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EL TENEBROSO RECORRIDO DE LAS PLAGAS Y PESTES

A TRAVÉS DE LA LITERATURA

Aglaia Berlutti

La literatura ha sido el espejo más claro de los estragos que han dejado a su paso las grandes pestes que asolaron Europa y después al nuevo continente durante varios siglos. También es una forma de valoración de nuestra cultura y sus diferentes evoluciones a través de sus espacios oscuros. Ya en 1826, y a pesar de que las enfermedades, comenzaban analizarse desde el terreno de los científicos antes que, como castigos divinos, la escritora Mary Shelley contemplaba el miedo de la disolución absoluta en una de sus obras menos conocidas. El último hombre es la primera novela distópica de la historia, que describe al único sobreviviente de una plaga que logró asesinar a toda la población mundial. En su soledad, el personaje encarna el miedo insistente de generaciones enteras, de ser los últimos ojos que pudieran contemplar la cultura y el futuro, luego de enfrentarse al peligro inminente de enfermedades y otros trastornos inexplicables. “Adiós a los grandes poderes del hombre”, escribió la escritora, luego de dedicar casi una veintena de página en las que describió el mundo asolado y solitario al que su personaje debería enfrentarse luego de perder a cada miembro de su familia y, al final, permanecer de pie en mitad de un pasaje en cenizas que una vez fue la ciudad que le vio nacer. “Adiós a las artes, a la elocuencia”.

Claro está, como tantos otros hijos de la Ilustración, Mary Shelley asumía el desastre inminente y total como una pérdida de los valores intelectuales que sostenían el mundo tal y como lo conocía. De modo que el paisaje desolador que se abría paso en todas direcciones para mostrar los destrozos de la peste que había asesinado a cada hombre mujer y niño en el mundo imaginado por la autora, también contenía la debacle posterior que devastaba a todas las formas de conocimiento, incapaces de subsistir y permanecer sin un testigo que pudiera narrar sus excelencias.

Convertido en un testigo sobreviviente, el personaje de Shelley camina entre los despojos de algo más frágil y temible que la mera desaparición física. “La memoria deja de existir con el último hombre vivo”, escribe en su visión sobre la hecatombe que también devasta lo intelectual, el reflejo más poderoso de esa orfandad temible que dibuja los paisajes desolados de la peste y la muerte.

El último hombre ocurre en el siglo XXI, que Shelley imagina como un territorio brillante en que las universidades y los grandes centros del saber han tomado el lugar de iglesia y otros lugares de culto. Tan revolucionario a su modo como Frankenstein, la autora logra plasmar en esta novela corta los terrores de su siglo acerca del futuro. A diferencia de Dafoe y Boccaccio, la escritora parece más interesada en recorrer los espacios incómodos de la supervivencia de quien no podrá contar la historia ni tampoco reflejarla como el último de los individuos de un mundo que no reconoce como propio.

Además de ser la primera novela en imaginar una pandemia global, también es una de las pocas de su época en asumir que el sobreviviente único a tragedias colosales no es un símbolo de esperanza, perversión o de las pulsiones más profundas de la humanidad. Se trata de un pastor pobre que no sabe muy bien qué ocurrió y que debe asimilar el hecho que el mundo a su alrededor le tiene como último testigo. Resulta curioso que Shelley escribió la historia luego de sobrevivir a todos los que amaba y siendo una mujer de veintinueve años destinada a un tipo de soledad difícil de describir. En una carta privada a un amigo cercano, la escritora describió el miedo al aislamiento con una frase inquietante: “La última reliquia de una raza querida, mis compañeros, extinta antes que yo”. Esa visión podría contextualizar a El último hombre en toda su crudeza. La novela es un análisis inquietante sobre la pérdida, los horrores de la exclusión y, al final, de un tipo de resistencia intelectual que la escritora describe desde lo que parece ser un escenario en que la destrucción comenzó por la incapacidad de su personaje para comprender la envergadura de la tragedia que le rodea.

