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NACHO

Enrique Urbina

Texto que leí hace un año en el homenaje póstumo a Nacho.

 

Ignacio Padilla (1968-2016)

Lo conocí en primer semestre. Tarde. De lejos. Primero por chismes. Me hablaban de un tal Ignacio Padilla, ganador de quién sabe cuántos premios, experto en Cervantes, hombre extraordinario y de muchos saberes, pícaro pero caballeroso, muy leído, muy prestigiado, pero no menos amable. Como un personaje literario. Yo, que nunca había estado cerca del mundo de la literatura, me sorprendí de tal prodigio. Después comprobé que Ignacio Padilla era mucho, muchísimo más que eso.

Ahora leo esto como quedé la primera vez que escuché a Nacho hablar: temblando. Ese día, sin embargo, no fue por la irrealidad sofocante provocada por su repentina ausencia ni por la tristeza de la que no puedo deshacerme. Fue por admiración, porque no sabía que aún existían hombres con la capacidad de cautivar a un auditorio lleno de gente (como ahora y como siempre los tuvo cuando él daba alguna plática); no sabía que yo podría admirar a alguien de forma tan intensa y repentina. Pero lo hice.

Y yo quise ser como Nacho, porque acercándome a él y hablando de cualquier cosa creí haber comprendido su secreto, creí haber encontrado por qué era tan exitoso en la academia, en el arte y con quien quiera que se topara: su pasión. Guardo en mí y veo la pasión de Nacho por todo lo que hizo como la enseñanza que nunca enunció, pero sí demostró con su vida. Paradójicamente, el cuentacuentos me reveló una joya con su silencio. Por eso lo admiré tanto; por eso lo busqué en sus presentaciones y fatigué los medios por los cuales contactarlo. Por eso no pocas veces me perdí entre los pasillos de la universidad con la esperanza de encontrármelo y pensar que la breve plática que tuviera con él sucedería medio por azar y medio porque yo la buscaba. Era emocionante. Su personalidad cautivadora hacía que cualquier encuentro con él fuera un privilegio.

Sí, yo quise ser como Ignacio Padilla, pero él pronto me enseñó a trazar mi propio camino, a serme honesto, a ser real, a hacer mío el mundo con mi pasión. Así he intentado guiarme.

Pero no dejo de pensar en muchas cosas. Pienso en lo que yo le pude haber dado. Pienso, sobre todo, en la oportunidad ya perdida de agradecerle todo lo que hizo por mí, aunque él no lo supiera. Ahora lo haría incontables veces, pero sé que toda palabra se desvanecería frente al silencio de su cuerpo. No me queda más que conversar con él y darle las gracias a través de sus anécdotas y su obra.

Es posible que todo lo que he dicho suene a un exceso porque no fui cercano o no lo conocí tanto como otros presentes. Pero creo que mi impresión no es menos válida. Nacho fue tan querido porque a muchos (a todos aquí, quiero pensar) nos dio el privilegio de construir en su vida un espacio únicamente para nosotros.

Podría decir que se fue temprano, pero ¿cuándo no lo hubiera sido? Podría decir que siempre lo recordaré, pero eso es algo de lo que nunca he dudado. ¿Cómo sería posible olvidar a alguien como Ignacio Padilla, cuya presencia se grabó en mí con el alegre fuego de sus palabras? No puedo, sin embargo, dejar que ese material invaluable se quede estático en mi memoria. Haré lo que, creo, Nacho hubiera querido: convertirlo en literatura viva, hablar de él, contarlo, contagiar su y mi pasión a otros sin nunca dejar de sonreír y celebrar nuestro tal vez breve pero no fortuito encuentro.

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Enrique Urbina Jiménez (Ciudad de México, 1993) cursa la licenciatura en Literatura Latinoamericana en la Universidad Iberoamericana. Textos suyos han sido publicados en las revistas electrónicas PenumbriaScifi TerrorYerba Fanzine y Fantasía Austral. Ha sido incluido en las antologías Penumbria Año I Microhorror.

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