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SUBURBIOS DE NEON CITY

(narraciones filocortantes)

V

Emiliano González

 

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

Cuarta parte

 

 

Transcribo los fragmentos faltantes (publicados en las revistas Escandalar de Nueva York y Vuelta de México).

*

Chelsea, 1977

Saliendo de un gabinete de tatuajes me topo con Baby Lon, que lleva en cada mano sendas bolsas de plástico amarillo. “¿Qué compraste?”, pregunto. “Antigüedades, objetos, libros”, responde. Viene del Antique Marquet, y es feliz. Compramos una botella de leche helada y nos sentamos en una banca a beber y a mirar a la gente. Llueve. Nos cobijamos en el Museo del Horror. Baby Lon atrapa una de mis piernas entre sus muslos y mueve las caderas. Ha adherido lentejuelas a sus mejillas, se ha cortado el pelo al rape y lo ha teñido de verde. Chaquetilla de terciopelo negro, pantalones del mismo material, pañoleta color naranja y motas azules, botas de montar con espuelas. Labios azul cielo. “Me hice afilar los caninos para ser Nosferatu”, explica. Y luego: “El nuevo esteticismo es un feísmo”. Yo pienso: “No es tan nuevo. Lo del pelo verde es idea de Baudelaire…”, pero no digo nada. Recuerdo, eso sí, en voz alta, el título de un libro visto en el escaparate de una Sex Shop: Los dandies del año 2000 son iguales a los dandies de 1830. De golpe, introduzco mi lengua entre los labios celestes y la dentadura transilvana de Baby Lon. Mi verga palpita y, acaso, gotea. Nos hemos conocido hace dos días, en un fiesta, y el hecho de que no sepamos nada de uno ni de otro añade “un criminal resabio” (E. Rebolledo) a nuestra pasión. El beso que nos une es multiplicado por espejos distorsionadores. La tipa que vende los boletos nos mira y desliza el dedo índice en su coño.

Cálida fragancia de flores blancas.

El sol humea en el fondo de la piscina. Trinos de aves invisibles flotan, o vibran como libélulas, en el espejo inquieto del agua. La brisa, envenenada, entra de súbito por la ventana circular del cuarto 16. El Escritor garrapatea impresiones de paisaje en una libreta verde. Alguien toca a la puerta. Es la mesera que entra con la cena del Escritor (milkshake de vainilla, dos hamburguesas con queso, papas fritas), que le alarga una propina exagerada y engulle una papa. El sabor de la leche malteada lo sumerge en infancias amarillas. Nuevamente las flores blancas brotan en la atmósfera marina del recinto. El Escritor cierra la ventana y enciende el aire acondicionado. Sale del cuarto y baja hasta el bar del hotel, donde la pelirroja lo aguarda bebiendo un vodka tibio. Desde el bar se aprecia la piscina y un tramo de playa de arenas azuladas. Por el horizonte se corre la pintura sangrienta del último sol, gotea, crea mezclas turbias que sería preciso disfrazar con un enérgico pincel empapado de negro. Las ondinas charlan en las honduras de la alberca y el Escritor besa en la boca a la pelirroja. Ella (Vicky M. Doodle) ha reconocido al Escritor gracias a las descripciones que figuran en el libro autobiográfico Raro: “Cuando perdí los dientes en aquel resbalón, decidí colocarme una dentadura canina del oro más auténtico. Me salieron pecas. Mis cabellos fueron pasando del castaño al rubio y del rubio al verde-moho. En mis ojos dos luciérnagas ávidas giraban, intermitentes. Mi nariz se alargó. Cumplía yo doce años…” Con esas particularidades físicas era imposible confundirlo. Vicky amó los dientes vampíricos, iguales a los de Lon Chaney en London after midnight, y la cabellera verde, tan verde como esos vegetales sedosos que ondulan adheridos a los arrecifes y que los costeños llaman “pelo de sirena”.

