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EL POZO DE LAS RATAS

Bernardo Monroy

 

 

III

Donde Huffam enfrenta a todo tipo de ratas, y conoce a quien tanto temían los rufianes y Howard Myst.

 

Los dos hombres de Myst me tenían atado con una cuerda a un poste a la entrada de la bodega que servía como su negocio. Poco a poco, el lugar se atiborraba de gente. De entre todos los visitantes, había un cliente frecuente de mi amo particularmente repugnante: su nombre era Daniel Quilp. Tan enano que, sin duda, yo sería un San Bernardo para él. Tenía una nariz en forma de gancho, y cada que asistía al espectáculo del pozo de las ratas parecía excitarse cuando mataban a un perro. Myst tenía siempre huevos para que Quilp los comiera con todo y cáscara mientras veía a los perros matar ratas o ratas matar perros. Aquella noche llegó a saludar a mi amo, y venía solo. Lo curioso fue que Quilp pagó una entrada para dos personas.

—Le presento a mi nuevo socio, Hawley Griffin —dijo Quilp, señalando a nadie en particular. Conversaba con la nada, como si fuese un hombre invisible.

Cualquiera se hubiera burlado de él, pero se trataba de Daniel Quilp, uno de los seres más despreciables de Londres. Nadie era capaz de burlarse ni contradecirlo. Sí él tenía un amigo imaginario, que lo tuviera.

También llegó otro de los clientes frecuentes al pozo de las ratas de mi amo: era Jerry Cruncher. Un tipo que de tan cínico resultaba encantador. Se ganaba la vida como Hombre de la Resurrección. Esto es, desenterraba cadáveres de los cementerios para venderlos a las facultades de medicina.

—Somos comerciantes muy poco usuales, Howie —decía a mi amo, siempre con el objetivo de hacerlo enfurecer—. Fagin trafica con niños, tú con perros y yo con muertos —después soltaba una carcajada y subía a la tribuna, para observar el espectáculo, dejando a Myst rojo de ira.

Mientras esperaba mi turno para matar ratas, me empezó a doler el estómago. Me recosté en el suelo. La situación empeoró: ahora me dolía la cabeza de forma atroz. Vomité una sustancia verde, que me hizo merecedor a una patada en las costillas por parte de uno de los lacayos de Myst. De súbito, miré mi pelaje blanco… y descubrí con asombro que se estaba volviendo negro. ¡De blanco a gris y a negro, mi pelo estaba cambiando de color!

Pero no me fue posible seguir autocontemplándome. Uno de los lacayos me jaló con la correa, para conducirme al pozo de las ratas. No podría matar a ninguna. Me dolía todo el cuerpo. Sentía como aquella vez en que una mujer arrojó agua hirviendo en mi lomo, para evitar que robara pan. El dolor era cada vez mayor. Dejé de escuchar los gritos de la gente y el chillido de las ratas. Me empecé a sentir como si no fuera yo. Como si otro perro, más grande, salvaje y malvado, suplantara mi cuerpo.

No me costó ningún trabajo matar a las ratas. Uno de los hombres preguntó si se trataba del mismo perro, porque, originalmente, yo era blanco… y mucho más pequeño. “Ese animal es un monstruo”, susurró Quilp desde lo más alto de las gradas. No me expliqué cómo podía escucharlo perfectamente desde aquel lugar. Lo cierto era que mis sentidos se habían agudizado. Cuando maté a todas las ratas, los dos empleados de Myst entraron al pozo. Al primero le mordí el cuello y al segundo le arranqué la cara de una mordida. Los dos quedaron en el suelo, convulsionándose. Sin darme cuenta, todo el público guardó absoluto silencio.

Salté del pozo y mordí la pierna de una prostituta, arrancándola. Fue como mordisquear un trozo de tela vieja. Hice lo mismo con un muchacho que sostenía unos billetes. Una buena parte del público, lo suficientemente inteligente, salió corriendo, aglomerándose en la puerta. Me abalancé sobre ellos. Descubrí que mis patas tenían garras tan afiladas como cuchillas.

En ese momento, vi a Huffam como un perro aparte, que no guardaba ninguna relación conmigo. Su infancia en aquella fábrica de fósforos. Su niñez en los muelles a la orilla del Támesis, todos aquellos momentos que pasó hambre. Huffam era un animal que gozaba con la aprobación de los humanos, era un perrito blanco sin raza. Mientras que ahora, yo era una gigantesca bestia negra que lo único que deseaba era matarlos.

