Seleccionar página

NOTAS SOBRE «LA MEDUSA»

Eduardo Padilla

 

The real and the unreal lovingly cohabit in our terror, the only “sphere” that matters.

Thomas Ligotti

 

 

“La Medusa” fue el primer cuento que leí de Thomas Ligotti.

El texto inicia presentando a su personaje con una acción sencilla: Lucian Dregler escribe frases en su libreta. ¿Qué escribe y cuál es su estilo? Yo anticipaba una prosa como un cadáver de ahogado, o un barroco enlamado, pues me habían dicho que Ligotti era el nuevo Lovecraft.

Pero lo que escribe Dregler más bien suena a Cioran, en materia y estilo. Incluso tiene la misma ironía glacial.

Centrada en su red de fraseo pesimista está la imagen de la Medusa. Junto a ella brilla una frase helicoidal, una línea de ADN que resume el cuento y traza su ruta:

“Quizás el único escondite contra el horror está en el corazón del horror mismo”.

Dregler pasa de la elucubración espesa a una observación ligera sobre la escritura y la memoria y de ahí sale a caminar por calles de “patrones angulares”. Luego entramos a un antro mal iluminado y recuerdo bien aquella lectura, pues uno recuerda a detalle los grandes encuentros; los guardamos en una caja aparte. Les tenemos su propio ataúd, que barnizamos con método.

Si uno quiere componer una atmósfera sobresaliente, no basta con tener un vasto inventario de palabras que ayuden a detallar un cuadro. Se necesita también de imaginación para el espacio, la luz y los objetos.  En esto, la creación de un lugar que haga resonar la acción de los personajes no está nada lejos de la pintura, y recuerdo que de Poe estimaban, en la academia donde estudió, que tenía igual talento para el dibujo que para el lenguaje. “Las aventuras de Arthur Gordon Pym” y “La caída de la casa Usher” sugieren la poderosa convergencia de un poeta con genio para la pintura, o de un pintor con genio para las letras. “La caída de la casa Usher” presenta, en su argumento, la fusión enigmática entre la mente de los personajes y el ambiente que los rodea; y en su forma, el ideal de la unidad artística, un sistema de correspondencias que tensa una red de araña entre los diversos componentes del texto.

Ligotti está siguiendo a Poe, eso puede verse. Es visible en el protagonismo siniestro del objeto inanimado, como un actor silente que se dispone a decir algo en cualquier momento. Pero el resultado es casi lo inverso. Cuando leo “La casa Usher”, la prosa me convence de una realidad opresiva. Cubre todos los ángulos. Es un artificio redondo, es una esfera. Poe logra que yo crea en la realidad de lo insólito como algo que es verdadero, material e inevitable. “La Medusa”, sin embargo, plantea un escenario mundano que, detalle a detalle, parece alargarse y agrietarse. La distancia entre las cosas se expande discretamente. La habitación, sugieren las frases, parece fragmentarse en secreto (o fragmentarse en una multitud de secretos). El espacio conspira contra el personaje, el espacio conspira para romperse y dejar caer al hombre por sus brechas. La mirada del personaje también nota estos detalles; su consciencia está alerta. El narrador, claro, prepara una trampa. En la estética masoquista del cuento de horror, el lector busca el placer de caer en un pozo. La literatura de horror es un ensayo de muerte, en cierta forma. Pero Ligotti quiere ir más lejos. Cuando leo “La Medusa”, su prosa me convence de una irrealidad opresiva.

Dregler se sienta a la mesa, frente a un tal Joseph Gleer. Mi mente ya empezaba a relinchar un poco, así que me alivia que ahora venga una escena con diálogos. Espero algo sencillo, un mero descanso en la escalera del relato. La típica exposición y un par de pistas a seguir. Las escenas de diálogo suelen ser bastante malas en la literatura de lo sobrenatural. Y la mayoría de los personajes suelen ser monigotes. De vez en cuando emerge alguno con tres dimensiones y complejidad psicológica, pero uno se acostumbra a los retratos rudimentarios y a las motivaciones mal trazadas. Se aprende a la larga a hacer la vista gorda e ignorar una debilidad común dentro del género.