Un grupo de colegialas arma barullo dentro de un camión escolar que detiene su marcha para cargar combustible en la gasolinera del viejo Max. El Escritor y yo entramos al camión con el pretexto de vender boletos para la rifa de una tarántula blanca de la Costa de Marfil: ejemplar sumamente raro, codiciado por todas las niñas. El Escritor, mientras ensalza los maravillosos efectos del semen de tarántula en el cutis grasoso de las adolescentes, introduce la mano en el bolsillo hueco de su pantalón y se masturba. Una de las colegialas me dice al oído: “Voy a castrar a tu amigo. Sus cabellos verdes y su dentadura postiza lo han condenado”.

Tina, mientras cocina su “disparo”, sostiene la hipodérmica en la boca, sonriendo como Johnny Weissmuller al morder su cuchillo e ir de liana en liana (*).

………….

Ese recuerdo, Tarzán esbelto y fuerte, asedia a Tina en ciertas noches cálidas pero siempre lo disipa en de otro Tarzán, ridículamente afeminado, que andaba en zapatillas por la selva y que, al aparecer de súbito, provocaba rechiflas en los espectadores. Ambos Tarzanes, el Hombre y el Marica, conviven en la memoria de Tina como un par de cómicos olvidados de un Hollywood que nunca existió.

………….

Tres amigos y yo esperamos al Hombre en el vestíbulo del hotel de un puerto industrial de Oriente. Ha sido un día nublado y triste. Las noches no ofrecen grandes posibilidades: burdeles hediondos de papel pintado, salones de juego llenos de gángsters, trampas de incautos disfrazadas de fumaderos. Lugareños de aspecto ominoso circulan a nuestro alrededor, examinando sus pistolas, comiendo pie de manzana o aspirando coca. Música barata, comercial, aterradora suena en todo el hotel, como para mantener hipnotizados a los huéspedes. Es, por fortuna, nuestra última noche en el puerto. Un japonés redondo, con lentes oscuros y corbata chillona, se sienta junto al Escritor y le pide fuego. El Escritor comprende y le ofrece una caja de fósforos. El japonés, por medio de un escamoteo habilísimo, devuelve al Escritor otra cajita, exactamente igual, pero llena de stardust, luego de haber encendido su cigarro. Nos levantamos. En la puerta del bar, un agente de la Ley nos cierra el paso, exigiéndonos documentación.

Un supermercado en las afueras de Neon City: amas de casa jóvenes o seniles, familias enteras de cerditos, parejas de recién casados, demonios que llevan el uniforme verde olivo del establecimiento, colegialas de gruesas piernas (calcetas con el talón sucio, zuecos inquietos), hombres de negocios con rostro de papá incestuoso o de policía asesino…

Una de las cajeras, desocupada, resuelve un crucigrama. Por las grandes puertas automáticas entra y sale la sonámbula, inofensiva, estúpida población de Neon City. De pronto, la música celestial que vomitan invisibles bocinas deja de oírse: las puertas se cierran. Hay una pausa tranquila: rodar de carritos, monólogos en voz baja ante la sección de los mariscos, taconeo de mil zapatos, deslizarse de un paquete de carnes frías sobre otro paquete de carnes frías. Una voz metálica y afable conmina a los compradores a abandonar, dejando sus mercancías, el local… “por las puertas de emergencia reconocibles fácilmente gracias al foco verde que se enciende y apaga”. Las amas de casa se miran entre sí. Las miradas dicen: “Me orino de terror. ¿Y tú?…” Pero la reacción es instantánea: en las puertas que dicen EMERGENCY EXIT  se apiñan ya, estremecidos de pánico, demonios, amas de casa, hombres de negocios. Todo mundo quiere salir primero. Y, mientras la tienda se vacía poco a poco, los Neon City Whores (mc) [línea poderosa de cincuenta black jackets frente a las puertas herméticamente cerradas del supermercado] se ajustan los cascos de nazi, se colocan los lentes de cazador de rinoceronte, hacen rugir sus motocicletas en el aire cálido de las doce del día. Una señal de Big Daddy Joe y los Neon City Whores (mc) arrancan sus hipogrifos platinados y en un estrépito de vidrios rotos capaz de liquidar a un cardíaco penetran al supermercado. El supermercado se entrega a los Neon City Whores (mc) como esos mandriles débiles que ofrecen su trasero al mandril victorioso, luego de una corta reyerta. El supermercado, más desprotegido que una niña dorada bajo la navaja resplandeciente de Peter Kürten, abre sus nalgas al gonorreico embate de cincuenta diablos risueños. Ellos, los Hombres de la Calavera, se aprovisionan para su eterno invierno: latas de cerveza, de gasolina, de sardinas; vinos franceses y del Rhin: blue jeans y chamarras deportivas que sus “palomas” (*) convertirán en corrosivas.

