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EL ZOMBI SE ABURRE CON LA TELE

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¿Por qué ahora apesta The Walking Dead?

 

Valentín Chantaca González

 

Desde que George A. Romero estrenó su visceral Night of the Living Dead, allá por el remoto 1968, la relación del zombi con la cultura pop ha sido íntima e inestable. En ocasiones, un romance caprichoso. En otras, un amorío desbordado. Besos rojos con sabor a carne putrefacta. Caricias de vida y de muerte. They’re coming to get you, Barbara. Son los zombis, Bárbara, mejor huye ahora. Antes de que sea tarde.

A veces queridos y otras veces ignorados, los muertos vivientes han gozado de plena salud durante la última década, tanto en las páginas de los libros como en las pantallas del cine y la televisión. Lo mismo ha pasado con otras criaturas pertenecientes a la legión de los espantos nocturnos, incluyendo vampiros y licántropos. Pero en la tierra de los engendros, el zombi es rey. Al menos por ahora.

El largometraje de Romero recibió aceptación inmediata entre públicos de todo el mundo. Fue entonces cuando el acercamiento a la figura del zombi (tanto en reuniones familiares como en investigaciones académicas) devino en aceptación masiva, que hoy en día ha desbordado en obsesión. El zombi es parte de la cultura; no sólo pop, sino también erudita. ¿De dónde proviene esa curiosidad tan macabra? ¿La intriga por el cadáver reanimado? ¿De dónde surge la obsesión por averiguar qué nos espera del otro lado, por conocer el destino del cuerpo? La respuesta, apreciable lector, sigue siendo un misterio.

Transcurrieron las décadas, la piel del zombi se convirtió en costras y colgajos.

Los iniciados de la pantalla disfrutaron propuestas interesantes durante los 80, que conservaron la espantosa ideología zombi en un estado de animación suspendida. En estos años destacan largometrajes como el italiano La casa cerca del cementerio (Quella villa accanto al cimitero – 1981)

y La serpiente y el arcoíris (The Serpent and the Rainbow – 1988). Cintas que remueven las entrañas y atizan nuestro temor a la muerte, así como a la pérdida del raciocinio y de la voluntad propia. Poco después, poca fortuna, comenzó el declive del horror provocado por el cadáver resucitado.

Durante los 90 llegó el primer gran exterminio del zombi como ser horroroso, como entidad espeluznante. Este fenómeno se manifestó con peculiar deterioro en las salas de cine, por medio de películas que no sólo ridiculizaban, sino que caricaturizaban el temible símbolo del muerto viviente.

Algunos ejemplos de este declive son películas de la industria hollywoodense, como Ghoul School (1990)

y Nudist Colony of the Dead (1991). El público había olvidado la fascinación por la resucitación profana, por el ser impío que vuelve del otro mundo con apetito carnívoro. El espectador cambió los gruñidos por las risas.

A pesar de las fluctuaciones ideológicas y los cambios de opinión popular, la admiración por el zombi se consolidó como un culto. Entre los círculos de extravagantes conocedores y admiradores trastornados, el género mantuvo relevancia con clásicos cinematográficos como Nightbreed (1990)

y Dead Alive (1992). Aún persistía la exquisitez hacia lo putrefacto. De repente, llegó el violento nuevo milenio. Ocurrió otra interrupción.

Llegó el aterrador año 2000, el Y2K abortado era el miedo prioritario. De repente, el zombi ya no tenía la fúnebre reputación que solía tener. El horror dejó de ser corporal y se transformó en un terror tecnológico. Dejamos de tener miedo a los muertos y concentramos nuestro temor en las máquinas. El zombi parecía estar enterrado, una vez más. Pero el muerto se negó a permanecer bajo tierra.

