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Para inaugurar la nueva imagen de Penumbria, Agustín Cadena decidió compartirnos el primer capítulo de su novela ANTISOCIAL. OPERACIÓN SNAKE (Ediciones B, 2013):

OPERACIÓN SNAKE

Agustín Cadena

 

PRIMER CAPÍTULO

 

operacion snake01No hay pasatiempo más vigorizante ni más saludable que el de hacer enemigos. Es una expresión de poder, un marcaje de territorio, como cuando los perros mean lo que es suyo. Equivale a decir: “De aquí no pasas, imbécil”. Los tipos duros como yo, que lo han experimentado, me entienden. Los conejitos, no. Y en esta escuela todos son conejitos y dedican el primer día de clases a conocerse, ubicar a sus posibles aliados, medir a sus posibles rivales y adelantarse a hacer las paces con ellos o empezar a segregarlos, y ver hasta dónde van a aprovecharse unos de otros… empiezan a formar grupitos y a crear estructuras de poder pretendiendo que todo es camaradería y buena onda. Y mientras tanto van por la vida sonriéndole hipócritamente al que pasa, tal como les enseñaron sus padres. Que hagan lo que quieran. No me importa. Me mantengo fiel a mis principios: todavía no termina mi primer día de clases y ya me di el lujo de ahuyentar a cinco que querían venir a untarme su amabilidad.

            —Hola —me dijo el primero. No le contesté. Me limité a barrerlo con la mirada. Pero siguió adelante—. Me llamo Sebastián. ¿Y tú?

            —Rosales —se lo dije en voz baja para que aprenda a hacer un esfuerzo de atención cuando yo hablo.

            —Ése es tu apellido —me informó.

            —¿De verdad? Gracias.

            —De nada.

            “Éste no tiene remedio”, pensé y me quedé mirándolo en espera de la aberración siguiente.

            —¿Cuál es tu nombre? —insistió.

            —Rosales.

            —Ése es tu apellido —volvió a ilustrarme el peque—. Yo me llamo Sebastián Enríquez, y los profesores pueden llamarme Enríquez, pero para los cuates soy Sebastián. O Seb, si quieres.

            —Yo soy Rosales para ti y para tus cuates —le dije, me di la vuelta y lo dejé ahí papando moscas. Me sacan ronchas los tipos sociables.

            A mediodía fue una fulana con todo su gang la que vino a jorobarme. Había terminado la clase de filosofía, más soporífera que una tarde de hamaca en el trópico. Presintiéndolo en cuanto entré al salón, me senté en la última fila, cerca de la puerta por si debía huir antes de tiempo. El maestro —un molusco de maestro, vestido de gris como corresponde— empezó a dictar cosas que le venían a la mente sin decir agua va, como si la musa de la inspiración pedagógica lo hubiera poseído de pronto: “¿Qué sería de la humanidad sin la filosofía, jóvenes? ¿Cómo podríamos entender nuestro paso por la tierra sin la filosofía?”

            Al principio no veía a nadie, pero, en cuanto la musa le dio un respiro, bajó la vista a los mortales: se me quedó viendo con odio porque yo era el único que no estaba apuntando lo que tosía; le devolví la mirada con una compasión infinita. El molusco no se atrevió a decirme nada. Terminó la clase, tomé mi mochila, que no había abierto, y fui el primero en salir. En un intento por olvidar la traumática experiencia, me fui a caminar por los jardines de atrás del edificio, donde la neblina parecía mantener las últimas hojas pegadas a las ramas ya casi desnudas de los castaños. Los romanos eran hijos del sol. Yo no. A mí me disgusta, me cansa, me jode la vista, me da comezón en la piel… no lo soporto. Por eso soy feliz en esta ciudad de bruma eterna que a los conejitos les parece deprimente.

