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RECONSTRUIR EL MUNDO

Rodolfo JM

 

I

Lo llamábamos el Paquidermo, aunque su nombre real era Alberto y no se parecía en nada a un elefante ni a un hipopótamo, mucho menos a un rinoceronte. Por el contrario, era bajito, delgado, muy moreno, dueño de una risa fácil y amarillenta. Vestía siempre de negro y tenía un largo abrigo que no se quitaba ni siquiera en los días más soleados, además de un corte de pelo que lo convertía en el hermano gemelo del Conde Pátula. Escribía cuentos de ciencia ficción, y poemas. Era bueno. Me atrevo a decir que de hecho era el mejor de todos los diletantes que coincidimos en el taller que Julián Castruita impartió en el Politécnico durante 1993. Yo estudiaba ingeniería industrial, Alberto ciencias de la informática. Allí, en el taller de Julián, conocimos a Gilberto, quien además de estudiar ciencias físico matemáticas tenía interés por la filosofía, la poesía y tocaba la guitarra en una banda de rock. Nos hicimos amigos inseparables. Yo aspiraba a ser poeta, aunque no me daba la gana leer el diccionario de figuras retóricas que tanto nos recomendaba Castruita. En cambio prefería las novelas y los cuentos. Leía con disciplina toda la narrativa que caía en mis manos: de Kerouac a Calvino, de Mailer a Cortázar. Las novelas policiacas y los cuentos de terror eran mi placer culpable. Sobre la ciencia ficción tenía una idea muy pobre, la imaginaba infantil y presuntuosa, tal como mis compañeros de primaria que me marginaban por no tener, como ellos, naves y muñequitos de Star Wars. Pero me gustaban los cuentos que escribía mi amigo el Paquidermo. Me gustaban mucho. Fue él quien me presentó a Philip K. Dick, a Theodore Sturgeon, a Brian Aldiss, y a pesar de mi resistencia terminé convencido de que la ciencia ficción era una cosa seria. No pasó mucho tiempo para que el Paquidermo desertara del Politécnico y se inscribiera en la carrera de Letras hispánicas en la UNAM. Gilberto y yo aplaudimos su decisión y le auguramos el mejor porvenir. Poco después Gilberto hizo lo propio y, sin abandonar sus estudios de física, se inscribió al sistema abierto de la UNAM para estudiar filosofía. Yo presenté solicitud en la Escuela de escritores y pronto dividí mis días entre el algebra diferencial y las clases en la SOGEM. Publiqué una plaquette de poesía que mereció comentarios en un número de Casa abierta al tiempo dedicado a la literatura joven mexicana. Tenía diecinueve años. Pensaba que el tiempo estaba de mi lado.

II         

En 1994 el mundo entró en un periodo de oscuridad. Algo se rompió desde el primer día. No me refiero al levantamiento del EZLN, ni a la muerte de Kurt Cobain, o a la de Charles Bukowski o a la de Luis Donaldo Colosio. Ni siquiera al “Error de diciembre”. Era algo de un orden distinto, menos mundano, quizás incluso cósmico. Algo que no atino a entender y mucho menos a explicar, pero de lo que puedo ofrecer testimonio. Mi pequeño mundo no fue ajeno. Vi romperse a mi familia, dejé la escuela de escritores, abandoné la poesía y, de forma abyecta, me hundí en la drogadicción. Pronto dejé de asistir a clases, conocí los separos de los ministerios públicos, conviví con policías y delincuentes. Oculto en una lata humeante vi llegar el amanecer. Fui una cosa mórbida y sucia. Perdí a todos mis amigos, excepto a dos: el Paquidermo y Gilberto, que habían sufrido una transformación similar a la mía y que también naufragaron en aguas turbias. Hay quien afirma que la juventud es un filtro, un proceso darwiniano al que sobreviven los más fuertes. Yo prefiero pensar que a todos nos toca pasar una temporada en el infierno, y que cualquiera puede extraviarse, que todos somos vulnerables al abismo. A Gilberto lo salvó la responsabilidad y el amor a su familia. A mí me trajo de regreso la escritura y el amor de una mujer. El Paquidermo no encontró el camino de vuelta a casa.

III

Dentro de las imágenes que ofrece la ciencia ficción, pocas tan sugerentes como la del astronauta varado en el espacio. Esa figurita que se va alejando en la oscuridad del cosmos. Metáfora de la soledad y el abandono, la cultura pop no ha escapado a su influjo. De Bowie a Fangoria, pasando por Bunbury, todos sabemos que en el espacio nadie puede oírnos gritar. Algo hay en el hecho de salir fuera de la Tierra que ni siquiera quienes han vuelto se recuperan. Yo debí reconstruir mi lugar en el mundo, y no exagero cuando digo que antes tuve que reinventarme el propio mundo, qué digo el mundo: ¡el universo! Era indispensable deshacer la nada, llenarla de presencias. No fue fácil, ni siquiera me atrevo a decir que lo conseguí por completo, cualquiera que me conozca podría señalar las grietas, las recaídas. Pero recuerdo con claridad la noche en que salí de mi cuarto y observé el cielo, maravillado. Acababa de terminar la lectura de Hacedor de estrellas de Olaf Stapledon y no podía aceptar que aquello fuera sólo literatura. Fue una epifanía, un Eureka que resonó por todo mi cuerpo. De pronto tantas cosas recobraron sentido, y así regresé a la escuela, conseguí un trabajo, mis libreros se empezaron a llenar con las colecciones de Minotauro, Edhasa, Ultramar y Martínez Roca. Volví a escribir, pero ya no poesía sino cuentos. Ciencia ficción. Y aquella mujer que me había tendido sus puentes, que no cuestionó mi piel llena de cicatrices, me animó a seguir y se mantuvo a mi lado. Gilberto terminó la carrera de física, se integró a la plantilla de maestros del Politécnico, siguió estudiando filosofía, escribiendo poesía y tocando la guitarra. Seguimos viéndonos de cuando en cuando. Lo último que supe del Paquidermo fue que mi mujer se lo encontró afuera de una estación del metro, repartiendo volantes. Al principio el Paquidermo no la reconoció, o no quiso reconocerla, pero tras despedirse la tomó de la mano y le pidió que no me dijera que lo había visto. Debieron pasar varios años para que ella me lo contara. Hoy tengo un hijo, nuevos amigos, he publicado tres libros, el mundo es un lugar distinto, la mayoría de las veces divertido, pero a veces me despierto en la madrugada, agitado, mirando con miedo a la oscuridad. Y nada se detiene.

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Foto 77Rodolfo JM (Ciudad de México, 1973)

Ha obtenido el Premio Nacional de Cuento Julio Torri en 2007-2008, el Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción en 2011, así como mención honorífica en el Premio Nacional de Literatura Policiaca en 2007. Ha publicado los libros de cuento: Todo esto sucede bajo el agua (Fondo Editorial Tierra Adentro 2009); Negras intenciones (Jus 2010); y El abismo: asomos al terror hecho en México (Ediciones SM, 2012)