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una mirada a las bestias de a tierra y el cielo

EL DRAGÓN Y SU VUELO EXTRAORDINARIO

I

 

Aglaia Berlutti

El escritor George R. R. Martin suele decir que escribir sobre dragones “le permite encontrar un punto medio y profundo entre la fantasía y algo más simbólico”. Hace casi cien años JRR Tolkien dijo algo semejante al hablar sobre su colosal y magnífico Smaug, eje central de su primera novela El Hobbit. “Un dragón siempre será un magnífico secreto”, escribió el novelista en sus diarios privados, fascinado por la idea de incluir entre sus relatos una criatura mítica de semejante antigüedad y envergadura. Para la ocasión, Tolkien dibujó su propia versión del extraordinario Smaug: una lagartija gigantesca, color carmesí y dorado, adornada con joyas y envuelta en el brillo radiante de los tesoros robados a lo largo de centurias. Pero en toda las ilustraciones de Smaug, Tolkien se había asegurado que su dragón mirara al frente: grandes ojos de amatista de profunda inteligencia, una reposada inteligencia.

Por supuesto, para Tolkien Smaug era algo más que un capricho súbito o una decisión argumental nacida de su amor por la mitología que rodea a una de las criaturas míticas más antiguas del mundo: lo había creado como referencia directa a una de sus obras predilectas, Beowulf, cuyo héroe lucha a brazo partido con “el dragón ardiente, el demonio temeroso”. Para Tolkien el dragón representaba un tipo de mal retorcido y beligerante, inquietante y duro de comprender. Como buen cristiano, Tolkien estaba convencido que el mal era un concepto absoluto y lo representó como una criatura espléndida, de inteligencia nítida y violenta. Porque lo realmente peligroso de Smaug no era su capacidad para escupir fuego  — al menos, no lo único peligroso —  sino su mordaz conocimiento sobre la naturaleza humana. “Infundo el temor en el corazón de los hombres”, exclama en pleno paroxismo de belleza y poder. “Nadie puede comprender mi antigüedad”.

No obstante, Smaug es sólo una versión de una criatura que ha poblado la literatura y mitología mundial durante siglos. A pesar de su papel contemporáneo como figura mística, sabia e incluso de bestia salvaje (la versión preferida de Martin en su saga de novelas ríos Canción de hielo y fuego), el origen del dragón es mucho más antiguo. Puede rastrearse incluso hacia la prehistoria, justo en el nacimiento de nuestros terrores colectivos. No es casual que cuando se hallaron los primeros huesos fosilizados de los saurópodos en 1824 la leyenda popular afirmó de inmediato que se trataba “de Dragones, aparecidos desde la Tierra para demostrar su existencia”. La discusión sostenida y extravagante se extendió hasta casi principios del siglo XX, y todavía a mitad de la década de los sesenta alguna que otra publicación afirmaba que los dragones “habían existido y era irrefutable tal creencia”. Como si la existencia del dragón fuera no sólo una noción sobre el bien y el mal, sino también un símbolo tan antiguo imposible de contener  — o definir —  a través de términos científicos.

Una visión inevitable, si se toma en cuenta que el dragón ha formado parte de la imaginería popular de casi todos los países y las culturas del mundo. Remite a los mitos de la creación Occidental, desde la bestia nórdica Níðhöggr, a los pies del árbol de la vida Yggdrasil, las figuras colosales y temibles de mitos paganos europeos hasta el mismísimo Libro de la Revelación y su “gran dragón rojo con siete cabezas y 10 cuernos” que intenta comer la descendencia de “la mujer vestida del sol” cuando da a luz. Toda una analogía sobre la sabiduría, el conocimiento, la maldad convertida en un metáfora de la belleza y el poder, de los terrores escondidos en la mirada consciente sobre la personalidad e identidad de pueblos y culturales a través del mundo.

«The Great Red Dragon and the Woman Clothed with the Sun», por William Blake (1805.1810)

En la Biblia, de hecho, el dragón es la encarnación de la maldad como forma absoluta y lóbrega, una criatura temible que contiene todo el conocimiento de los Infiernos y que propaga el mal a través de su aliento envenenado, envuelto en los albores del pecado. En un misterioso óleo que conserva el museo del Prado, atribuido a un desconocido “maestro de Zafra”, puede verse a un arcángel Miguel de extraordinaria belleza venciendo a un dragón espléndido, con garras de león, alas de buitre. Una colosal serpiente marina que parece intentar vencer sin lograrlo el pie bendito del arcángel. Esa fue la imagen del dragón  — o su evolución —  durante los labores del Cristianismo y hasta la casi la mitad del medioevo, época durante la cual la Iglesia propagó una imagen sobre el Diablo encarnado como una bestia temible y astuta. Para buena parte de Occidente, el Bíblico enemigo de Dios asumió la forma de una criatura que encarnaba un tipo de sabiduría anterior incluso a las historias primigenias de la Biblia, de los albores mismos de la sabiduría de profetas y Patriarcas judaicos.

Concluirá…

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

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