Por insólito que parezca, Shelley imaginó incluso un escenario más allá del que vive su personaje central. Uno en que la peste misteriosas se repite año tras año como si la posibilidad de supervivencia de cualquiera de la especie humana estuviera negada de origen. “Se llamó epidemia. Pero la gran pregunta seguía sin resolverse sobre cómo se generó y aumentó esta epidemia”, escribe con una profunda y sincera tristeza sobre la pérdida progresiva de la identidad del hombre y de la sociedad construida a su imagen y semejanza. Como si se tratara de un Dios menor, que ve desplomarse su creación con una lentitud casi dolorosa, poco a poco el mundo desaparece hasta que sólo es un recuerdo sin nadie que lo conserve. Una idea tan escalofriante que la escritora resume en una frase lapidaria: “la muerte llegó para el mundo cuando nadie lo recordó”.

Los infinitos dolores de la razón

En 1842 Edgar Allan Poe sufría de una adicción tan violenta al alcohol y al láudano que pasaba buena parte de su vida en una extraña duermevela a la que el escritor calificó como una realidad más allá de la realidad. En medio de semejante estado, escribía cuentos alucinantes y por momentos delirantes sobre terrores mínimos que terminaban por sacudir a sus lectores por su capacidad para desentrañar misterios escalofriantes. Los cuentos del terror de Poe no sólo provocaban pesadillas, sino que también en sí mismos eran pesadillas a las que el autor adjudicaba una considerable importancia y peso. Cada una de sus narraciones era también un hilo hacia su propia oscuridad interior. El miedo que hilvanaba un tapiz amplio sobre los horrores que su mente inquieta y en ocasiones enfermiza podía vislumbrar con toda claridad.

De modo que cuando ese año se publicó el cuento “La máscara de la muerte roja”, buena parte de los lectores se aterrorizaron por el hecho que Poe no sólo contaba una historia capaz de sacudir los cimientos de lo que se consideraba temible, sino que le otorgaba un lustre sobrenatural y casi humano al viejo enemigo de la muerte. Mientras que Shelley luchó por llevar la ficción y el género a un escenario netamente científico, en que el horror provenía del hombre, Poe tomó la audaz decisión de combinar lo inexplicable desde el punto de vista de quienes debían enfrentarle, hasta crear la mera existencia del miedo como un escenario terrorífico. Claro está, el escritor estaba convencido que cada pliegue de la realidad era un reflejo retorcido de algo más doloroso. Por lo que la epidemia que describe en el cuento no solamente acentúa las diferencias sociales, sino que también termina por vengar a la oscuridad interior de la codicia en una imagen casi poética.

En 1912 el escritor Jack London combinó la visión de Poe y la de Mary Shelley en el argumento de la novela La peste escarlata. Para London fue un ejercicio de estilo que transformó los temores de la época en algo más elaborado que una simple lucha contra la enfermedad o la posibilidad de la supervivencia. Se trata además de una connotación de profunda importancia sobre el hecho del ser humano como el propio testigo de sus vicisitudes y, también, como la principal víctima de sus errores. London imaginó el capitalismo industrial que se extendía alrededor del mundo como una epidemia tan abrasiva como una biológica. O al menos esa fue la manera en que London describió a un mundo consumido por una ambición desmedida y reconvertido por máquinas industriales capaces de devorar a los obreros y prescindir por completo de la existencia humana. Un paraje tan inquietante como el que Shelly imaginó para su personaje solitario se mezcló con el lujo fatuo como el que Poe dotó a “La máscara de la muerte roja”. En la prosa de London la combinación se convirtió en algo más aterrador y simbólico. Ya no se trataba sólo del ataque violento y directo de una enfermedad contra sus víctimas desprotegidas y desprevenidas, sino un tipo de voracidad construida y alimentada por el hombre que, al final, resultaba por completo imparable.