            Pues ahí fue donde sufrí el ataque. Estaba parado en el sendero que va del edificio administrativo a la cafetería, cruzado de brazos, distraído en observar cómo un cuervo martirizaba un escarabajo entre los montones de hojas secas que los trabajadores habían acomodado para llevárselas al bosque. De pronto apareció esta rubia de minifalda y suéter color de rosa con su grupito de recién adquiridas amigas. Me hicieron recordar un almohadón que me bordó mi abuela cuando era niño, que mostraba una niña holandesa con zuecos y gorro de tres picos arreando una parvada de gansos. Sólo que aquí faltaba la niña.

            —Qué entripado le hiciste pegar al tícher de filosofía, ¿eh? ¡No supo ni cómo regañarte!

            Me le quedé viendo a las tetas. Eso no falla para hacer que se ofendan y se larguen, normalmente. Pero con ella no resultó.

            —Está bonita tu sudadera. ¿Me dejas ver lo que dice? —me pidió con la mayor dulzura de que era capaz.

            Efectivamente tengo una sudadera, pero jamás me habían dicho que fuera bonita. Es muy simple, es negra y tiene una inscripción en letras amarillas: “Life is about kicking ass, not kissing it”.

            —¿Sabes inglés? —le pregunté sin descruzar los brazos, esperando ofenderla con mi pregunta, ya que no la ofendí con mi mirada.

            —¿Oíste eso? —exclamó una voz de bruja enana detrás de ella— ¡Que si sabes inglés! Mi vida…

            —Seguramente lo habla mejor que tú —me informó otra de la parvada, una que tiene la cara llena de barros y se pinta los labios de azul como muerta por envenenamiento—. Su mamá es británica.

            —Sé decir “amor” en diez idiomas —la gansa alfa me sonrió con tono de perdonavidas; había olvidado todo interés en mi sudadera.

            —Búscame cuando sepas hacerlo en diez posiciones —le contesté.

            Se largaron por fin. Alcancé a oír “Te dije que era un megapatán”, y luego las vi perderse hacia Keats, la cafetería.

OScontraMiro a mi alrededor tratando de encontrar alguna cara inteligente, pero creo que eso es demasiado pedir en esta escuela: todos son niños que creen en el futuro, en la familia, en la pareja, en los iPhones y en lo cool… ¿por lo menos habrá un trasero interesante? Erick me va a preguntar eso cuando lo vea. Erick El Gótico, como le digo para burlarme de él. Ya no es joven pero le gustan las muchachitas como si lo fuera. ¿Qué le voy a decir? Dos tres, dos tres.

            Falta media hora para que empiece la siguiente clase; probablemente será para presentarnos y hacernos escuchar qué vamos a leer y cómo nos van a evaluar. Qué pérdida de tiempo. ¿No se sienten mal estos maestros de cobrar por hacerse payasos? El molusco por lo menos intentó desquitar el sueldo. Ya quiero que sea la hora de salida.

            Voy a explorar un poco el campus; no es que espere encontrar nada emocionante, sólo quiero ubicar los espacios más habitables, es decir libres de humanos. A ver: el norte queda para allá, hacia el estacionamiento. De ese lado está la entrada principal con su letrero cursi dando la bienvenida a los estudiantes de primer ingreso. Al otro lado están el edificio administrativo y los salones de primero… al sur, el gimnasio y las canchas de juego; para allá la cafetería y, de aquel lado, los edificios de los salones para segundo y tercer grado. Más lejos, los límites de la escuela y finalmente la calle: la avenida que lleva al centro de la ciudad, los barrios viejos, el parque… el río pasa por los límites del parque y luego hace una curva hacia el norte; algunas personas viejas o excéntricas —entre ellas Erick— tienen su casa a la orilla. A la gente normal no le gusta vivir ahí porque cada año hay inundaciones y por los bichos y las plantas invasoras. Toda esa parte de la ciudad quedó abandonada por eso; pasando el puente de piedra ya es un pueblo fantasma: territorio de mosquitos, libélulas, hormigas, arañas, sapos, culebras y aves acuáticas, y de helechos antediluvianos, hongos alucinógenos y hiedras venenosas. La pesadilla de la gente que ama el sol.

            Llego al auditorio, cerrado porque en este momento no hay nada, pero un póster en la entrada anuncia que en la noche van a pasar The Rocky Horror Show. Me siento en una de las gradas que suben a la taquilla.

