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LA  CITA

Doris Camarena

Para las tres Lauras: Laura E; Laura I; Laura M;

para Marilú, Edmundo, Efraín, Lupe y Tatiana,  

mis amigos de la infancia,  

con ese cariño que no se acaba.

 

El interior del edificio era muy fresco. Más de dos siglos de antigüedad, muros altos y anchos. El gran patio con la fuente al centro, los otros patios accesorios. María atravesó uno de ellos, afeado por los postes con canastillas para básquetbol y una serie de gradas de metal con tablones pintados de rojo. Vagabundeó tardándose a propósito antes de llegar al salón donde Adriana aún estaría dando clase. Había llegado temprano. Se asomó por una de las ventanas del salón. Desde su escritorio lleno de papeles de colores, Adriana sonreía con aire de agobio. A su alrededor, varios niños alzaban las manos sosteniendo origamis doblados torpemente: deformes aves, dinosaurios y otros seres de apariencia incomprensible.

Desde la ventana, con una seña, María avisó que esperaría afuera. Adriana no la vio, una niña de pelo corto y negro trataba de escalar sobre sus rodillas. María se encaminó al umbral del jardín.

En un rato más, Adriana saldría cargando sus eternas bolsas con papeles de colores, resoplando un poco. Adriana gorda, amable y maternal. María se sentó en la fuente, bastante más pequeña que la del patio principal, y se solazó en el gusto de sentirse vieja. Una vieja de 30 años. Hacía veinticinco que ella había jugado en ese jardín, trepado esos árboles, comido sándwiches bajo los arcos y se había despellejado las rodillas en las losas que hoy martirizaba con sus tacones adultos. Tacones de 15000 pesos, blancos, con hermosa pedrería. Procuró no mirarlos, no tenía que haberlos usado antes de tiempo, no para una simple salida a comer, no hasta el gran día. Disfrutó sentirse decadente. Eran veinticinco años también de conocer a Adriana, que ya entonces tenía aquella cara de matrona. Visos de caderas grandes y brazos de cuna en la Adriana de cinco años que de inmediato adoptó a la amiguita María, también gorda pero combativa.

–¡Ahí vienen rodando las pelotas! –canturreó aquel niño “como sea que se llamara”, flaco y moreno, pelo de púa. Otros le corearon. Adriana abrió los ojos conteniendo el llanto. María fue con pelos de púa y le estrelló la cara en un pilar de piedra. Le rompió la boca. –A mí lo gordo se me quita, a ti lo prieto y lo pendejo no.

María fue expulsada por tres días. No valió que explicara, a su manera, todo el tiempo que llevaba aguantando la molestia de los apodos. Se calló que la contestación había sido consejo de papá. Aunque Papá nunca hubiera dicho pendejo, Mamá no aprobaba las groserías. La directora tampoco. Por eso resultó ofensa menor el hocico roto de pelos de púa. Lo peor, la palabrota. La primera que María pronunciaba en su vida. De no ser por la fuerza empleada en el golpe, el insulto habría salido con menos decisión, con temblores de timidez y desconcierto, con tono de disculpa.

Luego de aquello la cosa había cambiado, no es que dejaran de burlarse de ellas, sino que María se aficionó a dar golpes y entonces le tuvieron miedo. A Adriana, que siguió siendo su única amiga, eso le parecía magnífico. A María también. Fue cuando descubrió a la Novia.