(*) “Paloma”: joven exprostituta que se ocupa del cuidado, protección maternal y aderezo de su Big Daddy Joe hasta el hartazgo de éste, que la hace pasar entonces a los tentáculos de otro Big Daddy Joe. A pesar de que muchas palomas son niñas-escándalo frustradas, de disposición sumisa, las palomas y las niñas-escándalo son elementos que se anulan al enfrentarse, como el agua y el fuego. Las niñas-escándalo, independientes, orgullosas y altivas, organizan secuestros de palomas que terminan por ser crucificadas (en svásticas de madera) o sometidas al “suplicio de la moto”, de tradición clásica: las muñecas de una paloma son atadas al respaldo de una motocicleta, una niña escándalo se encarga de arrastrarla a toda velocidad por carreteras suprimidas (y, por ende, accidentadas) y finalmente la amarra con cadenas a la moto (que, dicho sea de paso, ha sido robada a su Big Daddy Joe) y hace estallar el tanque de gasolina.

Entre los muchos proyectos del Escritor figuran una Estética del suicidio y una novela decadente llamada El invernadero maldito. El Escritor se asoma por la ventana redonda de su bohardilla para contagiarse un poco de la enfermedad de Neon City. Luego, empieza a llenar el cuaderno rayado. A semejanza de cierto vanguardista francés, el Escritor elige una frase cualquiera (“La estación vacía de trenes”, por ejemplo) y va modificándola, sustituyendo, añadiendo:

                                                           “La estación vacía de hojas de diario”

                                                                             “…llena de mujeres ambarinas”

                                                                             “…previa a los inviernos”

                                                                             …etc.

Procede, pues, por acumulación, luego selecciona y, una vez redactada la frase ideal, continúa su texto.

Con ese método ha logrado terminar la primera parte de El invernadero maldito, que narra las perversiones sexuales de un barón solitario que colecciona arañas, máscaras, venenos, perfumes y plantas carnívoras. El argumento es pornográfico pero se justifica, o disfraza, como trama detectivesca. Lo cierto es que la Soledad mata al Escritor y su único alivio es la Masturbación. Hace meses que el teléfono guarda silencio. Tras el librero hay un nido de tarántulas cuya existencia el Escritor desconoce, y cada noche mientras duerme las peludas arañas pasean y hacen el amor sobre su pobre cuerpo amortajado.

Dibujo de Emiliano González.

*

Chelsea, 1984

Tina y yo salimos de un concierto de SHIT SOUP, un grupo de rock nostálgico imitador de Chuck Berry. El público se dispersa: toma el autobús, aborda un taxi, enfila a pie por las calles impecables de un Londres idéntico al de hace diez años. Street musicians escupen al vernos pasar. Los músicos callejeros, última y patética consecuencia del hipismo, no tienen más remedio que lamerles las suelas de los zapatos a los Decadentes (1) para ganarse un níquel. Y en los reinos del Teddy Boy (2),

  • El epíteto “Decadente”, que antes designaba a una escuela literaria, pasó en 1970 a calificar a jóvenes cuya filosofía puede reducirse a una frase horrible pero exacta: TOO OLD TO ROCK’N ROLL – TOO YOUNG TO DIE. A diferencia de otras sectas de pandilleros, los Decadentes hablan en términos cultos y usan ropa cara. Son los hijos de los mods, no de los rockers.

