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LA HISTORIA DE TARIO*

Rodolfo JM

 

 

Esta es la historia de Francisco Tario, uno de los escritores más originales y enigmáticos que han aparecido en el panorama nacional. De él sabemos que fue autor de al menos tres libros de cuento, dos novelas, un libro de aforismos, e incluso algunas piezas para teatro, así como de un puñado de textos inclasificables que, gracias a la generosidad de su familia y el empeño de sus investigadores, se han publicado en los últimos años. Sabemos también que su imagen ha sido mitificada, que se le describe como un gigante calvo y atlético de mirada azul y buen vestir, que fue portero del equipo de futbol Asturias y que su figura, en pleno lance bajo el travesaño, adornó las cajetillas de cerillos “Campeones”. También sabemos que tocaba el piano, que estuvo casado con Carmen Farell, que fue dueño de dos cines en Acapulco, que era amigo de Manolete -el torero- a quien hacía trizas cuando jugaban al frontón, pero sobre todo que, a pesar de ser un hombre de sociedad a quien gustaba de asistir a fiestas y bailar tango, prefería mantenerse alejado del ambiente intelectual. Sabemos que para la nueva generación de lectores, aquellos menores de 40 años, se trata de una referencia obligada, y que los ejemplares de las ediciones originales de sus libros se atesoran como auténticas joyas. Sabemos que en las universidades se escriben tesis sobre su obra y que en los talleres literarios se discuten y analizan sus cuentos con entusiasmo, privilegio del que no gozan muchos autores canónicos, ahora olvidados. Yo mismo he sido testigo de pequeños enfrentamientos en los que se discute quién lo descubrió primero, quién lo ha leído mejor, si escribía literatura fantástica o surrealista, e incluso si su apellido, “Tario”, proviene de una palabra purépecha que significa “lugar de ídolos” o es un hipocorístico de “solitario”. Por cierto, en la única entrevista que se le hizo él mismo explica que no hay significado oculto y que lo atractivo de la palabra se encuentra en su grata resonancia. Sabemos muy bien que ni siquiera los críticos literarios, esos seres de permanente ceño fruncido y fácil desdén, lo han podido ignorar, aunque no dejan de llamarlo, con toda malicia: un raro, un excéntrico. A propósito ¿qué significa la palabra excéntrico? Respuesta: algo que se aleja del centro. Y entonces uno podría pensar que no están tan equivocados los críticos ya que los temas de la literatura de Francisco Tario no eran afines a los de sus contemporáneos, interesados en describir la realidad nacional que había hecho posible la Revolución de 1910. Pero la palabra, excéntrico, no sólo describe, también califica. Y quien califica, descalifica. Así, nos encontramos que mientras Juan José Arreola y Juan Rulfo, otros raros, fueron plenamente aceptados por la crítica como parte de la tradición literaria mexicana, Francisco Tario habita en los márgenes. ¿Qué es lo que tiene Tario, que de ser un autor secreto y de culto durante cuatro décadas se ha convertido hoy en día en uno de los escritores más leídos y queridos de su generación? ¿De dónde viene esa fascinación que hace decir a sus más acérrimos lectores que de haber nacido en otro país, ocuparía hoy un lugar junto a Jorge Luis Borges, Felisberto Hernández y Horacio Quiroga? ¿A qué se debe esta insistencia en señalarlo como un raro y a compararlo con un fantasma?

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Esta es la historia de Francisco Tario, pero para entenderla mejor es necesario también contar la historia de Francisco Peláez Vega, quien nació en México un 2 de diciembre de 1911, y fue el mayor de dos hijos de una familia española dedicada al negocio era la venta de ultramarinos. No tenemos noticia de que su infancia haya sido particularmente azarosa, pero sí que buena parte de ella la pasó en la provincia de Llanes, en España. Su hermano, el pintor Antonio Peláez, nos describe a un joven Francisco interesado en el futbol y poseedor de una abundante cabellera. Nos dice también que es justo por esos días (Francisco tenía 19 años) cuando inicia su noviazgo con Carmen Farell, con quien se casaría dos años más tarde. A propósito de futbol, ¿han visto ustedes alguna fotografía de los zapatos que se utilizaban entonces para jugar? Eran toscos y poseían afilados tacos de metal. Ahora imaginen a un energúmeno que a toda velocidad encaja la planta de sus zapatos en el vientre del guardameta contrincante. El energúmeno en cuestión era el atlantista Juan “Trompito” Cañedo, y el guardameta Paco “El Adonís” Peláez. Fue justo esa lesión la causante principal del retiro de las canchas de quien entonces era considerado el portero con más clase en México, y que a partir de entonces concentraría su interés en tocar el piano. Época de transformaciones, fue en esos mismos años que Francisco sacrificaría su melena, rasuraría su cabeza y comenzaría a escribir, adoptando el seudónimo de Francisco Tario.