María siempre llegaba temprano al colegio. Papá tenía que dejarla primero antes de llevar a Mamá al trabajo y llegar al de él. Era todo un fastidio hasta que descubrió que esas llegadas prematuras le permitían fisgonear por el edificio casi en absoluta libertad. Había varias habitaciones en desuso. Guardaban ahí muchas cosas, pero era poco lo que se veía a través de aquellas cerraduras viejas por las que cabía un dedo aunque eran imposibles de abrirse. Y no es que María no lo intentase. Había usado alambres de todo tipo, pasadores y hasta un cuchillo que robó de la cocina de su casa. Al final tuvo que contentarse con mirar por las rendijas. En todos los cuartos había chatarra y  muebles tapados con telas gruesas. Pero en uno de ellos descubrió una silueta claramente humana velada por un material mucho más ligero. María se asustó mucho. Luego se acostumbró a mirarla. Imaginaba el rostro debajo de la tela, a veces era hermosa, otras era deforme, de piel brillante como el plástico y facciones derretidas bajo una tensa cicatriz. Tal como la mujer que había visto una vez yendo por la calle. Papá le dijo que aquella mujer se había quemado, que nadie debía jugar con lumbre. El caso es que la del cuarto cerrado acabó siendo una novia, y lo que hacía tan difícil imaginar su cara era que estaba vuelta de espaldas, mirando hacia la ventana polvorienta que permitía verla a trasluz.  

La novia se había quedado ahí esperando. En las telenovelas que Mamá veía, siempre había mujeres esperando a un hombre que tardaba mucho tiempo en hacer lo que ellas querían. María pensó entonces que este novio se había olvidado de que lo esperaban y nunca llegó. Pero la novia, que no hacía otra cosa que esperar, se quedó ahí. Noche a noche había vuelto a ponerse su vestido para volver a la ventana aquella, pendiente de ver llegar al hombre que la sacaría de ese lugar. Cuando amanecía, la novia se quitaba el vestido, doblándolo siempre igual, para guardarlo hasta que oscureciera y volver a la ventana, hasta que pasaron demasiados años y un día la novia no pudo quitarse el vestido ni apartarse de su ventana.

Decían que antes de ser escuela, aquello había sido un asilo donde las muchachas sin familia vivían hasta que las llevaban a un convento, o conseguían un esposo, o hasta que morían ahí, siempre huérfanas. María había hablado de aquello con Adriana alguna vez, ninguna quería ser huérfana, ni monja. Adriana deseaba casarse y tener niños, María quería casarse muchas veces, para usar diferentes vestidos, más hermosos que el de la novia de la ventana. Pasó algún tiempo antes de que terminara de pensar en la historia de la novia. Debía ser algo terrible, algo que fuera capaz de explicar el desasosiego que sentía cada vez que espiaba por esa rendija.

La novia descubrió que las personas de un convento querían llevársela para convertirla en monja. Nadie sabía que ella era una novia, que en las noches se asomaba al balcón para ver al hombre con el que se casaría. María no estaba muy segura de por qué alguien querría convertirla en monja. Ni siquiera sabía para qué servían las monjas, así que preguntó a Mamá. La explicación fue muy interesante: las monjas servían para rezar. El Diablo esperaba tener todas las almas del mundo, robárselas a Dios. Para mantener lejos al Diablo, además de portarse con toda bondad, había que rezar. Para eso servían las monjas, para rezar por todos y en contra del Diablo. Así que se necesitaban muchas. Pero la novia no estaba interesada en el Diablo ni en los rezos. Pensaba en su boda. Una noche ella y su novio quedaron de acuerdo: él subiría por la cuerda amarrada desde la ventana y luego la bajaría a ella cargando, ya vestida de boda, para ir a casarse de inmediato. Algo terrible. La ventana era tan alta y tal vez la novia no había sabido hacer el nudo, o había escogido una cuerda muy delgada. El novio cayó desde aquél segundo piso. El novio se rompió como una esfera de vidrio. Nadie puede pegar de nuevo una esfera rota, pero la novia pensó que sí. Ella decidió que, si seguía esperando, su novio aparecería de nuevo bajo la ventana. Los demás, creyendo que estaba loca, la dejaron vestirse de blanco y ponerse flores en el pelo, la dejaron esperar al novio roto que dormía debajo de la tierra. Pero ella tenía razón, porque luego de mucho esperar, una noche vio llegar al novio. Supo que para ir a donde él la llevaría, tenía que romperse en pedazos. Así que subió a la ventana y saltó.