  • Los Teddy Boys adoptan indumentarias y corte de pelo tipo ‘los cincuenta’. Odian a los punks, a los hippies y sólo se llevan con los black jackets, con quienes comparten un amor por Elvis Presley, Brenda Lee, Fats Domino, Little Richard, etc.

  • “Pantera”: cruce de black jacket y Decadente.

  • Micky Bollan: intragable compositor e intérprete de música vaquera.

….

donde el Decadente, la Pantera (3) y la Niña-Escándalo son bien recibidos, los músicos callejeros mendigan como parias un sombrero tejano o una guitarra y dan, a cambio, una de sus manos, un ojo o una oreja. “Bound for glory”, suspiran, atusándose los bigotes.  Aborrecen la elegancia extravagante y aman los harapos del falso proletario. Son aburridos, pero tarareando a Micky Bollan (4) disimulan la grisura maloliente. Pasamos, Tina y yo, frente a un dúo de músicos callejeros que escupen al vernos pasar. Tina arroja al suelo la botella de leche que ha estado bebiendo. Uno de los músicos se lo toma como un desafío y sin moverse grita: “No milk today, lady”. Tina, sin inmutarse, me mira desde su abrigo de pieles y hace temblar su fuzzy hairdress. “Lacayos…”, murmura. Pero los músicos no están contentos y nos aúllan desde su charco: “We woudn’t piss on a pair of Decadent Faggots even if they were on fire!!!” Eso es demasiado. Tina saca de su abrigo de pieles un cuchillo de cortar carne. Yo la detengo: “Recuerda que dejaste mal herido al de la brigada de narcóticos hace dos días”. Pero la tentación, como decía Wilde, es irresistible. Al ver a Tina lanzándose contra ellos, toda ojos dorados y cuchillo en mano, los músicos chillan como mandriles cobardes y corren a esconderse en una boutique. Uno de los tipos muere destazado ante las dependientes, niñas-escándalo risueñas con caras de diablillo. Yo atrapo al otro en la puerta trasera. El tipo se resiste: ambos rodamos, entre viejos ejemplares de Melody Maker y consoladores de plástico rosado. Le cerceno el cuello con mi navaja de afeitar. Las dependientas, fascinadas, aplauden relamiéndose. Tina hace muecas de repulsión: “He manchado mi abrigo con la sangre del cerdo”.

Procedemos a examinar los cadáveres.

*

At The Roxy, 1990

De las guitarras, del piano, del órgano surgen chorros policromos de líquido neón: rayos verdes, rojo-furia y azul-cielo cruzan los cuerpos trémulos de los adolescentes que colman la sala de baile. Parejas copulan en zonas de penumbra: niños que se lamen desnudos, que chupan a su amor, que beben su sangre. Los frotteurs, los ladrones de nalgas y los coleccionadores de falos disecados están en su gloria. Escenas de celos, bajo el confeti, hacen eyacular a los masoquistas. Chiquillas de senos descomunales complacen a viejos sátiros, que pasean sus miembros enrojecidos entre orbes magníficos de carne infantil. Señoras viudas y enjoyadas enlazan a jovencitos que llevan máscara o antifaz de lince: brujas maravillosas aprietan vergas púberes que se hinchan para beneplácito de muslos dignos sólo, tal vez, de fantasías masturbatorias. Mujeronas de nariz respingada y bigotes felinos de rimmel escarlata sorben la médula de faunillos que se inflan como globos al sentir el orgasmo. Shit Soup termina la primera pieza del concierto (I’m a sex murderer) con un acorde prolongado, estridente, de terremoto multicolor. Pretty Polly decide portarse infiel con su compañero más reciente y coloca su pie sobre el de un espantoso forastero (probablemente un policía) que ha entrado ahí por razones oscuras. Tina satisface a un guapo coprófago en las letrinas elegantísimas del Roxy. Baby Lon se ha disfrazado de tarántula y dispara gasolina sobre la multitud gritona de fanáticos y de groupies que ya invaden el escenario con el objetivo de cercenar el cuello de los Shit Soup o, por lo menos, de sacarles un ojo. Yo bebo un vodka tibio y, a decir verdad, me acaricio un poco. Entonces, un personaje que yo creía desterrado para siempre, agradablemente hundido en las oscuridades de la distancia y del tiempo, aparece de pronto. Se trata de Timmy, alias La Puta del Bastón.

