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LA CASA DE HOJAS

Manuel Barroso

 

 

¿Cuántas veces se han topado con un clásico literario? Son pocos, la verdad. Y siempre se enlistan libros viejos (el más reciente debe ser Cien años de soledad) al decir eso.

Pues bien, el siglo XXI, a mi parecer, ya nos dio un clásico en español y uno en inglés. El primero es La torre y el jardín (Alberto Chimal) y el segundo es La casa de hojas de Mark Z. Danielewsky. Es del último del que trataré de hablar.

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¿Cómo carajos narras las entrañas del miedo?

La novela, un mamotreto de más de setecientas páginas, habla sobre El expediente Navidson, documental que muchos afirman que no existe pero para el cual un anciano (homérica y borgianamente ciego) dedica un extensísimo ensayo.

Dicho ensayo, académico casi por todos lados, es la novela. En él, se revisa la película en que Will Navidson, fotógrafo ganador del Pulitzer de fotografía, trata de mostrar cómo él, su esposa y sus dos hijos (niño y niña) se mudan a una casa en Ash Tree Lane.

Una casa que es más grande por dentro que por fuera.

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Lo sé, eso es físicamente imposible. Lo mismo piensan Tom, el hermano gemelo de Navidson, y Bill Reston, ingeniero y amigo de Will. Por eso no pueden esconder su asombro cuando, de la nada, aparece un oscuro pasillo en donde siempre hubo una pared. Un pasillo que debería dar al jardín, pero que no lo hace. En realidad sigue y sigue

Y sigue y

sigue                     y sigue                                             y sigue…

Hasta, sí, el infinito.

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Ante este fenómeno, Navidson no se resiste a explorar el interior de la casa. A pesar de que Karen, su esposa, le ruega que se larguen de ahí. Mudarse ahí era para reconstruir su matrimonio, no para arrojarse a la aventura adentro de ese laberinto oscuro con una escalera de caracol que no tiene fin, con unas paredes que parecen moverse de repente, con un gruñido que sólo puede venir de lo más hondo del mayor devorador de mundos.

Hace un momento escribí una de mis palabras favoritas (devorador de mundos es de mis epítetos favoritos): laberinto. Eso es la casa de Ash Tree Lane, y eso es, atinadamente, esta casa de hojas. El texto va moviéndose –intrincándose– mientras los personajes se van adentrando –perdiendo– en las entrañas de la casa. Y no me refiero a que vayan apareciendo palabras más rimbombantes, no. Me refiero a que visualmente el acomodo del texto va calcando los cambios del lugar. Will y compañía recorren un laberinto mientras que el lector, que avanza con ellos, recorre un laberinto textual, visual y literario.

Debo decirlo: no es un libro que se lee de corrido. Es un libro que pierde, que desorienta al lector. Que cansa y agobia.

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En uno de los muchísimos momentos en los que el poeta estadounidense Ezra Pound habla de la poesía, menciona algo particular sobre “la forma” y “el fondo”. La forma es cómo se presenta el poema (si está en verso, en soneto, si tiene rima, si tiene juegos visuales) y el fondo lo que dice el poema. Para Pound, un gran poeta es aquel que logra que la forma sea congruente con el fondo y que el fondo haga lucir la forma.

No es “un capricho” ni “un estorbo” que Danielewsky desmorone la forma en que se suele presentar visualmente una obra narrativa. Es la demostración de un conocimiento amplísimo de la tradición literaria (de los concretos a Sterne, de los griegos a los poetas estadounidenses más arriesgados, de la academia literaria a Stephen King (y toda la literatura de terror)).

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Es, sobre todo, LA muestra de que la narrativa puede arriesgarse a desafiar todos los límites de sus lectores para enfrentarlos con las profundidades que más insistimos como humanos en ocultar. No es que nos obligue a ver aquello que nos encanta arrojar al pozo sin fondo de la omisión, sino que nos hace escuchar, contra nuestra voluntad, el gruñido de ese abismo que nos sigue dondequiera que vayamos.

(Nota importante: un gran reconocimiento a Javier Calvo por aventarse la excelente traducción de este monstruo. Y a Ediciones Alpha Decay y Editorial Pálido Fuego por publicar, con todo el cuidado, una novela que depende tanto del cuidado editorial).

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IMG00330-20120517-2113-1Manuel Barroso nació, creció y murió antes de enterarse de ello. Por eso reseteó la consola y sigue aquí.

Lee como poseso, escucha rap y jazz de forma adictiva, escribe porque le duelen las historias. Odia las verduras.

Mañana comprará un rifle.