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Ahora imaginemos a Francisco Peláez en su casa de la colonia Hipódromo Condesa, donde vivía con su esposa y tocaba el piano. Imaginemos también a sus vecinos, una joven pareja de escritores intrigados por los ruidos extraños que provenían de la casa de al lado. La joven pareja de escritores, por cierto, se llamaban Elena Garro y Octavio Paz, y quiso la suerte que una mañana Octavio descubriera a su vecina Carmen Farell, de quien diría que era la mujer más hermosa del mundo, peinándose en el balcón. El poeta entabló conversación con ella y al poco tiempo Octavio y Elena se harían amigos de la familia Peláez Farell y asistirían a las tertulias que estos organizaban. El principal animador de estas reuniones, a las que se dice también acudieron Pita Amor, Rosenda Monteros, José Luis Martínez, Juan Soriano y el mismísimo Manolete, era Antonio Peláez, hermano de Francisco y también pintor. Uno podría pensar entonces que Francisco lo tenía todo para triunfar en el terreno literario, ya que además de talento contaba con un entorno favorable. Sin embargo, cuenta también su hermano, Francisco se había vuelto retraído y un poco huraño desde su alejamiento de las canchas. Disfrutaba la compañía de sus amigos, pero disfrutaba aún más su soledad.

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Sus dos primeros libros, publicados en 1943 en sendas ediciones de autor, fueron “Aquí abajo”, novela, y “La Noche”, una colección de relatos a cuan más inquietantes. En “La noche” Tario hace hablar en primera persona a animales y objetos inanimados y, por supuesto, a los muertos, transfigurados en fantasmas. “La noche” explora la locura y la soledad, lo grotesco, lo absurdo y lo maravilloso. Su registro es más cercano al de algunos simbolistas franceses que al de los clásicos españoles, y por momentos recuerda a “Los cantos de Maldoror”. Vale la pena rescatar aquí algunas líneas de “La noche de los 50 libros” para hacernos una idea más justa:

Y escribiré libros. Libros que paralizarán de terror a los hombre que tanto me odian; que les menguarán el apetito; que les espantarán el sueño; que trastornarán sus facultades y les emponzoñaran la sangre. Libros que expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquier otra fe o mito.

Es “La noche”, más que ninguno otro de los libros de Tario, una declaración de principios en el que se encuentra contenido el universo que el autor habría de explorar en el resto de su obra. Está de más decir que tanto “Aquí abajo” como “La noche” tomaron por sorpresa a los lectores y al medio intelectual mexicano, quienes no supieron qué hacer con tal prodigio. Eran los tiempos del nacionalismo a ultranza, del indigenismo y de la novela de la revolución.

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Sus siguientes libros, “La puerta en el muro” y “Equinoccio”, aparecieron en 1946, y continúan la exploración de los temas fundamentales de Tario, aunque en esta ocasión se aleja del relato y la novela para explorar otras formas narrativas. “La puerta en el muro” es una colección de textos sueltos y sin título individual cuyo conjunto recrea un mosaico surrealista. “Equinoccio” ha sido visto como una colección de aforismos cercana al “Breviario de podredumbre” de Emil Cioran. Pero donde el rumano fatalista sólo encuentra tedio y asco, Francisco Tario añade uno de los ingredientes principales de su obra: el humor. Imposible separar el humor de la obra de Tario. Sus personajes, así se encuentren al borde del suicidio, o sumidos en las reflexiones más oscuras, siempre encuentran espacio para la risa, para la ligereza que salva.