Por lo mismo, me extraña encontrar una escena intrincada, llena de líneas filosas y ambiguas. Uno de esos juegos de ajedrez verbal que tanto apreciamos en los relatos de crimen o de espías o en donde sea que haya dos personajes jugando al gato y al ratón, trazando elipses alrededor de una mesa incierta bajo una lámpara que trastorna las facciones.

De Ligotti se puede decir, a grandes rasgos, que su fraseo es laberíntico; que su lenguaje es difícil pero no fastidia; que sus protagonistas son más que actores despistados en camino al matadero. La fatalidad exhibe sus signos alrededor de Dregler desde la primera escena, pero no hay ignorancia o distracción que le impida anticiparlo. Una lucidez malsana lo acompaña; en cierta forma Dregler parece buscarse ese destino horrible que le espera con la paciencia de una estatua. La destrucción del “héroe” es frecuente en el género; en los relatos de Lovecraft, Machen y M.R. James, la osadía de los personajes (eruditos o buscadores de un conocimiento recóndito) es castigada con horror, locura, muerte, la suma o combinación de éstas o una nueva forma de existencia y posibilidad mental que se antoja más terrible que todas las otras (ver “El susurrador en las tinieblas” o La casa en el confín del mundo, donde la idea de la inmortalidad se plantea como una fuente de horror infinito).

Una singularidad psicológica separa a Ligotti del resto. Los personajes en el cuento de terror nunca buscan toparse con el Otro, la fuerza ignota que los hará pedazos. Tal vez algunos de ellos busquen romper las reglas de lo Real usando medios ocultos, pero su motivación siempre es la misma: la persecución del poder o del conocimiento. Nadie quiere estallar en llamas cuando prepara un brebaje o fabrica una bomba.

Pero Ligotti es distinto. Al inicio del relato, Dregler es un pensador que casi nunca sale de casa (al igual que su autor). Hacia el final, es un filósofo famoso (Ligotti tiene sentido del humor) que sigue igual que al principio. Su alienación es la misma, su pesimismo es idéntico, su aversión por el mundo permanece inmutable. Y no ha aprendido nada nuevo. Dregler no necesita aprender nada nuevo, pues ya sabe demasiado.

En realidad, la única incógnita que persigue a Dregler es por qué seguir avanzando hacia el encuentro con un destino atroz que se anuncia con claridad. Al inicio, juega. Luego se engancha con una creciente seriedad. A cada paso ironiza. Pero Dregler está consciente del proceso y no omite observar la eventual llegada del punto de no retorno, el cual no duda en pasar.

Al final Dregler acude a la cita con el horror sólo para descubrir que toda su vida ha transcurrido en un espacio angosto bajo la mirada de la Medusa; su historia es una circunlocución por los pasillos de un mecanismo fiel que lo conduce de vuelta a ella.

De la cuna a la tumba, la ruta circular traza una esfera.

Lo real y lo irreal viven juntos.

**

Imagen de cabecera: «Medusa» (1892), por Stuck Franz von.

****

Eduardo Padilla (Vancouver, 1976) es autor de Wang Vector (Ornitorrinco), Zimbabwe (El Billar de Lucrecia), Minoica (escrito en colaboración con Ángel Ortuño, publicado en la editorial Bonobos), Mausoleo y áreas colindantes (La Rana), Blitz (filodecaballos), Un gran accidente (Bongo Books) y la antología Paladines de la Auto-Asfixia Erótica (Bongo Books).

Su obra ha sido publicada en Letras Libres, Tierra Adentro, La Tempestad, Mula Blanca, Luvina, Crítica, Metrópolis y Transtierros.

twitter: @Undiddley

Coordina el Blog: http://trespiesalgato.com.mx

¡LLÉVATELO!

Sólo no lucres con él y no olvides citar al autor y a la revista.