La primera a la que María contó aquella historia fue Adriana. Pero no le dijo que la había copiado. Estaba en un libro, era el cuento de una dama fantasma que saltaba desde la torre de un castillo. La veían saltar cada vez que se cumplía un año de su muerte, que había sucedido hacía mucho tiempo.

Adriana se asustó pero, aún así, se asomó por la rendija y vio a la novia. Al otro día quiso volver a verla porque había algo que no acababa de entender: Si la novia había saltado, ¿cómo es que seguía allí?

–Porque es un fantasma –contestó María, como si fuera lo más lógico del mundo. Todos sabían que los fantasmas tienen la costumbre de mostrarse. Nada les da vergüenza. María se sintió capaz de entender a  la novia, ella sabía lo agradable que es provocar miedo. Lo supo cuando rompió la boca de pelos de púa, cuando ante un gesto de amenaza sus molestos compañeros de clase se hacían a un lado y le gritaban cosas desde lejos, asustados ante la posibilidad de un golpe suyo. No, no había otro lugar tan seguro como el miedo de los demás.

Muchos oyeron la historia de la novia. Se asustaban, miraban por la rendija y veían la silueta. María fue, poco a poco, completando el cuento. Mayores detalles. El cuerpo sangriento de la novia tirado en la calle antigua hasta que, desde algún rincón en sombras, se acercaba la figura del hombre, avanzando con un andar desmadejado. La novia se levantaba entonces, con ruido de huesos rotos, a encontrarlo. Amor de muertos. Vestido empolvado. Líneas de sangre bajando por las pantorrillas femeninas. María adulta se estremeció, recordando. Nítida la imagen ensangrentada, los zapatos humedecidos. ¿Qué zapatos llevaría la novia? De seguro no unos como los suyos. María rechazó la idea con un vago desagrado. Frente a ella, la puerta de la novia. Siempre le pasaba. Se metía a pensar y caminaba en modo sonámbulo, hasta llegar a algún lugar terriblemente inesperado. Una vez llegó así al cementerio, a la tumba de Papá y, al darse cuenta, se puso a llorar, con más sorpresa que nostalgia. Lloró ante el desamparo de imaginar que sus pies se solazaban en llevarla, contra toda voluntad suya, a sitios dolorosos. Luego de llorar se había sentado en la tumba. Habló con la lápida aquella. No en voz alta, sino en susurros. Le platicó algunas cosas. La clase de plática que no hubiera tenido con él cuando vivía. Le dijo de Fernando. De cómo ella se había cansado de esperarlo. Al final había sido la misma historia de siempre. Fernando nunca terminaría de divorciarse, así que lo dejó. En realidad no del todo. Volvió a acostarse con él un par de veces, pensando que lo quería demasiado. Pero acabó sintiéndose atrapada en un melodrama barato. Acabó sintiéndose como una lagartija acorralada por un gato pequeño y asustadizo, un gato no muy convencido de su papel de cazador. Un asunto vergonzoso, equivalente a ser la víctima de un asesino muy torpe.

Luego de un rato Papá había aparecido sentado en la tumba. No llevaba puesto el traje con que le habían enterrado sino un atuendo deportivo que María nunca le vio puesto. Fantasma caprichoso. Papá lucía muy saludable, salvo por una especie de fluorescencia que le hacía verse un tanto desdibujado. Conversaron. Papá sabía todo de Fernando. Fantasma entrometido. Reía muy espontáneo, con aquella risa que embellecía su rostro barbudo, mucho menos atractivo cuando estaba serio. Con lo que a ella le hubiera gustado toparse con un hombre como Papá. Él la felicitó por su próxima boda. También lo sabía todo sobre Enrique. Le dijo de lo irrelevante que resultaría, tras el matrimonio, la blanda gordura de su prometido. Lo poco que llegaría a importar ese aliento desastroso. Papá le dijo que acabaría acostumbrándose incluso al tedio que ya le amenazaba, agazapado entre los destellos del excesivo anillo de compromiso. –Él debe temerte –le dijo sonriendo–, pero no demasiado, no es bueno que te vuelvas una arpía, sólo que de vez en cuando aparentes ser como su madre, no hay lugar más seguro que el miedo de los demás.