*

Oaxaca, 1975

El Escritor y yo exploramos la Sierra Mazateca, en busca de hongos alucinógenos. Han sido tres días de niebla y de hambre, de viaje en coches tuberculosos, de encuentros con indios huidizos (*) y con torvos milicianos que revisaron muestras mochilas. Pero la Sierra es nuestra, y los hongos crecen por doquier. El problema consiste en averiguar cuáles son los hongos alucinógenos y cuáles los venenosos. El Escritor atreve una mordida en un enorme falo moteado, blanco y rojo, de aspecto siniestro. Escupe y niega con la cabeza: “Más que a psilocibina, sabe a estricnina”, dice. Un aguacero nos invita a compartir una cueva musgosa con un jaguar dormido. Alrededor de la fiera hay ocres masas de excremento en donde crecen familias de hongos húmedos y frondosos, tentadores.  El Escritor prueba un fragmento casi microscópico del hongo más atractivo. El rostro se le ilumina, y veinte minutos después los dos miramos el atardecer, manchado como el jaguar que nos acompaña (¿o estará muerto?), un ocaso lleno de tarántulas que tejen sus telas de nube a nube…

……………..

(*) A la pregunta de “¿Tiene honguitos?” responden invariablemente “No-l’ss-conssémos…”

*

Puerto Ángel, 1975

Humo de mariguana cubre, como una niebla pecaminosa, el pueblo de casitas blancas. El Escritor y yo compartimos una botella de alcohol puro con tres pescadores y sus novias americanas. Baby Lon los conoce desde niña, cuando su aristocrática familia frecuentaba estas playas. El Escritor hace chistes en francés que molestan a los pescadores pero la presencia conciliadora de Baby Lon impide que se desencadene una tormenta. Las nubes, a pesar de todo, están cargadas de electricidad y son muy grises, de manera que llegado un momento abandono la mesa, despidiéndome de todos, y me voy a curar un pretendido dolor de cabeza a mi cuarto de hotel. Media hora más tarde aparece el Escritor, aterrorizado. “¿Qué haces aquí?”, me pregunta. “Baby Lon está genial y sus amigos también. Acompáñanos.” Yo me resisto, argumentando sueño y ganas de leer. Él insiste. Yo lo miro inquisitivamente y le pregunto si de veras van bien las cosas. El Escritor mira el suelo y suplica: “Por favor… acompáñame. Han estado a punto de matarme allá abajo. Si no fuera por Baby Lon…”

“¿Qué fue lo que ocurrió?”

“Bueno… uno de los tipos hablaba de la caza de perlas y yo dije que así como él buscaba perlas en el fondo de los mares yo buscaba ideas en el fondo de los libros. El tipo sonrió con desprecio y rompió la botella de alcohol en el borde de la mesa. Su novia y Baby Lon se me unieron en el coro de ‘fue una broma, hombre’ y gracias a ellas y sobre todo al amor que le tienen por aquí a Baby Lon yo estoy a salvo contigo en este cuarto”.

Concluirá…

****

Emiliano González

Autor de Miedo en castellano (1973), Los sueños de la bella durmiente (1978, ganador del premio Xavier Villaurrutia), La inocencia hereditaria (1986), Almas visionarias (1987), La habitación secreta (1988), Casa de horror y de magia (1989), El libro de lo insólito (1989), Orquidáceas (1991), Neon City Blues (2000), Historia mágica de la literatura I (2007), Ensayos (2009) y La ciudad de los bosques y la niebla (2019).

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