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BIBLIOTECA

Andrés Galindo

A Martha Franco, por el Atlas de las nubes y los universos compartidos.

El universo es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.

—Blaise Pascal

No fue sino hasta que comencé a idear esta nota que me percaté de que, a pesar del quizá desproporcionado amor de quienes agotamos la vida recorriendo los vastos pasillos repletos de anaqueles en bibliotecas propias y ajenas, en realidad, no hay mucha literatura de ficción cuyo asunto principal sea una biblioteca.

Nuestra memoria podrá recordar, por ejemplo, la respetada y temida biblioteca de Jorge de Burgos en El nombre de la rosa. Los adoradores de la literatura fantástica quizá tengan presente la biblioteca de El tío Silas de Joseph Sheridan Le Fanu (más conocido por Carmila). Y qué decir de la biblioteca del fantasioso Alonso Quijano, aquel viejo hidalgo que vivía en un lugar de la Mancha.

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Sin embargo, en ninguna de esas piezas figura la biblioteca como eje central de la obra. Quizás el desocupado lector pueda aportar a estas líneas mejores recuerdos.

De los diccionarios de símbolos que suelo consultar, sólo el Jean Chevalier / Alain Gheerbrant registra unas cuantas líneas:

La biblioteca es un mueble, el lugar, la anaquelería, que contiene los libros que se consultan y que nos enseñan lo que ignoramos o que son al menos nuestras reservas de saber, a la manera de un tesoro disponible. Generalmente en los sueños la biblioteca evoca los conocimientos intelectuales y el saber libresco. Sin embargo, a veces, damos con ellas con un viejo grimorio misterioso, generalmente bañado de luz, que simboliza el conocimiento en el pleno sentido del término, es decir, la experiencia vivida.

Así, con tan pocas palabras y menos recuerdos, he querido persistir en la necedad de escribir aquí y ahora; acaso la experiencia de vida sea ese lugar en donde almacenamos recuerdos, imágenes, libros, historias.

Una semana antes de iniciar la redacción de esta entrada, pensé que si ponía la pregunta al aire algún buen resultado podría llegar desde el otro lado del monitor. Sólo una respuesta me llegó desde las redes sociales: Mendel el de los libros de Stefan Zweig.

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La verdad es que, amén de la prodigiosa memoria del protagonista, nada hay en Mendel… que nos acerque a la literatura fantástica. Se trata de un hombre que es capaz de recordar con exactitud todos los datos sobre cualquier libro que se le pregunte. Es, digamos, una biblioteca andante; aunque, más bien, la mayor parte del tiempo se la pase sentado en una mesa del café Gluck, lugar al que acuden quienes requieren de sus servicios. Entonces, a la memoria de Mendel llega, con perfecta lucidez, año de edición, editor, país, número de páginas y todo aquello que hay que saber sobre un libro.

Eludiendo la obviedad al paso, he querido retardar el recuerdo y la ceguera argentina para llegar a una biblioteca cuyos límites son los del universo y que, espero, justifiquen estas líneas.

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. / Jorge Luis Borges, “La biblioteca de Babel”.

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Quien haya recorrido la obra de este ciego memorable sabrá que el narrador (viajero además) de “La biblioteca de Babel” habla, justamente, de ese tomo divino que encierra el conocimiento total del universo.

Larga y retardada puede ser mi interpretación de ese cuento, pero seguramente cada lector abrigará una biblioteca personal que le permita ver desde diferente ángulo los misterios de ese universo que otros llaman la Biblioteca, porque afortunadamente todavía hay quienes ven en los largos anaqueles llenos de libros la justificación de su existencia.

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En todo caso, me gustaría recordar, también, que entrando la década de los ochenta del pasado siglo, el editor Franco María Ricci, de Siruela, le propuso a Borges coordinar una colección de literatura fantástica: La biblioteca de babel. Y aquí sí que se reuniría una serie de obras que hoy ningún experto podría dejar fuera del canon de la literatura fantástica. Entre sus treinta y tres tomos encontramos a autores como Kafka, Gustav Meyrink, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar, la olvidada Silvina Ocampo, Leopoldo Lugones, Henry James, Arthur Machen, Robert Louis Stevenson, Poe y H. G. Wells, sólo por mencionar a los más reconocidos.

Treinta y tres libros puede ser un número pequeño si uno ambiciona una biblioteca universal.

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Pensemos ahora un poco en la etimología de nuestra palabra: βιβλιοθήκη en su origen hacía referencia al lugar en donde se guardaban los libros, y lo mismo podía ser un armario que una caja (θήκη = théke). Desde luego, los libros no siempre han tenido la misma forma. Al principio, más bien, se trataba del almacenamiento de rollos, como los que se perdieron en el famoso incendio de Alejandría. Con el paso del tiempo sabemos que el canon marca pliegos encuadernados que forman lo que hasta hoy conocemos como libros impresos. Una última realidad es que hoy, gracias a las nuevas tecnologías, nada nos impide llamar biblioteca a un conjunto de libros o documentos digitales.

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Quisiera justificar esta entrada, por último, con otra idea que me ha movido desde hace varios años y que para algunos puede parecer una broma, una broma que, espero, mueva a reflexión. Alguna vez, cuando he querido hablar sobre literatura oral y memoria, he sacado un teléfono móvil y he preguntado: ¿Qué es esto? La respuesta obvia no se hace esperar. Pero, y sobre todo con esos dispositivos electrónicos en los que se puede leer, digamos, la biblioteca entera de Penumbria, a mí me gusta insistir en que lo que se tiene con esas nuevas tecnologías es una memoria externa, un disco duro externo en el que guardamos información; y para quienes los libros lo son todo, eso es un dispositivo electrónico, una biblioteca en la que guardamos nuestras obras favoritas de nuestros autores favoritos o, así, nuestra revista de literatura fantástica favorita.

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Las bibliotecas de papel y las antiguas bibliotecas en las que se almacenaban rollos, en realidad, son eso, una memoria externa. Porque antes de la invención de la escritura, la manera de transmitir información, recuerdos, conocimientos, historias, sueños, era la palabra viva, la voz que se desplazaba en el viento. Luego, las experiencias de vida se fueron acumulando a tal grado que fue necesario buscar una forma de almacenar aquello que ya rebasaba las capacidades de nuestra memoria natural, una memoria que curiosamente, según los psicólogos, es infinita, como las posibles combinaciones de los veinticinco símbolos que conforman el universo:

…todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto.

 

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galindo@andresrsgalindo

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