Papá se levantó entonces y se fue caminando entre las tumbas, sin despedirse. María prefirió suponer que había tenido un sueño extravagante, pero a diferencia de otras ocasiones, nunca lo contó a nadie, ni siquiera a Adriana, que gustaba de interpretar los sueños muy a su modo, que a veces podía resultar esclarecedor.  

María se alejó de la puerta de la novia y sintió nostalgia de aquellas conversaciones sobre sueños con Adriana. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que Adriana le tenía ahora cierto recelo, probablemente incluso a su propio pesar. María se sintió al principio un poco herida, hasta que comprendió que la causa era el compromiso con Enrique. María sabía que Adriana veía acercarse a pasos agigantados la soltería permanente, luego de infinidad de esfuerzos vanos por conseguir pareja. Pobre Adriana, con sus fantasías rotas sobre un marido y una casa llena de hijos, resignándose a ser siempre la profesora de los niños de alguien más. Cuando María le contó de sus planes de matrimonio, ella había recibido la nueva con la reacción propia de quien se sabe desahuciado. Por supuesto, no es que Adriana tuviera interés particular en Enrique, a la propia María le había costado interesarse.

Al conocerlo pensó: ese tipo tiene cuerpo de señora, por Dios, si sus caderas son más anchas que las mías. Luego acabó aceptando su invitación a cenar y, cuando se dio cuenta, ya eran novios. Mamá estaba encantada, era un éxito como casamentera. Ella fue la primera que dijo a María que Enrique era un hombre con futuro, como si no tuvieran todos algún futuro, el que fuera. Mamá le había hecho entender, sin decir una palabra al respecto, que todo podía ocultarse bajo un traje bien cortado.

María usaba vestidos muy bien hechos, que pudieran disimular el resto de gordura que nunca logró abandonarla, por más dietas enloquecidas y horas de trote en el parque.

–Tienes una cara tan bonita –le decían las amigas de Mamá desde que era adolescente, luego evitaban fijar mucho los ojos en su cuerpo rechoncho, colmadas de lástima. Tenían razón, era incongruente aquel rostro de virgen de iglesia rematando un cuerpo de jamona. Los seis míseros kilos que había logrado bajar antes de la compra del vestido de boda, sin embargo, le habían tranquilizado un poco. María se recargó en la puerta de la novia, pensando en las invitaciones que tendría que repartir. La puerta cedió entonces. María se alejó de un salto, cuando volteó, la puerta seguía cerrada. La empujó con cautela, sin resultado.