            No es que extrañe la secundaria. Allá tampoco padecía esta enfermedad de conejitos y gansas que es la necesidad de tener amistades. La amistad es una coincidencia de egoísmos y nada más. Las personas se saludan de beso, se abrazan, se intercambian uno que otro favor, y cuando sus egoísmos respectivos dejan de coincidir, se acaba la amistad. Igual que las parejas. Esa asquerosidad es lo que la gente celebra el día de San Valentín, con sus corazones color de rosa.

            Escucho que ha llegado un sms a mi celular. Es Celina, mi hermana: “Ya spiste? Encntraron otro kdver en el rio!” Celina es tres años menor que yo y todavía va a la secundaria. Es mi única hermana. “T cae?”, le pregunto. Me contesta de inmediato: “Van 2 n – d 3 meses” No es que de veras me importen esas historias. Pero a ella la emocionan. Dice que cuando sea grande va a ser patóloga y por lo pronto se ha agarrado de libro de cabecera la Medicina forense, de Simpson.

            “Qn era?”, le pregunto. “Mjer jven”. Ha de sntirse emocionada de que por fin esté ocurriendo algo en nuestra ciudad: un cadáver en el río… me imagino una doncella medieval con un vestido largo, flotando entre los juncos boca arriba y con los brazos abiertos, como la Ofelia del cuadro. Tengo la intención de preguntarle más a mi hermana, pero de pronto me viene la sensación de que alguien me observa. Levanto la vista. Sentada en otra de las gradas, una tipa de mi salón me está mirando fijamente, sin tomarse la molestia de disimular su desagrado. Hago como que sigo concentrado en el teléfono y trato de ignorarla. Pero ella me sigue observando y después de unos minutos me suelta a quemarropa:

            —Me recuerdas a los lagartos cuando salen a güevonear al sol.

            ¿Cree que me va molestar con eso? En primera, no me importa lo que piense de mí; en segunda, siempre he sabido que soy feo. Soy feo porque soy tosco, todo en mí es tosco y me gusta ser así: es una cualidad que lo mantiene a uno a salvo de situaciones melodramáticas.

            En otras circunstancias le habría contestado con una obscenidad arrabalera, de esas que escandalizan a los buenos ciudadanos. Pero me da curiosidad, supongo que la misma clase de curiosidad científica que yo le inspiro a ella. Me le quedo viendo como si fuera una araña rara: parece niña de la calle. Trae una sudadera negra como la mía, nada más que sin letras; se ve bien gastada y además le queda grande: la ha de haber sacado de la basura o se la heredó alguien. Aparte trae unos jeans negros (rotos) y botas de esas que usan los mineros.

            En eso suena otra vez mi teléfono. Lo ignoro. No quiero interrumpir el duelo de miradas.

            —Te llegó un mensaje, güey. ¡Léelo! —me ordena la niña de la calle.

            No le hago caso. Ella se voltea hacia otro lado, al parecer aburrida de mí. Es morena, flaquísima y de cabello negro, al hombro. Nada fea, a decir verdad.

            —Encontraron una muerta en el río —le digo, sin saber por qué tendría que importarle o por qué tendría yo que informárselo.

            No me contesta. Se pone de pie, se echa a la espalda su mochila pulgosa y se dispone a seguir su camino. Actúa como si yo hubiera dicho algo malo, como si la hubiera ofendido. Sin volverse más a mirarme, reclama:

            —¡No sabes nada!

            La veo alejarse, ligera, en dirección a los laboratorios. Otra vez solo, leo el mensaje de mi hermana: “K tal tu 1er dia d prepa?”

 

 

ACAgustín Cadena es novelista, cuentista, ensayista y poeta, con varios premios nacionales e internacionales. Ha publicado una veintena de libros y colaborado en casi todos los diarios de circulación nacional y en más de 30 revistas de varios países. Parte de su obra ha sido antologada en México y en el extranjero y traducida a diversos idiomas. Su obra más reciente: Operación Snake.

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