Varios años después, el 31 de octubre del 2010, se estrenó The Walking Dead. Un evento inolvidable que conmemoró el añorado regreso del zombi; no sólo al imaginario de la vida diaria, sino a las máximas plataformas de difusión. No había escapatoria. Los walkers, munchers o biters estaban por todos lados. Internet, televisión, dispositivos móviles y publicaciones digitales. En aquellos días, no había fiesta de disfraces que no incluyera una pequeña horda de muertos vivientes ni había conversación que no reflexionara sobre las medidas que se implementarían durante el apocalipsis zombi.

 

En sus inicios, la serie era magnífica. Un relato sombrío y auténtico de naturalezas humanas llevadas al extremo; un estudio retorcido en torno a la mente y al espíritu, que nos invitaba a confirmar lo que sospechamos en la parte más oscura de la conciencia. La confirmación de que la supuesta estabilidad de nuestra civilización, de nuestra sociedad, de nuestras propias existencias, depende de una cuerda en constante descomposición. Tan frágil, tan banal, que siempre está en riesgo de romperse.

Padres que sacrifican a sus queridos hijos para sobrevivir, hermanos amados que se asesinan unos a otros para quedarse con las provisiones. Además, líderes enloquecidos que desean moldear el nuevo mundo, el mundo de los muchos muertos y los pocos vivos, a imagen y semejanza de la demencia. En sus inicios, la serie era redención. Era reivindicación por la humillación que había sufrido el zombi, era sangre y tripas desbordadas por una herida abierta. Era todo lo que un terrorífico podría desear.

Mi momento favorito de las primeras temporadas es cuando el pequeño Carl (de diez u once años de edad) debe ejecutar a su madre para evitar que se transforme en un voraz engendro. Cabe mencionar que el disparo viene después de que Laurie, la madre abnegada, ha traído al mundo a la hermanita recién nacida de Carl. Todos son víctimas del mórbido intercambio de tragedias y esperanzas. De un ciclo interminable y sanguinario, que ilustraba la escalofriante calidad que solía ostentar esta producción.

Nos acercamos al final. Conforme transcurrieron las temporadas, The Walking Dead pasó de ser combustible de pesadillas a transformarse en simulacro de sobresaltos. Cada capítulo revuelto en una maraña de historias efectistas y soluciones convenientes, en las que la presencia y amenaza del zombi se omitían cada vez más. Sin advertencia, apareció Negan. El peligro humano era inminente. Para muchos, TWD acabó en ese instante.

El zombi tiene mil nombres en la serie, es un monstruo versátil. Nadie los llama zombis, Bárbara. Tal vez, dejó de ser un riesgo relevante en determinado momento. Se volvió una excusa, se convirtió en una ausencia. Dejemos de lado la blanda resolución de la última temporada, en la que el moribundo y tuerto Carl, ahora adolescente, deja un mensaje de esperanza como legado inmortal. La paz, queridos: la paz es la respuesta. Sí, cómo no.

La paz entre los sobrevivientes es la única vía hacia el futuro; la armonía es la alternativa que queda para asegurar el porvenir. No bromeen, no ahora. Después de tantos capítulos de carnicería, la resolución pudo ser más cruenta. Más auténtica. Cuéntenme entre las filas de espectadores desilusionados por la etapa postrera de TWD y avísenme cuando el zombi ya no esté tan aburrido. No hay prisa alguna, puedo esperarlo toda la vida.

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Valentín Chantaca González

En 2009, fue seleccionado como miembro del Programa Jóvenes Creadores del FONCA, en la categoría de cuento. En noviembre del mismo año, fue incluido en la antología Estación Central bis con Zoológico infrarrojo: 2 historias de pollos (Ficticia Editorial). Dicho relato también fue traducido al francés y recopilado en la antología Lectures du Mexique, Nouvelles et microrécits. Auteurs Mexicains du XXI Siecle (publicación digital de la Universidad de Poitiers).

En 2014, obtuvo una mención honorífica en el 4to Concurso Nacional de Haiku en México, organizado por el ITAM y la Academia Mexicana-Japonesa Tokiyo Takama. En 2015, fue beneficiario del PECDA (Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico) Colima con el proyecto Las noches en Colima también son temibles.

@ValChanGon

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