Alguna vez preguntó a Adriana si había vuelto a asomarse a la puerta de la novia. Fue poco después de que la admitieran como profesora en la escuela. Hacía ya cinco años de eso y Adriana estaba emocionada por volver como autoridad al sitio donde, de algún modo, creció. No había nada en ese cuarto, le dijo Adriana, solamente trapos y muebles destruidos. Lo abrieron una vez, para remodelarlo, luego quedó vacío y habían dejado la remodelación pendiente, para siempre, por lo visto. No había nada. La revelación le había dado escalofrío. Pero los niños siempre imaginan cosas, eso decía Adriana. Ahora, pensando en ello, María supuso que no habría daño alguno en asomarse de nuevo por la rendija. Inquietud. Su corto campo de observación le mostró una estancia solitaria, la ventana de siempre ya sin ninguna silueta interpuesta, el fino polvo formando motas vaporosas en el viejo suelo. Acogedor, en cierto sentido. Ninguna novia cumpliendo la cita con el amor ficticio y, por tanto, invencible. Imaginaciones.  Volvió a ella el cuadro de un cuerpo destrozado en el suelo, la visión de un salto suicida que algo tenía de glorioso. Vívida fantasía de criatura solitaria. El rumor de los últimos niños saliendo la distrajo. Desde el barandal vio venir a Adriana, a paso cansado y con sus bolsas de papelitos, confusa, buscándola entre las madres que acudían a llevarse a sus hijos, entre las profesoras que salían hacia la calle. Le llegó de golpe el sentimiento de Adriana, su incapacidad para alegrarse por la próxima boda de su mejor amiga, el rencor que le había producido verla en la prueba del vestido de novia. No le contaría que esa misma mañana se había vuelto a poner el vestido, cuidando de no ensuciarlo, lamentando poder usarlo una sola vez. Pensó en cómo lo había contemplado ante el espejo, odiando tener que quitárselo para ir a la cita con Adriana. Lástima. Lástima también que Adriana no usaría uno así, ni una sola vez. La total certeza de esa idea la llenó de estupor. Tanto, que en lugar de ir a encontrar a Adriana se detuvo a mirarla desde ahí. Adriana parada en el centro del patio, haciendo uno que otro gesto de despedida a los niños que se iban. Viéndola, María experimentó la culpa del observador que se sabe inadvertido, pero en algún momento su mirada debió fijarse con demasiada intensidad porque Adriana miró directo hacia ella. María la saludó con la mano. Adriana no le sonrió, sólo la vio de arriba abajo, su quijada descendiendo en un bailoteo cómico. Cosa de segundos. Seguro le miraba los zapatos, reconocía el hermoso calzado de boda, tan fuera de lugar sobre las viejas baldosas. María se vio también los pies. Pasmo. Vio la tela vaporosa que rozaba sus tobillos. Cosa de un instante y recordó, en modo sonámbulo. Recordó la visión de sí misma en el espejo, el vestido, los zapatos relucientes. La ventana de su recámara abierta y la luz entrando. Recordó la cornisa de la ventana. Muy alta. La novia en la ventana. Ella misma. El júbilo infinito de volar engalanada. Una paloma descomunal precipitándose. Ella misma. La hermosa tela elevando motas de polvo, la carne reventando, las zapatillas huérfanas en el pavimento.

El grito de Adriana llenó el patio, alcanzó la escalera, ululando, y se rompió como una esfera de vidrio. Pobre Adriana, seguramente diría que su amiga había venido, después de todo, a despedirse, o a cumplir su cita, apenas unas horas luego de su muerte, apenas unos días antes de su boda. La clase de explicación absurda que la gente suele dar a lo impensable.

María sabía ya que su cita no era con Adriana. Se miró los zapatos ensangrentados y atravesó la puerta hasta llegar a la ventana de la novia, su propia ventana: el sitio más seguro del mundo; el lugar donde, por fin, ya no había nada que esperar.

 

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dorisDORIS CAMARENA

Escritora, dramaturga y guionista. Fue directora de la legendaria revista La Mandrágora, especializada en género negro, fantástico y de terror. Ha sido profesora honoraria del Diplomado de literatura fantástica y ciencia ficción de la Universidad del Claustro de Sor Juana, donde también impartió los cursos Introducción a la literatura fantástica mexicana, Alfred Hitchcock: de la Literatura al Cine, y El asesino serial en la literatura y el cine. Es fundadora de la Escuela Mexicana de Escritores, donde impartió la materia: Guión de series de TV. Como dramaturga ha escrito varias obras teatrales basadas en leyendas del México Antiguo, las cuales se han representado en diversos teatros de la ciudad de México y en el interior de la República. Actualmente imparte cursos y talleres de literatura de géneros en la biblioteca de La Mandrágora y colabora en el desarrollo de diversas series televisivas en proceso de producción.

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