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Siguen, en la bibliografía de Tario, las noveletas “Yo de amores qué sabía” y “Breve diario de un amor perdido”, publicadas en 1950 y 1951, respectivamente, así como “Acapulco en el sueño”, publicado también en 1951 e ilustrado con fotografías de Lola Álvarez Bravo,  y cuyo objetivo era, se supone, la promoción turística del puerto. Tanto “Yo de amores qué sabía” como “Breve diario de un amor perdido” se alejan del registro fantástico y onírico que hasta el momento había cultivado el autor y son, seamos francos, obras interesantes pero poco logradas. Algo parecido sucede con “Tapioca Inn: mansión para fantasmas”, publicado en 1952, donde a pesar de retomar el tono fantástico y extravagante de su primera época, no consigue la misma altura de aquellos textos. Como su nombre lo indica “Tapioca Inn: mansión para fantasmas” es un libro poblado por fantasmagorías y en el que las fronteras del mundo onírico y la vigilia se confunden constantemente. Si bien podemos culpar de poco consistente la obra que Tario generó en los años 50’s, no sería justo ignorar que es también en estos años que Francisco abandona la Ciudad de México para residir en Acapulco, donde se dedicaría a los negocios, la familia y los viajes. Cuenta su hermano Antonio que fue también por esos años que se acentuaría su carácter solitario, se alejaría de las amistades y diría en más de una ocasión que su oficio no era el ser simpático. Sin embargo sus hijos, Sergio y Julio, coinciden al decir que no fue su carácter huraño sino su condición de viajero permanente (extraño en tierra extraña) la que se interpondría entre Francisco y su consagración como escritor. Es posible. No en vano durante la segunda mitad de la década de los 50’s Francisco realizaría diversos y prolongados viajes por Europa hasta que en 1960 decidió radicar definitivamente en España, donde escribiría sus últimas obras. A propósito, Julio, su hijo, nos dice que Francisco leía con atención a Chejov y a Dostoievski, a James Joyce, y el teatro de Eugene Ionesco y August Strindberg. Nos dice que tanto “Cien años de soledad” de García Márquez como la obra temprana de Carlos Fuentes (“Aura” y “Los días enmascarados”) le causaron muy buena impresión, y que le gustaba mucho leer literatura fantástica y de ciencia ficción, aunque en este rubro sólo menciona a Aldous Huxley. Un lector atento podría señalar que salvo el caso de Ionesco, la influencia del resto de los autores mencionados es imperceptible en la obra de Tario. A pesar de este exilio autoimpuesto, Francisco nunca dejó de escribir. Se encerraba largas horas y después ponía a consideración de sus hijos y su esposa lo escrito. Nunca fue muy prolífico, continúa el relato de su hijo Julio, porque era muy minucioso y corregía sus textos una y otra vez. Fruto de ese esfuerzo quedarían varias carpetas con apuntes e incluso una novela, “Jardín secreto”, a la que dedicó años de escritura y que, como muchos otros textos de Tario, se publicó de manera póstuma.

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Es a esta época que pertenece su último y más logrado libro, “Una violeta de más”, publicado por Joaquín Mortiz en 1968, un año después de la muerte de su esposa Carmen, suceso que lo hundiría en una profunda tristeza y reafirmaría su vocación de ermitaño. “Una violeta de más” contiene algunos de los cuentos más célebres del autor, como “El mico”, y “Ragú de ternera”, pero sobre todo “Entre tus helados dedos”, incluido en varias antologías de cuento mexicano que se publicaron durante las décadas de los 80’s y 90’s y que de alguna manera facilitaron su acceso a las nuevas generaciones de autores y lectores. Es curioso pensar en la poca resonancia que tuvo “Una violeta de más” en su momento. De hecho, si somos honestos, podremos ver que no fue debido a las turbulencias sociales de ese año, el 68, ni tampoco a la “rareza” o “marginalidad” de Tario. Quiero decir que “Joaquín Mortiz” no tenía nada de marginal, todo lo contrario: era una de las editoriales mexicanas más visibles del momento, quiero decir que para entonces el público lector ya conocía a Cortázar, a Borges, a Quiroga, a Bradbury, a Juan José Arreola; eran los días dorados de la psicodelia, la contracultura y el Sargento Pimienta. La única razón que encuentro, y esta es una opinión personal, tan cuestionable como cualquier otra opinión, es el miope y mezquino nacionalismo del medio literario mexicano, que todavía sigue creyendo que el único discurso valido es el que pretende retratar la realidad social y que confunde los valores estéticos con los ideológicos. Ese discurso reduccionista que olvida que dentro del ser humano hay un universo más grande y desconocido del que podemos abarcar en los programas de televisión, el periodismo y la academia.

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Francisco Peláez Vega falleció en España, en 1977, 10 años después que su esposa Carmen. Francisco Tario se convirtió así en el fantasma favorito de la literatura mexicana, sobrevivió al paso del tiempo y al ninguneo, y ahí está desde hace algunos años, fortaleciéndose, viendo como sus libros encuentran eco en re ediciones y descubrimientos. Quiero pensar que todo esto lo hubiera hecho sonreír discretamente, satisfecho.

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*Texto leído en la plática «Autores secretos: Francisco Tario» (Palacio de Bellas Artes, 3 de octubre de 2013). 

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Foto 77Rodolfo JM (Ciudad de México, 1973)

Ha obtenido el Premio Nacional de Cuento Julio Torri en 2007-2008, el Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción en 2011, así como mención honorífica en el Premio Nacional de Literatura Policiaca en 2007. Ha publicado los libros de cuento: Todo esto sucede bajo el agua (Fondo Editorial Tierra Adentro 2009); Negras intenciones (Jus 2010); y El abismo: asomos al terror hecho en México (Ediciones SM, 2012)