LARGA VIDA AL REY
Manuel Barroso
Sé muy bien que el objetivo de “Los monstruos del baúl” es hablar de los libros que mejor manejan la literatura de imaginación fantástica en la literatura mexicana actual.
Damn it, eso sonó muy pretencioso.
Esta columna es para hablar de los libros que amo, que me encantan. Y sí, tiene como límites que los textos tratados sean de escritores mexicanos actuales y que tengan algo que ver con lo (que entiendo por) fantástico.
Pero el primer límite ya lo rompí una vez aquí y necesito volver a romperlo ahora por una razón: no puedo tener una columna de libros que ame sin hablar, alguna vez, de mi padre literario.
Hace tiempo, cuando yo tenía como once años, mi mamá quiso ir a un concierto nocturno en Bellas Artes. Era un día entre semana y nos fuimos los cuatro –mi mamá, mi papá, mi hermano y yo– al centro. Antes de que todo empezara, entramos a la librería Educal que está en el Palacio. Ahí, mientras veíamos libros, mi papá compró dos libros: uno para mi hermano y uno para mí.
El mío era La milla verde, el otro era Los ojos del dragón.
Desde ese momento –cuando me acabé los dos en más o menos un mes– hasta el día de hoy, he leído 37 libros de Stephen King (ha escrito más de 50), he visto casi todas las películas y miniseries que estén basadas en su obra (me niego a ver The dome sin leerlo antes), Danza macabra es de mis ensayos de cabecera y lo único que me falta para morir en paz es tener un libro firmado por el tío Steve (ya vi a los Celtics campeones, no pido más).
Es, para recalcar lo obvio, de mis escritores favoritos.
Debo decir que eso es extraño entre la gente que estudió letras. ¿Cómo King si está Pessoa, Goethe, Borges, Kawabata, Joyce, Rulfo, Fitzgerald, Baudelaire, Woolf, Müller, Cervantes, Shakespeare, Tolstoi, Magris, Homero, Dante, Mann, Huidobro, Beckett y millones y millones más?
Lo entiendo: una carrera en letras te lleva por la historia de la literatura occidental pasando por “lo mejor de lo mejor” y –seamos honestos– desarrolla tu mamón interno.
King es de mis autores favoritos –y esto lo digo con mi mamón interno en todo su esplendor– porque es un gran narrador. Sí, sí, tiene cantidad de novelas flojas, pero son muy pocos los que han logrado lo que el de Maine con Rabia, Misery y, por sobre todas las cosas, Eso[1].
Eso es cierto (y vaya que lo es; soy de la idea de que Eso es un clásico de la literatura universal), pero no del todo. No sólo es un gran narrador, también me enseñó –con sus libros– a escribir. De él viene buena parte de mi manía con el miedo humano.
Y lo más importante: sus historias, desde aquella noche en Bellas Artes, me han acompañado. Secundaria hubiera sido imposible sin los siete tabiques de La torre oscura que me acompañaron en el camino. Lo mío no es la pelea potteriana contra El Que No debe Ser Nombrado. Lo mío es no matar con la bala (quien mata con la bala ha olvidado el rostro de su padre), sino matar con el corazón.
Y creo que es por eso, porque los miedos del mundo vistos desde los ojos de King me han acompañado desde hace tanto, por lo que digo siempre que cada quien tiene un libro que se convierte en un acontecimiento de amor, que te cambia la vida, el proceso de pensamiento, el imaginario.
No leí nada de Stephen King cuando empecé la carrera. Volví a hacerlo cuatro años después, cuando apareció Doctor sueño. Fue como reencontrarme con el amigo de juventud que era más grande que yo. Ambos habíamos crecido, cambiado. Pero, en cuanto inicié la lectura, supe que el amor por esas historias seguía siendo el mismo de siempre.
No me cansaré de repetirlo: larga vida al narrador del terror. Larga vida al rey.
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[1] No hablo de El resplandor porque, shame on me, apenas lo estoy terminando.
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Manuel Barroso nació, creció y murió antes de enterarse de ello. Por eso reseteó la consola y sigue aquí.
Lee como poseso, escucha rap y jazz de forma adictiva, escribe porque le duelen las historias. Odia las verduras.
Mañana comprará un rifle.