aquél singular artefacto, se congregaban los despojos de lo que había sido la civilización, cuya tumultuosa exaltación contrastaba con la rigidez de la obra, un doble humano de exquisita factura. Diseñado por el pulso terminal de artistas y filósofos, llevaba grabado en sus circuitos la declamación, que fuera a una vez sentido y armonía entrelazados tan íntimamente en un hálito de poderosa elocuencia, que habría de pulsar las cuerdas de los átomos con una vibración nueva: la que destruyera la gramática de dios.

En medio del vastísimo desarmadero en que se había convertido el mundo, un puñado de personas abrían sus oídos al huracán estático de las palabras. Los sabios animaron el mecanismo. La lengua magnética se pronunció con la perfecta dicción de la máquina.

Terminado el extenso discurso blasfematorio y la serie de elocuentes histrionismos, el autómata retornó a la inmovilidad.

Tras un sutil oscurecimiento del cielo, un rayo surcó la atmósfera atravesando a aquel herético maniquí con su lengua, incendiando cables y brillando en las placas de metal y silicio. La piel esmaltada se inflamó y reventó en un globo de luz, que escupió una oscura silueta, similar a sus acólitos.

En el momento que siguió al estruendo, algunos paladearon la hiel del fracaso, creyendo ver en el rayo la evidencia del triunfo del poder de las Alturas. Se ocultaron el rostro con las manos y comenzaron a dispersarse más allá de la masa de gente.

Contrariamente, otros aseguraban enardecidos que la descarga de todo el desprecio terrestre canalizada por la máquina anti-dios había logrado herir de muerte al Ojo Supremo, cerrando definitivamente su párpado sobre los mortales.

Sin embargo, a esto sucedió un largo espacio de silencio, en el que lentamente todos fueron percibiendo en sí mismos que las precisas palabras de la taumaturgia en realidad habían disuelto esa especie de cordón umbilical, ese canal invisible que había unido siempre sus entrañas con aquel cielo encapotado para llevarse de sí la última partícula de fe, de esperanza.

El silencio creció hasta abarcar el espacio y todos fueron colmados por un vacío.

Muchos sucumbieron a la incertidumbre que se ensanchaba dentro como un agujero e intentaron terminar su agonía cortándose el cuello con lo que encontraran en el basural. Pero en otros, lo inquietante de ese vacío inició una fricción interior e  invisible, una iluminación celular que avivó sus miradas: la aceptación de la finitud. Comprendieron que habían experimentado el roce final con el deseo de infinito y, librados al silencio, comenzaron a amar por primera vez.

Sobre las sierras de los fracasos de la historia caía la última luz del crepúsculo.

 

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No Hilda

Psicóloga para ganarse la vida, escritora y lectora para vivirla.

Autora de Humanimal (Editorial Salto Mortal, 2018).

https://wordpress.com/stats/insights/lyrictoblood.wordpress.com

https://medium.com/@nohilda

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