La peste escarlata fue publicada antes de la Primera Guerra Mundial, pero describió los escenarios que muchos de los combatientes encontrarían después en medio de las ciudades devastadas por la capacidad para la violencia del hombre. A la distancia, el relato tiene algo de profético, una mirada inquieta sobre lo que el hombre puede hacer en medio de sus infiernos particulares y bajo la visión de sus propios demonios. Para bien o para mal, el conflicto bélico devastó la visión casi cándida sobre la muerte envuelta en los lujosos ropajes de una aparición o en la dura connotación poética de una soledad quebradiza e inexplicable. La guerra se convirtió en el único referente de la agresión y los horrores, a la vez que avanzaba una nueva percepción de la forma en que la conciencia colectiva podía reaccionar ante la certeza de la muerte.

Sueños modernos, viejos miedos

Cuando Albert Camus comenzó a escribir su novela La peste, la Segunda Guerra Mundial se encontraba en pleno apogeo. Y quizá por ese motivo, esta nueva forma de escenificar los horrores que se esconden en las enfermedades los dolores y las pérdidas sea por completo novedosa. A diferencia de cualquiera de las novelas que les precedieron, Camus narró un mundo sin chivos expiatorios ni tampoco culpables directos. La guerra y la muerte era una sinrazón, una percepción sin norte ni definición que abarcaba todo lo que tenemos y todo lo que podía ocurrir en un escenario devastado y catastrófico al que difícilmente se podría sobrevivir.

La novela —ambientada en una ciudad franco-argelina en medio de una cuarentena en plena Segunda Guerra Mundial— es un recorrido inquietante por el hecho de cómo el hombre abandonó por fin sus fantasmas y espectros favoritos para enfrentarse al que le miraba desde el reflejo del espejo. Las descripciones del escritor son una pesadilla de pesadumbre, indiferencia y un miedo soterrado convertido en un paisaje blanco e ilimitado donde el miedo a la muerte lo es todo. “Al revisar esa primera fase a la luz de los eventos posteriores, nuestra gente del pueblo se dio cuenta de que nunca habían soñado que era posible que nuestra pequeña ciudad fuera elegida para la escena de acontecimientos tan grotescos como la muerte total de ratas a plena luz del día o el fallecimiento de los conserjes a través de enfermedades exóticas”, cuenta Camus, quien abandona toda posibilidad de tratar de narrar la tragedia desde sus posibles causas invisibles, para crear un escenario en el que el mal es una mera consecuencia. Una parte de un territorio convertido en cenizas. Se trata de una novela moderna, que medita con cuidado sobre las repercusiones de la mezquindad, la fragilidad espiritual y el desasosiego como principales características de los personajes abandonados de toda esperanza. Como si se tratara de un reflejo de la novela de Dafoe, la peste elucubra sobre los grandes miedos de la humanidad desde una perspectiva simple y rota por la posibilidad de morir, más allá de toda sofisticación y explicación.

Algo parecido ocurre en la novela The Stand de Stephen King, que recorre los parajes de un mundo apocalíptico desde la enfermedad, como una breve versión de todos los horrores concentrados en la posibilidad del error humano, hasta el renacimiento a través de episodios sobrenaturales de corte filosófico y cuya existencia en la narración parece no tener otro objetivo que la metaforización existencialista sobre los temores contemporáneo sobre la muerte y la debilidad física. Mientras Camus medita sobre la enfermedad como una condicionante de una cualidad más dolorosa sobre lo moral, la novela de King tiene un rasgo más antropológico y social, que muestra la progresiva caída de la civilización en pequeñas escenas que se unen entre sí para narrar el miedo y, sobre todo, dotarle de un rostro moderno.

Al final, todas las novelas que analizan a la muerte estratificada y glorificada a través de una peste indetenible reflexionan sobre la cualidad humana para renacer a través de los peores rigores y dolores. Por extraño que parezca, todas las historias relacionadas con la muerte a través de un hecho incontrolable parecen unidas por un único hilo que la sostiene en medio de una disertación de pura sufrimiento intelectual: somos testigos de nuestra propia desaparición. Y, a través de de eso, comprendemos el final de todas las historias. Un apocalipsis íntimo que durante casi cinco siglos se ha retratado de una manera u otra.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

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