Dejé un rastro de diez cadáveres y me dirigí al despacho de Myst. El resto de perros que tenía capturados ya habían huido. Sólo faltaba él, quien en ese momento se apresuraba a recoger las ganancias. Pero era demasiado tarde. Le di una mordida directamente a sus testículos. Myst soltó un alarido, cayendo al suelo. Después, comencé a comerme sus entrañas.

Y eso fue todo lo que recordé. Sentí mucho sueño, y caí dormido. Horas después, me despertó la voz de Jerry Cruncher, quien estaba feliz ante la carnicería.

—¡Cadáveres! —gritó, jubiloso— ¡Muchos, muchos cadáveres!

Ni siquiera había reparado en mi presencia, y eso se debía a que ya no era aquel aterrador perro negro, sino el animalito blanco sin porte de siempre. Miré a lo que había sido el pozo de ratas: las gradas y sillas destrozadas y cuerpos sin vida por doquier.

Cruncher intentaba levantar el cadáver de una mujer, pero la presencia de dos hombres, que acaban de llegar a la escena del crimen, lo hizo arrojarlo al suelo. El primer hombre era alto, de casi dos metros. El otro, tenía un poblado bigote. No cabía duda que el primero se imponía e intimidaba a humanos y perros por igual.

—Largo de aquí —dijo con indiferencia. El Hombre de la Resurrección huyó corriendo.

El hombre alto inspeccionó el lugar, sin siquiera prestar importancia en mi. El del bigote poblado lo seguía como si fuera más canino que yo.

—Interesante —susurró—. Le venimos siguiendo la pista a Howard Myst, y resulta que ha sido horriblemente asesinado junto con todo su repulsivo negocio de pozo de ratas. Oh, cuánto odio este lugar. Gente que goza viendo perros y roedores matarse, es un ejemplo que el hombre es todo, menos civilizado.

—¿Usted supone que haya sido una vendeta, Holmes?

—Yo no hago suposiciones, Watson. Ese hábito me resulta despreciable. Suponer no es razonar. Adapto teorías a hechos. No hechos, a teorías.

—Pero… el salvajismo que estamos presenciando sólo puede ser una venganza de algún criminal enemigo de Howard Myst.

—No existe una combinación de hechos que el intelecto humano no sea capaz de explicar. Recuerde que a la par del crimen de Myst, Watson, buscábamos a los vendedores de la droga del difunto doctor Henry Jekyll. Estoy casi seguro que todo está relacionado —señaló al suelo, alfombrado de sangre—. Hay huellas de perro por doquier, pero son demasiado grandes para tratarse de los bull terriers o los callejeros que se usan en estos espectáculos. Creo tener la respuesta, Watson. Pero es arriesgado conjeturar.

Vaya… de modo que él era el archifamosísimo Sherlock Holmes. Nunca creí conocerlo en persona, y menos en una situación tan extrema. Quien lo acompañaba debía de ser el doctor Watson.

En poco tiempo llegó otro hombre. Tenía cabello negro y bigote y estaba acompañado de tres policías.

—Usted siempre llega tarde, Lestrade —dijo Sherlock Holmes con una sonrisita burlona—. Usted es una vergüenza. Lo único que consigue es demostrar que Mr. Darwin está equivocado: hay quienes jamás evolucionan.

—No entiendo, Holmes…

—No me asombra. La autocompasión es una cualidad muy poco atractiva.

Mientras Sherlock Holmes humillaba al tal Lestrade y Watson tomaba nota de todo, yo me alejé, sintiendo que el famoso detective consultor no me quitaba los ojos de encima.

Concluirá el 1 de diciembre.

BERNARDO MONROY

Bernardo Monroy nació en 1982 en México D.F. y actualmente vive en León, Guanajuato. Es periodista y ha publicado el libro de cuentos “El Gato con Converse” y la novela “La Liga Latinoamericana”, así como la novela electrónica “Slasher”, disponible gratuitamente en el portal Zona Literatura. Es aficionado a los videojuegos, los cómics y los géneros de terror, fantasía y ciencia ficción, y escribe porque está frustrado, ya que nunca pudo ingresar a la Escuela de Jóvenes Dotados del Profesor Xavier. Sus textos han sido traducidos al klingon y al élfico.