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¿BIEN MUERTA?

 

Edna Montes

 

 

“Cuando yo me muera, revisan que esté BIEN muerta antes de enterrarme”, decía mi bisabuela Daría. Su voz, revestida todavía de la autoridad que ostenta la matriarca del clan, me llega a través de mi padre en uno de sus mil relatos épicos. La confirmación del deceso era de vital importancia para ella. Se trataba, quizá, de un temor desfasado para alguien que murió a principios de los años 80 del siglo pasado. Después de todo, el temor a ser enterrado vivo estuvo en boga durante la era victoriana.

Sucedió que Daría fue admiradora de Joaquín Pardavé, cuya historia es una creepypasta de la vieja escuela. Durante años se creyó que éste fue enterrado vivo en 1955 y que, luego, cuando su familia exhumó sus restos, lo encontraron haciendo un rictus harto doloroso de mirar. Además, el terciopelo del ataúd estaba arañado. La familia del actor desmintió el caso, pero ya era tarde: la anécdota encendió el miedo de muchas personas (entre ellas mi bisabuela).

Joaquín Pardavé

El doctor de la familia, mi tío, tuvo la dolorosa responsabilidad de contestar a mis morbosas dudas cuando me enteré de lo que acabo de contarles. Mi bisabuela se refería a la catalepsia, un padecimiento neurológico caracterizado por la rigidez del cuerpo y la baja del ritmo cardiaco. El paciente parece muerto y podría durar así minutos, horas o días en las condiciones más extremas.

En siglos pasados, la falta de cobertura médica generalizada, así como los limitados avances tecnológicos, hacían mucho más fácil dar a una persona cataléptica por muerta que ahora. Eso llevó a un miedo generalizado a ser enterrado vivo entre los años 1850 y 1910, aproximadamente. Como no hay moda mala (al menos no para los comerciantes), se crearon ataúdes “de seguridad” en diversos modelos. Estos contaban con hilos conectados a campanas o banderas que podían accionarse desde el cajón si alguien se despertaba dentro de su féretro sólo para darse cuenta de que no estaba BIEN muerto.

Mi primer contacto con una de aquellas pobres víctimas ocurrió en Guanajuato, durante unas adorables vacaciones familiares. La persona en cuestión llevaba el nombre de Ignacia Aguilar y se le puede ver en una de las vitrinas del famoso Museo de las Momias. En su rostro todavía se adivinan el terror, la tensión y la pelea infructuosa por librarse. No es extraño que esas pieles correosas y mandíbulas desencajadas sirvieran de inspiración para el mismísimo Ray Bradbury. El tema ha tentado a muchos escritores.

Edgar Allan Poe vivió justo en el apogeo del miedo a ser enterrado vivo, “El entierro prematuro”, “La caída de la casa Usher” y “Berenice” tienen referencias a la catalepsia y sus desagradables consecuencias.

En El conde de Montecristo, el abad Faria, salvador de Edmundo Dantés, parece tener repetidos ataques de la enfermedad hasta finalmente perecer en uno.

Philip K. Dick y Robert Heinlein también hicieron uso del recurso en sus obras literarias.

Pareciera que ahora, con una medicina mucho más eficaz y provista de mejores instrumentales, podemos, al fin, decirle adiós a este antiquísimo terror. Pero nos equivocamos, basta con leer las creepypastas en las que el asunto va a peor y la persona se despierta en el horno del crematorio, para terror de los empleados, incapaces de parar el proceso. También están los acercamientos en nuevos formatos, como el argentino Mauro Croche, que cuenta historias de terror a través de conversaciones de whatsapp.

Mauro Croche

Cuando la bisabuela Daría pereció, la familia se aseguró de cumplir su voluntad asegurándose que estuviera BIEN muerta. No obstante, ella se eternizó en los relatos de la familia y todas esas cosas tan suyas que incluso yo he heredado: expresiones, gestos y reliquias materiales. Lo que más me hace pensar en ella es que, indirectamente, me enseñó que es normal vivir con miedo. No importa si es racional o no, está ahí, aprendemos a convivir con él. Le ponemos un nombre para restarle poder y lo miramos a los ojos. Así, observándolo de frente, es como le ganamos la batalla, hasta nuestro último aliento.

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Imagen de cabecera: «Buried Alive», por Odd Nerdrum

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Edna “Scarlett” Montes
Lectora, escritora y friki irredenta. Egresada de Miskatonic con tarjeta de cliente frecuente en Arkham. Tiene tantos fandoms que ya hasta perdió la cuenta. Divaga mientras espera que Cthulhu despierte de su sueño en R’lyeh o al fin le entreguen su TARDIS; lo que ocurra primero.

@Edna_Montes

 

 

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